viernes, 25 de diciembre de 2020

Feliz Navidad, pese a todo

Se está terminando el año más extraño del siglo, pero aún nos queda un obstáculo en esta carrera accidentada: dos semanas de celebraciones que no sabemos cómo encarar. Faltan solo un par de días para los primeros encuentros de alto riesgo, así que toca ir decidiendo qué opción elegiremos, si la más prudente, que implica sacrificar las tradiciones de la temporada, o la del tirar los dados y ver qué cifra de contagios nos sale. Ahora más que nunca, la evolución de la pandemia depende de nuestro comportamiento.

El mensaje de las autoridades estas últimas semanas ha sido confuso, porque han intentado nadar y guardar la ropa más que nunca. Por un lado, han continuado con la idea de incentivar al máximo la actividad económica, la necesidad que ya impulsó el final prematuro de las últimas restricciones, y por el otro, han ido sugiriendo, cada vez menos tímidamente, que los planes sean conservadores. No es de extrañar que la gente dude. Lo que ahora necesitamos es una comunicación clara: estamos en plena pandemia, hay mucho virus circulando y no es el mejor momento para que se encierre durante horas en un espacio pequeño y poco ventilado un grupo de familiares que muy probablemente ni respetarán las distancias de seguridad ni llevarán mascarilla. Lo más sensato sería que las celebraciones se hicieran solo con la gente con la que convives o que se buscaran maneras seguras de ver a las personas queridas.

Ningún líder tiene suficiente capital político para arriesgarse a ser considerado el Grinch que se cargó la Navidad, por eso no se atreven a seguir el ejemplo de Angela Merkel, que hace unos días imploraba a los alemanes que se porten tan bien como les sea posible para evitar que la tercera ola, que se espera inevitablemente a principios de año, pero que puede empezar en cualquier momento, se convierta en un tsunami. Al menos Boris Johnson ha podido hacer caso a quienes le pedían más restricciones sin quedar mal, porque en el Reino Unido ha aparecido una variante del virus que parece más infecciosa. Es pronto para saber si puede ser un problema, pero no es mala idea ser prudente mientras esperamos unas semanas a tener más datos. Aunque Europa no responde de manera unitaria a estos retos: algunos países son más severos y otros, como España, continúan con una política de mínimos.

Si miramos cualquier mapa de estadísticas del covid-19 nos daremos cuenta de que buena parte de Europa tiene unas de las peores cifras del planeta. No hay forma más clara de entender que aquí hemos fallado estrepitosamente, tanto en cuanto a la gestión política de la pandemia como en la responsabilidad social de los ciudadanos. La forma en que estamos encarando la campaña de Navidad hace pensar que no hemos aprendido mucho este último año y que continuaremos tropezando con la misma piedra hasta que las vacunas nos rescaten del drama.

Por suerte en este campo se han cumplido las predicciones y acabaremos en 2021 con más de una vacuna aprobada para el uso general. De hecho, ya hay cinco (tres chinas y dos rusas) que hace tiempo que se están administrando, a pesar de no haber completado todas las pruebas clínicas. Las han recibido ya cientos de miles de personas, pero no tenemos ninguna información. De momento es poco probable que nos lleguen, porque aquí se distribuirán solo vacunas que hayan demostrado ser seguras y eficaces. Las de Pfizer / BioNTech y Moderna (hechas con ARN) habrán sido las primeras de la lista en conseguir este sello de calidad en Europa y América, pero las seguirán de cerca las de Johnson & Johnson y Oxford / AstraZeneca (que utilizan un segundo virus inofensivo que actúa como vector).

Es esencial que, ahora que encaramos una recta final que se vislumbra larga, nos esforzamos en promover la única arma que puede detener la pandemia. Es cierto que las vacunas se han hecho muy rápido, pero ha sido por una combinación de suerte (se encontró una proteína que hiciera de diana inmediatamente, el virus es muy estable ...), una inversión descomunal de recursos y una optimización del proceso. Los ensayos clínicos se han hecho con el mismo rigor de siempre y las vacunas que pasan el filtro de las entidades evaluadoras son tan buenas como cualesquiera de las anteriores. Seamos conscientes y hagamos un último esfuerzo: protejamos vidas siendo prudentes y confiemos en las soluciones que nos ofrece la ciencia. Y, a pesar de las dificultades, tratemos de pasar una buena Navidad.

[Publicado en El Periódico, 22/12/20]

lunes, 30 de noviembre de 2020

¿Podemos fiar-nos de las vacunes de la Covid-19?

De acuerdo con las previsiones que se han hecho desde el verano, parece que tendremos una vacuna contra la covid-19 aprobada antes de terminar el año o, como mucho, a principios del siguiente. Más de una, de hecho, porque hay 12 completando ensayos clínicos de fase 3, y algunas a punto de terminarlos, como las de Moderna, Pfizer, Johnson & Johnson y AstraZeneca. No faltarán opciones. ¿Pero debemos fiarnos de estas vacunas?

Debido a la urgencia y la necesidad de buenas noticias, desde el principio de la pandemia se ha roto una de las normas de oro de la ciencia: primero se han emitido las notas de prensa y luego se han publicado los datos de los estudios. Normalmente se hace al revés para evitar conflictos de interés (quien anuncia los éxitos no puede ser quien saldrá más beneficiado, económicamente o de otras maneras), y para asegurarnos de que un grupo de expertos imparciales tiene tiempo de escrutar los resultados. Esto nos obliga a tomarnos las noticias de estos días con precaución: hasta que no tengamos acceso a toda la información, más vale ser prudentes.

Es por ello que la eminente viróloga Margarita del Val expresaba hace unos días en una entrevista sus dudas sobre los anuncios recientes de efectividades del 94,5% y 95% de las vacunas de Moderna y Pfizer, respectivamente. Tiene razón en cuanto a que lo que interesa sobre todo es saber si protegen a la gente más vulnerable y si reducen los casos graves y las muertes, y de todo esto todavía no han dicho nada. La alegría, pues, es un poco prematura, aunque tenemos motivos para ser optimistas.

Pero todo esto se solucionará antes de que las agencias reguladoras permitan que se den masivamente a la población. Se ha corrido mucho en la producción de las vacunas, es cierto, pero solo en las fases que lo permitían. Haber inyectado tantos millones en la búsqueda ha acortado mucho la etapa pre-clínica, y la burocracia, que la hay en todo el proceso, también se ha reducido a la mínima expresión. Ahora bien, los ensayos de eficacia y seguridad se están haciendo igual que siempre. O mejor, incluso. Comparémoslo por ejemplo con la primera vacuna del ébola, que se aprobó el año pasado después de darla a solo 3.000 voluntarios. Naturalmente, la necesidad en ese caso era otra y justificaba las prisas. La clave de una vacuna contra el covid-19 no es quizá tanto que sea muy efectiva (con un 60-70% también nos arreglaríamos) sino, sobre todo, que no tenga efectos secundarios graves, por poco frecuentes que sean, porque se habrá de dar a millones de personas. Por ello se han reclutado miles de voluntarios (cerca de 50.000 para cada una en la fase 3), para que se puedan detectar incluso los problemas más raros. Tal como indicaba también Margarita del Val, debería ser suficiente para estar tranquilos.

Esto significa que, una vez se hayan publicado todos los detalles de los estudios y los expertos los hayan revisado con lupa, las vacunas que lleguen al público serán seguras (y, además, funcionarán suficientemente bien). Es importante repetirlo, porque últimamente está creciendo una peligrosa ola de desconfianza en todo el mundo: algunas encuestas dan cifras sorprendentemente altas de gente que no querrá vacunarse. Lo he oído decir también a profesionales que, en principio, deberían entender lo que significa que un fármaco pase todas las pruebas pero se están dejando llevar por las supersticiones. Esto da mucho miedo, porque hasta que al menos tres cuartas partes de la población mundial tenga anticuerpos, no podremos empezar a respirar tranquilos. Si la campaña de vacunación topa con estas reticencias, la crisis se puede alargar indefinidamente.

No ha ayudado nada que Rusia y China hayan dado el visto bueno a seis vacunas que aún están en fase 3. En teoría ya se están administrando a grupos concretos de población, aunque no nos ha llegado ningún dato. Se entiende que estos casos levanten suspicacias, sobre todo por las motivaciones políticas que hay detrás, pero hay que diferenciar lo que está pasando en el resto del mundo. Recordemos que Donald Trump presionó para conseguir un golpe de efecto similar antes de las elecciones, pero los organismos reguladores de Estados Unidos rehusaron saltarse ningún paso. Esto demuestra que el proceso de aprobación funciona bien.

En cuanto se empiece a distribuir de forma generalizada una vacuna (primero la recibirán el personal sanitario y las poblaciones de riesgo), podéis contar con que me veréis al frente de la cola para recibir una dosis. Por responsabilidad social, sí, pero también por motivos puramente egoístas: me muero de ganas de volver a hacer vida normal. Y eso, seamos realistas, solo nos lo permitirán las vacunas.

[Publicado en El Periódico, 23/11/20. Versió en català.]

lunes, 23 de noviembre de 2020

Todavía queda mucho partido

Nos hallamos en un punto complicado de la pandemia. Por un lado, llevamos demasiados meses en una situación trágica, con restricciones importantes al ritmo de vida habitual y con mucha gente sufriendo una reducción significativa de sus ingresos. El desgaste que esto produce es evidente. Por el otro, no paramos de tener buenas noticias sobre las vacunas. En los últimas días, tres de las candidatas más avanzadas (la de Moderna, la de Pfizer y la Sputnik rusa) han anunciado que los resultados parciales de los últimos tests de eficacia y seguridad son positivos, con coberturas de más de 90% en los voluntarios de todas las edades a quienes se las han inyectado. No es extraño que los comunicados de prensa se hayan recibido con la alegría reservada para los regalos de Reyes.

Pero parece que no nos damos cuenta de que entre el drama y la esperanza ha quedado atrapada la realidad. Haría falta que no perdiéramos perspectiva de cómo están las cosas en estos momentos: vivimos todavía en plena segunda ola, intentando poner parches a un barco que hace agua por todas partes, y a muchos meses de distancia del final de la pandemia. En Europa y América sufrimos las consecuencias de una gestión nefasta del primer pico, que pudimos controlar brevemente pero que no llegamos a aplanar del todo, como sí que consiguieron unos cuántos países orientales. Las brasas de aquel fuego se reavivaron rápidamente cuando quisimos volver a la normalidad demasiado rápido, y por eso hemos perdido todo lo que habíamos ganado y ha habido que volver a implementar restricciones.

Corremos el riesgo de que ahora pase exactamente lo mismo. Las ganas de intentar disfrutar de la Navidad se asemejan demasiado al intento fallido de salvar la temporada de verano. Incluso la desescalada por fases tiene un diseño similar. Todo hace pensar que volveremos a pulsar el acelerador y que lo que marcará el ritmo de relajación no será la evidencia epidemiológica sino el calendario. La consecuencia esperable de estas prisas sería una tercera ola a principios de año, y otra vez negocios cerrados para mirar de frenar la curva de contagios. Este es el problema de crear expectativas poco realistas (“sacrifiquémonos ahora para poder tener una Navidad decente”): que no llegamos nunca a acabar del todo con el problema.

El panorama para los próximos meses no es bueno. Si no cambiamos de actitud, no saldremos nunca del ciclo rebrote-restricciones-relajación-rebrote, y esto lo tenemos que tener muy claro, porque el esfuerzo tanto de los ciudadanos como de los gobiernos es clave para conseguir que la cifra de muertos hasta que logremos la inmunidad de grupo sea lo más baja posible. Preparémonos, pues, para un invierno difícil. Y una primavera que no será mucho mejor. Y un verano en el cual seguramente veremos una parte de la población mundial vacunada pero que tampoco será normal. Si nos hacemos a la idea, quizás evitaremos por un lado decepcionarnos cuando las expectativas no se cumplan y por el otro desentendernos antes de tiempo de las obligaciones que tenemos como miembros de una sociedad que atraviesa la crisis sanitaria más importante de las últimas décadas. Todavía queda mucho partido. Lo ganaremos, pero no podemos desfallecer.

[Publicado en El Periódico, 18/11/20. Versió en català.]

jueves, 12 de noviembre de 2020

¿Han sido suficientes estas restricciones?

La situación de la pandemia de Covid-19 en Europa no es buena. Mientras que la segunda ola en muchos lugares de Asia está siendo testimonial, aquí estamos en fase de subida y con peligro de que se descontrole de nuevo. Es por ello que todos los países del continente han empezado a aplicar diversas medidas de contención, más o menos drásticas en función sobre todo de lo que creen que puede proteger mejor la economía. La idea es hacer los recortes mínimos que sean suficientes para parar el golpe y evitar lo que todo el mundo teme, el confinamiento estricto, que ya sabemos que funciona bien pero tiene un coste muy alto.

Aún es pronto para saber si lo conseguiremos. El Estado Español, de nuevo, ha actuado tarde y con poca contundencia. Tiene el dudoso honor de ser uno de los que vio antes el inicio del segundo pico, a mitad del verano, y el que peores datos ha tenido los últimos meses, entre ellas ser el primer país europeo en superar el millón de casos. Por eso, las medidas anunciadas hace unas semanas por el Gobierno fueron celebradas por muchos, porque era urgente actuar, pero a la vez criticadas por temor a que no fueran suficientes, sobre todo comparadas con las que se aplicaban a lugares como el Reino Unido o Alemania, que partían de cifras menos graves. Además, las restricciones han variado dependiendo de cada comunidad autónoma.

Esta estrategia en principio puede ser buena, porque permite que cada territorio adapte las normas a su realidad, pero tiene el peligro de depender de la capacidad de gestión de los gobiernos locales, que ya hemos visto a lo largo de la pandemia que a veces presenta limitaciones serias. Está prevista una evaluación del efecto que han tenido las medidas y se revisen si hace falta. ¿Han ido tan bien como se esperaba?

Algo que hemos aprendido desde febrero es que cualquier norma que limite los contactos sociales consigue frenar la curva de contagios, aunque sea poco. Efectivamente, todos los indicadores han mejorado estos días. La Rt media en el Estado está ligeramente por debajo de 1, lo que quiere decir que la pandemia entraría en fase de bajada, después del pico de 1,24 del 21 de octubre. Pero la incidencia de casos acumulados por 100.000 habitantes de la última semana (IA7) sigue alta en muchas comunidades, como Catalunya y Aragón, que superan los 300. Por otra parte, en Galicia y Valencia la IA7 ya ha bajado de 100, lo que se considera el límite a partir del cual la situación es controlable. Globalmente, el total de casos diarios también disminuye ligeramente, desde el pico de más de 16.000 que se vio a principios de la semana pasada.

Estas cifras son positivas y parecería que quieren decir que la situación mejora, pero deben interpretarse con precaución. Por un lado, dependen de la cantidad de pruebas: si se hacen menos, la disminución que se ve es artificial. Navarra ha realizado hasta ahora 700 por cada mil habitantes, entre PCR y test rápidos, la que más, mientras que Catalunya no llega a 350. Por otra parte, debemos esperar para confirmar si se mantiene el descenso antes de aligerar las limitaciones impuestas. El indicador más claro del éxito de las restricciones es la saturación de los hospitales, especialmente las UCI, y la mortalidad, pero los efectos en estos datos aún tardarán semanas en verse.

¿Qué se debería hacer a partir de ahora? La situación mejora, pero queda mucho trabajo. Lo más importante es no confiarse. Debemos continuar unas semanas con estas tendencias a la baja para asegurarnos de que la pandemia vuelve a una fase menos peligrosa. No podemos repetir el error del verano: querer recuperar la vida normal rápidamente después de las restricciones. Debemos entender que, durante los próximos meses, tendremos que continuar limitando nuestra actividad todo lo que sea posible. Sin que una parte amplia de la población haya recibido la vacuna no puede haber la "nueva normalidad" que todo el mundo quiere, por tanto el mensaje no puede ser que tenemos que hacer un esfuerzo ahora para podernos relajar después, de cara a las fiestas. Esto es precisamente lo que ocurrió en verano, y ya hemos visto cómo terminó de mal. Debemos dejar de pensar que esta Navidad será como siempre, porque con esta actitud lo que nos espera es un rebrote importante en enero.

Por mucho que los casos sigan disminuyendo estas próximas semanas, no podemos pretender recuperar inmediatamente la tranquilidad, sino que tanto el Gobierno como los ciudadanos tenemos que ser prudentes. Es cierto que la pandemia nos está pidiendo sacrificios importantes, a algunos más que a otros, pero recordemos que son temporales y los hacemos para salvar vidas mientras no llega la inmunidad de grupo.

[Publicado en El Periódico, 9/10/20]

lunes, 2 de noviembre de 2020

¿A quién debemos escuchar?

Estos días ha resucitado una idea que se propuso al principio de la pandemia, la de buscar la inmunidad de grupo de una manera espontánea, dejando que la gente se infecte mientras se aíslan solo los vulnerables. Lo han recomendado unos científicos de renombre en la llamada 'Declaración de Great Barrington'. Esto supondría hacer lo contrario de lo que persiguen las medidas actuales, que es intentar protegernos para evitar el máximo número de contagios hasta conseguir la inmunidad gracias a la vacuna.

No hace falta saber mucho de epidemiología para entender los puntos débiles de la estrategia. Para empezar, a pesar de que la mayoría de muertes se ven en las poblaciones de riesgo, también hay víctimas entre gente sana de todas las edades. Además, todavía no conocemos las consecuencias a largo plazo del covid-19 ni qué problemas de salud conllevará. Algunos síntomas (cansancio, ahogo, pérdida de olfato...) pueden durar meses. Y en un estudio del Hospital Universitario de Fráncfort, el 78% de los pacientes que se habían recuperado presentaban alguna afectación cardiaca. Finalmente, la idea de aplicar restricciones solo a los ancianos y enfermos es difícil de implementar, porque es imposible evitar del todo que interaccionen con personas de otros grupos.

La conclusión es que esta táctica no es ni ética ni factible, porque las cifras de mortalidad y morbilidad que se alcanzarían serían demasiado elevadas. No lo digo yo, sino la gran mayoría de expertos en el tema, por eso es sorprendente que gente con buena reputación científica haya vuelto a poner la idea sobre la mesa. Empeñarse en caminos que ya se ha visto que no llevan a ninguna parte puede ser peligroso, porque aquí no estamos hablando de una simple discrepancia académica, sino de decisiones de salud pública que afectan a la supervivencia de la población. Además, erosiona la confianza que tienen los ciudadanos en los expertos, que dan la imagen de contradecirse constantemente.

En una entrevista que me hicieron hace poco, insistí en que, antes de tomar decisiones, los políticos deben hacer caso a los científicos. Uno de los tertulianos comentó entonces: "Sí, ¿pero a quiénes?". Citando precisamente la controversia con la 'Declaración de Great Barrington'. Es una duda muy válida. No todo el mundo tiene claro cómo funciona la ciencia, y es necesario que lo expliquemos mejor. El conocimiento avanza gracias a la discusión y el debate. Cuando no hay suficiente información para saber con certeza una respuesta, solo podemos proponer teorías, a menudo enfrentadas, y es inevitable que algunas sean más acertadas que otras. Pero a medida que vamos sabiendo más, ciertas opciones se convierten en marginales y otras en aceptadas. A los humanos nos gusta apostar por aquellos que van a contracorriente y se enfrentan al orden establecido. Son personajes que quedan muy bien en la películas pero, en el entorno científico, suelen estar equivocados. La ciencia no funciona con intuiciones, sino con datos contrastables que cualquiera con un poco de experiencia puede interpretar. Por eso, cuando son bastante claros, nos acabamos poniendo de acuerdo.

La respuesta, pues, es que los políticos y la sociedad deben elegir las recomendaciones apoyadas por la mayoría de los científicos y no dejarse deslumbrar por la mística que emanan los disidentes. O, aún peor, escoger la opción que encaja mejor con tu agenda, independientemente de su solidez científica. La 'Declaración de Great Barrington' podría ser un ejemplo, porque se han escudado políticos poco partidarios de implementar medidas restrictivas, que el resto de expertos dicen que son las únicas que funcionarán ahora. Otra es Li Meng-Yan, una científica china a la que algunos medios están haciendo un caso exagerado estos días porque es una de las pocas que todavía dice que el SARS-CoV2 fue creado en el laboratorio, cuando no hay ningún dato fiable que lo acredite. Al contrario: el virus es 96% idéntico a su antecesor inmediato, el RaTG13, que hace décadas que circula entre murciélagos.

Por eso es importante que los líderes se dejen asesorar, no por un experto, sino por un comité amplio y heterogéneo de expertos. Deben priorizar los consejos tomados por consenso y entender en qué datos se apoyan. A veces se equivocarán, pero no tanto como con la estrategia de anteponer la política a la ciencia. Actualmente, las disputas entre partidos han conseguido que la arrogancia se imponga a la cordura. No nos podemos permitir que dentro de un gobierno haya alguien poco capacitado que tome decisiones al margen de lo que dicen los expertos solo porque los apoya un político de otro color, porque el precio de esta incompetencia no se paga en votos, sino en vidas.

[Publicado en El Periódico, 26/10/20. Versió en català.]

lunes, 12 de octubre de 2020

Las causas del desastre

Pasé diez años en Nueva York y aún conservo amigos. He hablado con ellos últimamente y me dicen que Manhattan parece desierto. La pandemia ha transformado radicalmente la ciudad que nunca dormía porque se han tomado medidas drásticas para detener los contagios. Una ha sido incentivar el teletrabajo. En la isla viven un millón y medio de personas, el mismo número que entraba cada día a trabajar. Si la gente no va a las oficinas, las calles y los comercios están desiertos. A esto hay que añadir el cierre prácticamente total de bares y restaurantes durante un tiempo largo.

El golpe económico para Nueva York será fuerte, pero las restricciones funcionan: a pesar de haber tenido un primer pico de casos similar al de Madrid, en la segunda ola las diferencias son abismales. Por eso el 'Financial Times' escogía las dos ciudades hace unos días para comparar una buena y una mala gestión. Y la OMS se preguntaba la semana pasada qué hace que España tenga unas de las peores estadísticas (el sexto país del mundo en mortalidad per cápita, el séptimo en aumentos diarios de muertos y el octavo en casos totales). Se nota que no siguen la política local.

La pantomima de estos días entre el Gobierno de la Comunidad de Madrid y el del Estado podría servir como resumen de la tragedia. En países como el Reino Unido, las alarmas se disparan cuando un área supera los 100 casos acumulados cada 100.000 habitantes en 15 días, y se empiezan a aplicar restricciones progresivas. En España se ha dejado que zonas del país supera los 1.000 casos mientras todavía discutían qué hacer (la media del país ahora es de 315, 176 en Catalunya, comparada con los 130 del Reino Unido, los 44 de Italia o los 35 de Alemania).

La respuesta a la pregunta de la OMS es sencilla: en España las cosas se hacen tarde y mal. A pesar de que la primera ola nos enseñó que cuanto antes se aplican restricciones y más severas son, menos tendrán que durar, los políticos españoles parece que no han tomado nota. Continúan dudando y dejando pasar los días cuando tienen que tomar decisiones difíciles. Un segundo motivo es que algunos gobernantes no han entendido todavía las prioridades. Hay ejemplos (Suecia, Estados Unidos...) que demuestran que intentar proteger la actividad comercial en lugar de priorizar la salud no funciona: al final la economía también se acaba resintiendo.

La tercera causa del desbarajuste es la incapacidad de dejar de lado la política cuando hay temas más importantes. No se trata de elegir entre derecha o izquierda, o entre el Gobierno central o el autonómico: la realidad epidemiológica debe pasar por encima de las otras consideraciones. Desde el punto de vista de las salud, lo que hay que hacer está claro y no debe depender de negociaciones. Por eso antes de ayer 55 sociedades científicas nacionales pedían que las decisiones "se tomen por motivos científicos, desligados completamente del continuo enfrentamiento político". Si España quiere dejar de salir en el 'top 10' de países más afectados necesita dirigentes que aprendan de los errores, escuchen a los asesores y actúen con rapidez.

[Publicdo en El Periódico, 6/12/20. Versió en català.]


BONUS TRACKS:
He hablado de este tema también en algunos reportajes recientes:

Huffington post
La vanguardia
RTVE
AP News
Voz populi
Libertad digital


viernes, 2 de octubre de 2020

Más peligroso que cualquier virus

Uno de los problemas de la gestión de esta pandemia ha sido cómo la política se ha enfrentado a la ciencia, en lugar de apoyarse en ella. La primera ola no hubiera sido tan intensa si los líderes hubieran estados debidamente preparados para hacer frente a una crisis de estas características. Me refiero sobre todo a tener unos conocimientos mínimos sobre cómo funcionan las enfermedades infecciosas. Es cierto que en algunos países donde los dirigentes sabían lo suficiente como para entender la magnitud de la tragedia se organizaron bien y con rapidez, empezando por buscar los asesores adecuados (¡y escuchándolos!). Pero la mayoría daban palos de ciego, desde Xi Jinping, practicando aquella vieja tradición china de esconder datos, a Donald Trump restándole importancia a la crisis sanitaria más importante del siglo, dos estrategias negacionistas para hacer ver que todo va de maravilla cuando tú mandas. Que la realidad no te estropee una foto de postal. Ahora, en plena segunda ola, estamos viendo la repetición de la jugada, con demasiados dirigentes mirando hacia otro lado cuando los científicos intentan avisar de los peligros inminentes.

Seamos justos: desde el principio los políticos han tenido que buscar el equilibrio entre hacer lo que recomendaban los expertos y proteger la economía, dos cosas que a veces no parecían compatibles. No es nada fácil, y no me gustaría tener que tomar este tipo de decisiones. Pero, claro, yo no me he presentado a unas elecciones para ser dirigente. Si ves que la situación te supera, lo más honesto y sensato sería admitirlo. Al final, lo que ha pasado es que, en contra de los consejos de quien realmente entiende, a menudo han elegido una solución que después se ha confirmado que era tan incorrecta como se anticipaba. Quizás al principio se podía justificar, pero a medida que avanzaba la pandemia, deberían haber aprendido de sus errores y tratar de evitarlos.

Esta falta de cordura nos está llevando a situaciones inauditas. Quizá la más trágica es la lucha que está manteniendo Donald Trump con el Centers for Disease Control and Prevention, el CDC, el órgano gubernamental que debe organizar la respuesta a una pandemia en Estados Unidos. En el CDC están los mejores expertos del país en salud pública, y cuenta con más de 15.000 trabajadores y un presupuesto de unos 12.000 millones de dólares anuales. Están preparados mejor que nadie para hacer frente a este tipo de crisis.

Pero en julio, Trump le quitó la gestión de los datos de la pandemia al CDC y la transfirió al Gobierno federal, en un esfuerzo por controlar unas cifras que demostraban continuamente el fracaso de sus medidas. Desde entonces, miembros de la Administración Trump han interferido constantemente en las decisiones del CDC y les han llevado la contraria siempre que les ha convenido. Poco a poco, la moral de sus trabajadores  se ha ido deteriorando, mientras veían cómo las razones políticas se imponían a la lógica científica. La gota final fue la "desaparición" de la web del CDC, menos de 24 horas después de publicar que el SARS-CoV-2 se transmite por vía aérea, un hecho que la mayoría de científicos ahora apoya. Pero esto choca frontalmente con la opinión de Trump de que las mascarillas no son necesarias, un error que había provocado unos días antes a un enfrentamiento público entre e el presidente y el director del CDC. Trump no perdona a los que le lleven la contraria.

El resultado de este sabotaje es que los norteamericanos han perdido la confianza en el CDC, cuando en estos momentos debería ser el lugar de referencia para obtener información fidedigna. Una encuesta a 1.300 personas decía que el 51% se fía más de Trump que del CDC en temas relacionados con el covid-19. Cuesta entender que los humanos podamos ser tan estúpidos y creer a alguien que claramente es un ignorante, en lugar de a los profesionales que más saben de temas de salud. Al fin y al cabo, nos jugamos la vida. Pero las cosas van así, y deberíamos anticiparnos a estas reacciones para evitar males mayores.

Esto es lo que ha intentado hacer la revista 'Scientific American', que en sus 175 años de historia no se había pronunciado sobre unas elecciones. Ahora ha sentido la necesidad de pedir el voto para Joe Biden, porque dicen que tener un presidente que no entiende en absoluto de ciencia es un suicidio. Que los científicos se lancen de esta manera a la arena política no se había visto nunca, pero la situación es bastante dramática para justificarlo. Dar poder a la ignorancia es más peligroso que cualquier virus. Si al menos lo aprendiéramos de esta pandemia, ya lo podríamos considerar una gran victoria.

[Publicado en El Periódico 28/9/20. Versió en català.]

martes, 22 de septiembre de 2020

¿Madrid? El problema lo tenemos todos

Madrid tiene un problema. La curva de contagios de covid-19 ha llegado a un punto peligroso que, pese a no ser comparable a los peores momentos de la primera ola, demuestra que la pandemia se ha vuelto a descontrolarse. Pero el mejor indicador del impacto real del virus no es el número de diagnósticos, que depende de cuantos tests se hacen, sino la saturación del sistema sanitario, que es el preludio al aumento de mortalidad. Ayer tenían un 20% de camas ocupadas por enfermos de covid-19 (40% en las uci), una situación que se acerca al colapso.

Un artículo publicado en 'The Lancet' esta semana situaba España, después de medir una serie de indicadores, entre los países que peor se han enfrentado a la crisis, junto a Brasil, Estados Unidos y Colombia. La razón es que, desde el principio, se ha ido un par de pasos por detrás, en lugar de ir dos por delante. Esto tal vez se podía justificar en marzo, cuando las incógnitas eran numerosas, pero no ahora que se puede prever hacia dónde van las cosas porque hay suficientes voces expertas anticipando correctamente la evolución de la pandemia. Es obvio que hay una falta de liderazgo competente.

Parte del problema es que la política se ha inmiscuido demasiado en la gestión. Cuando Catalunya y Aragón fueron las primeras en sufrir rebrotes después del confinamiento, la reacción fácil fue atribuirlo a la inoperancia de los gobiernos locales. Pero este no era el origen del problema: la desescalada rápida y prematura, sumada al ansia de recuperar una normalidad imposible, hacían los rebrotes inevitables. Lo que se necesitaba entonces era que el resto de comunidades se hubiesen preparado para hacer frente en mejores condiciones el reto que les estaba a punto de caer encima. Ahora vemos las consecuencias de no haber hecho los deberes.

Y siguen sin aprender la lección. El anuncio de Díaz Ayuso de restringir solo la movilidad en ciertas áreas de la comunidad de Madrid y no reunirse con Pedro Sánchez hasta el lunes demuestra lo poco que entienden todavía algunos políticos como funciona el covid-19. Hemos visto que lo que hay es actuar rápido y con contundencia. Al igual que ocurrió en la primera ola, ya están tardando a sellar la capital. El confinamiento y la limitación de la actividad social deben ser siempre la última opción, por el fuerte impacto social y económico que tienen, pero hay que ser lo suficientemente valiente para reconocer cuando hay que aplicarlos para evitar males mayores.

Madrid tiene un problema. Pero Catalunya también. Y el resto del país, y todo el mundo, porque este virus no se está quieto. La ignorancia, arrogancia e incompetencia de algunos líderes es un peligro no solo para el territorio que gobiernan sino para la salud global. En lugar de caer en la complacencia de celebrar la inutilidad de los rivales políticos, se debe anticipar el próximo movimiento. No tenemos muchas herramientas para contener el virus mientras no llega la vacuna y, hasta cierto punto, jugamos la partida con desventaja. Pero lo que no podemos hacer es ponerle las cosas más fáciles cometiendo errores que ya deberían haber sido superados, porque el precio se paga en vidas humanas.

[Publicado en El Periódico, 19/09/20. Versió en català.]

[BONUS: Una entrevista sobre el tema en un artículo de El Confidencial]

martes, 15 de septiembre de 2020

Hagamos todas las pruebas y sin prisas

Tenemos claro que la pandemia de covid-19 no se acabará hasta que una parte suficientemente grande de la población haya recibido una vacuna que genere anticuerpos protectores. Por eso hay tanto interés en cualquier información relacionada con las vacunas más avanzadas. El anuncio de un caso con complicaciones graves en las últimas pruebas que quedan por superar a la de AstraZeneca, desarrollada en Oxford, ha hecho saltar las alarmas. ¿Qué significa esto exactamente?

La consecuencia inmediata es que el proceso se retrasará hasta que se haya estudiado bien el caso. Aún no sabemos si el problema lo ha causado la vacuna y, de ser así, si es excepcional o se debe esperar con cierta frecuencia. No nos podemos permitir efectos secundarios importantes, ni que sean rarísimos, porque la vacuna se debería dar a miles de millones de personas. La cantidad final de afectados podría ser muy elevada.

¿Es el fin de la esperanza de tener una solución en los próximos meses? No necesariamente. Debería ser el fin de las prisas. La presión a la que están sometidos los científicos es comprensible pero peligrosa. Puede hacer que se vean empujados a saltarse algunas pruebas clínicas, lo que podría ser desastroso. Esto es lo que ya han anunciado que les ha pasado a Rusia y China: han aprobado tres vacunas (la Spunitk V los primeros y de CanSino y Sinovac los segundos) sin haber superado la fase 3. Los ciudadanos podrían estar recibiéndolas sin las garantías mínimas. Sin embargo, no nos consta que todavía nadie haya vacunado, pero conociendo la transparencia habitual de estos países, no debería extrañarnos nada.

El parón temporal de los tests de la vacuna de Oxford tiene dos cosas positivas. Primera, nos demuestra que la fase 3 es necesaria. Normalmente, los efectos adversos que solo aparecen ocasionalmente no se detectan en las primeras dos fases de los estudios, porque el fármaco se da a poca gente. Solo cuando el número de voluntarios se amplía a miles podremos saber si existen estos síntomas raros. Segunda, nos dice que los protocolos funcionan: si hay un posible problema, se detecta. Una conclusión importante a estos puntos es que, cuando una vacuna supere esta fase final, se podrá administrar con tranquilidad.

Continuamos, pues, pendientes de los datos de los diversos estudios clínicos en marcha, pero con paciencia. Las vacunas estarán listas cuando lo tengan que estar. Puede que alguna se quede por el camino, pero hay suficientes alternativas (nueve actualmente en fase 3, y cinco más en fase 2) como para confiar en que al menos una llegará al final de la carrera con éxito. Si esto pasará en noviembre, o en enero, o en abril no lo puede predecir nadie.

Por eso no tiene sentido anunciar ahora cuándo se podrán administrar las primeras dosis. Esta información no la sabemos. Poner fecha de entrega a la vacuna solo confunde y hace que te sientas estafado si las cosas no funcionan, que es uno de los resultado posibles. Tenemos que aprender a convivir con la incertidumbre, por incómodo que sea, exigir que se hagan las pruebas sin prisas y no caer en triunfalismos antes de tiempo.

[Publicado en El Periódico, 10/09/20. Versió en català.]

viernes, 4 de septiembre de 2020

¿Qué pasará cuando abran las escuelas?

 A estas alturas, deberíamos ser todos conscientes de que estamos ante uno de los retos más importantes desde el inicio de la pandemia: la llegada del otoño. Algunos previeron que este iba a ser un verano tranquilo, de una cierta vuelta a la normalidad después de la intensidad del primer pico, pero ya avisamos de que, si nos relajábamos, acabaríamos precisamente donde estamos ahora: comenzando una segunda ola justo cuando se acerca la bajada de las temperaturas (que facilitará los contagios), el final de las vacaciones (que saturará los transportes públicos) y el regreso a las escuelas. Encaramos los meses más duros en peores condiciones de lo que sería deseable.

Continuamos demostrando una falta de previsión fenomenal. Si hicimos la desescalada sin tener a punto ninguna de las herramientas de control de rebrotes (tests masivos, rastreos y capacidad de limitar movimientos), ahora abriremos las clases con solo cuatro medidas tomadas a toda prisa. Otros países lo están haciendo mucho mejor. En primavera, cuando aún no conocíamos el comportamiento del virus, estas carencias quizá se podían justificar, pero ahora cuesta entender que las administraciones no hayan hecho los deberes y que tampoco hayan aprovechado el verano para planificar con calma el curso. Nos enfrentamos a un problema sustancial y las soluciones, que existen, no son fáciles de organizar.

Uno de los escollos es la confusión sobre el SARS-CoV-2 y los niños. Es cierto que suelen ser asintomáticos, pero se contagian con una frecuencia similar a la de los adultos, según confirman los estudios serológicos y las PCR actuales. Además, pueden tener una carga viral (el número de virus en el cuerpo) igual o superior. Así pues, los niños no son resistentes a la infección, solo reaccionan de una manera más suave. Lo que no sabemos, porque todavía no hay datos, es si son igual de contagiosos. Considerando que pueden expulsar una cantidad similar de virus, podríamos pensar que sí. Tampoco sabemos si las escuelas son un foco importante de infecciones. Durante buena parte de la pandemia han estado cerradas y donde han abierto ha habido algunos rebrotes, pero no conocemos cómo han influido en el resto de la población.

En medio de esta incertidumbre, el miércoles pasado se anunciaron las conclusiones de un estudio que la plataforma Kids Corona del Hospital Sant Joan de Déu ha hecho con cerca de 2.000 niños durante cinco semanas de colonias en 22 'casals' de Barcelona. Es un análisis exhaustivo necesario, por lo que decíamos de la falta de datos, que ha revelado que en estos entornos hay poca transmisión. Se enarbolaron estos resultados para pedir tranquilidad, pero el estudio no demuestra que la tasa de contagio entre los niños sea más baja que en la de la población en general, como interpretan algunos, porque no está diseñado para medir esto. Solo dice que, en grupos pequeños, en espacios abiertos y con medidas adecuadas (mascarilla, lavado frecuente de manos y 'burbujas'), los contagios son mínimos. Son buenas noticias, pero, citando la nota de prensa, los resultados no son directamente extrapolables a otras condiciones. O sea, no nos explican qué pasará en las escuelas, donde todos estos factores serán diferentes. Hay que tener presente, además, que las cantidades de virus que circulan ahora son bastante más elevadas que las que había en junio y julio, cuando se hizo el análisis, lo que aumentará el riesgo.

Seguimos, pues, ante un montón de incógnitas. Nada nos permite asegurar que las aulas serán lugares protegidos de la propagación del virus, ni podemos garantizar que las escuelas no actuarán como nodos importantes de transmisión comunitaria. Hay muchas posibilidades de que no sea así, es cierto, pero los errores pasados nos dicen que no podemos confiar en la suerte. La única opción que nos queda ahora es prepararnos para lo peor tan bien como podamos (y esperar que no haga falta): ratios bajas, distancia, sesiones en el exterior mientras sea posible... Aunque tengamos poco tiempo y poco presupuesto para implementar las medidas necesarias, tenemos que hacer todos los esfuerzos.

Por último, quiero tranquilizar los padres que están sufriendo por sus hijos: sabemos que a la gran mayoría de ellos el virus no les hará nada. Quienes peligramos somos los adultos, que podemos contraer la enfermedad si nos la pasan cuando lleguen a casa. Nosotros sí somos susceptibles a la forma severa del covid-19. Ahora bien, no perdamos la perspectiva: corremos muchos más riesgos yendo a cenar o tomar unas copas con los amigos en espacios cerrados, sin mascarilla ni guardando distancias (situaciones que vemos muy a menudo estos días), que dando un beso a los chicos cuando vuelvan de la escuela. Seamos prudentes y, sobre todo, seamos razonables.

[Publicado en El Periódico 31/08/20. Versió en català.]

martes, 18 de agosto de 2020

Unas medidas y un consenso necesarios

 El anuncio de una nueva lista de actuaciones preparadas por el Ministerio de Sanidad para hacer frente al covid-19 es positivo. Hay tres factores en estos momentos que aumentan el riesgo de contagio: la falta de distancia social, no llevar mascarilla y las aglomeraciones en lugares cerrados. Son circunstancias que se dan frecuentemente en entornos de ocio nocturno. Además, los estudios confirman que buena parte de los rebrotes se ven entre los jóvenes, consumidores mayoritarios de esta forma de entretenimiento. El cierre provisional de algunos locales y las limitaciones en otros, en un momento clave para el control de la curva, tiene sentido.

Desde el principio, el Gobierno ha tenido que navegar entre proteger la salud o la economía. Parece que no se pueden hacer las dos cosas a la vez, y tal vez no se puede al 100%, pero se han de buscar alternativas. En todo caso, la salud siempre debe tener prioridad cuando estamos hablando de la supervivencia de la población (recordemos que llevamos cerca de un millón de muertes en el mundo, y todavía no estamos en la fase de bajada). Por eso, las medidas que se acaban de aprobar son adecuadas, basándonos en lo que sabemos de la transmisión del virus (incluso la prohibición de fumar si no hay suficiente espacio).

Ahora bien, no se debe ignorar el impacto económico que tienen. Poner en riesgo la salud de la población para no hacer daño a la economía no es una opción viable, pero abandonar a los que dependen de estos negocios a su suerte tampoco lo es. A la vez que se anuncian planes sanitarios deben preverse rescates para garantizar que las familias que se verán afectadas puedan llegar a fin de mes. Otros países europeos ya lo han hecho, deberíamos tomar ejemplo.

Las nuevas regulaciones servirán de poco, sin embargo, si no nos implicamos todos. El contagio en círculos familiares y de amigos es uno de los otros grandes problemas, pero esto se ha hecho hincapié en optar por encuentros de grupos pequeños y estables. Hay que seguir esta medida rigurosamente. Y, mientras tanto, el Gobierno debe continuar aumentando los cribados y los rastreos, uno de los puntos débiles en las últimas semanas y que ahora son más importantes que nunca.

Un hecho especialmente positivo (y hasta cierto punto sorprendente) de este nuevo acuerdo es que se ha llegado a él por unanimidad. La gestión de una pandemia debería ser unitaria, a ser posible a nivel planetario o al menos en territorios lo más amplios posible. Esto aún no lo hemos conseguido (ni siquiera tenemos unas directrices básicas a nivel europeo), pero al menos esta vez ha habido sintonía a nivel estatal. Es mejor eso que lo que vimos al principio de la crisis (el Gobierno imponiéndose a las autonomías) o al principio de la desescalada (cada autonomía por su cuenta, sin apoyo central ni acceso a las herramientas necesarias). La coordinación es esencial, pero solo funciona si se hace consensuada con los territorios, que son los que conocen mejor los problemas y deberán aplicar las medidas. Hay unidad, pero también flexibilidad para que los planes se puedan adaptar a cada realidad. Se acercan días críticos, pero parece que nos enfrentamos con la actitud adecuada.

[Publicado en El Periódico, 15/08/20. Versió en català.]

martes, 4 de agosto de 2020

Los retos de la vacunación

Cada etapa de esta pandemia tiene sus retos. Antes de que llegara, había que haber diseñado un plan de respuesta universal y haber financiado mejor la investigación básica sobre una familia de virus que llevaba años en la lista de enemigos potencialmente peligrosos. Cuando comenzó, la clave era detectar rápido los brotes y aislar las zonas más afectadas para evitar que los casos se extendieran. Después del confinamiento, había que estar preparado para que, cuando aparecieran los inevitables rebrotes, se identificaran los nuevos positivos con celeridad y se les pudieran rastrear a fondo los contactos. Hasta ahora, los resultados de las tres primeras rondas han sido pobres en muchos países, contando el nuestro: ha fallado estrepitosamente en cada uno de los aspectos que los expertos avisaban que había que tener a punto. Quizá algún día, cuando todo esto haya pasado, alguien hará un análisis imparcial y nos revelará por qué no se pudo hacer mejor, para poder aprender así los errores.

Pero quejarse es poco útil. Quizá mejor prepararse para el siguiente reto, esto aún no ha terminado, para que no digan (de nuevo) que nos tomó por sorpresa. A estas alturas, deberíamos tener claro que el problema se acabará cuando tengamos una vacuna (o más de una) que nos permita conseguir la inmunidad de grupo sin tener que pagar el precio del 1% de mortalidad que veríamos si dejáramos que la gente se fuera infectando por su cuenta. Así pues, la cuarta fase de la pandemia será vacunar a una gran parte de la población mundial. Los desafíos, entonces, serán al menos dos.

El primero, conseguir que todo el mundo se quiera vacunar. Podemos ridiculizar todo lo que queramos a quienes se tragan historias fantasiosas sobre billonarios intentando controlar el planeta a través de inyecciones, el complot de las farmacéuticas para colocarnos fármacos que no hacen ninguna falta y la conspiración de los Illuminati para vendernos un virus que ni siquiera existe, pero si todos estos ciudadanos mal informados (que no son pocos) rechazan la vacuna cuando llegue, el problema no solo será suyo, sino de todos: es necesario que el porcentaje de inmunizaciones llegue a unos mínimos para que no haya más olas de covid-19.

Ya que seguramente no los podremos obligar, empecemos a trabajar el tema de la comunicación. Debemos explicar muy bien por qué la vacuna es la única solución que tenemos actualmente y que, aunque se esté yendo más rápido de lo normal a la hora de realizar los ensayos clínicos, las posibilidades de efectos secundarios graves serán prácticamente nulos una vez las pruebas básicas de seguridad se hayan superado. Miles de personas han recibido ya una de las cuatro que están más avanzadas, y de momento no ha habido ninguna reacción inesperada, como ocurre con la mayoría de las vacunas. Y sí, unas cuantas multinacionales se enriquecerán, pero Bill Gates no conseguirá teledirigirnos las mentes por mucho que se lo proponga.

El segundo reto tiene que ver con el sistema capitalista que impone la dictadura del mercado incluso en temas de salud. ¿Por qué se esfuerzan tantos países en ser los primeros en obtener una vacuna? El orgullo nacional es una razón, pero hay otra más pragmática: las dosis iniciales que se fabriquen serán para ellos. El Reino Unido ha reservado 90 millones unidades de la vacuna de AstraZeneca. Los estadounidenses se están asegurando los lotes iniciales que produzca Moderna. El Gobierno chino no creo que empiece a distribuir la de Cansino hasta que tenga a su población cubierta. Y los alemanes seguramente controlarán los estocs de la de Pfizer. Otros países ya están negociando para quedarse con las migajas que dejen los que tienen la prioridad garantizada. Es un sistema injusto, sin duda, pero ahora no conseguiremos cambiar las reglas del juego.

¿Qué hacen nuestros dirigentes para garantizar que no seremos los últimos de la cola? Puede que estén moviendo hilos discretamente entre bastidores y no sepamos nada, aunque, de momento, no ha habido ningún anuncio sobre el tema. La directora de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios sí que dijo hace unos días que el país participaría en pruebas clínicas y que tenía apalabrada la fase de envasado de la vacuna de Moderna. Esperamos que, a cambio, le haya arrancado a Donald Trump unas cuantas cajas de las primeras remesas. También dijo que deseaba que hubiera un acceso a las vacunas "justo y solidario". Ojalá su optimismo sea premonitorio pero, por si acaso, vayamos pensando en un plan B. Aún nos quedan unos cuantos meses para prepararnos para el próximo examen. Aprovechémoslos bien.

[Publicado en El Periódico, 28/07/20. Versió en català.]

viernes, 31 de julio de 2020

Tengamos un buen verano

La pandemia no ha terminado. Nos cuesta entenderlo, porque el número de casos en buena parte de Europa se ha reducido a unos mínimos tolerables. Pero la semana pasada llegamos al récord de casos diarios desde el inicio, sobre todo porque América está viendo ahora el pico que nosotros sufrimos hace unos meses (y la India va detrás). Además, ellos tienen un problema importante: la incompetencia de algunos de sus líderes parece que no tiene límites. La gestión de la crisis en Europa fue desastrosa al principio, pero al menos, cuando se entendió que la única manera de parar los contagios era evitar el contacto, la curva se allanó rápidamente, excepto en los lugares donde decidieron ir por libre y optar por un confinamiento 'light' (en el Reino Unido, por ejemplo, todavía no nos hemos quitado de encima del todo la primera ola).

Así, pues, hemos de ser conscientes de que aún nos queda mucha pandemia por delante, porque, mientras el virus continúe campando libremente por algún rincón del globo, el peligro de rebrotes no habrá terminado. A estas alturas parece claro que no se irá solito: es bastante contagioso y está bastante extendido por el mundo  para continuar siendo pandémico hasta que hagamos algo. Este 'algo' es la vacuna, que todo parece indicar que podría estar a punto incluso antes de las estimaciones más optimistas (se está hablando ahora de este otoño).

La que está más avanzada, la que desarrolla el grupo de Oxford, ha entrado en el último nivel de pruebas clínicas (la fase 3), y la farmacéutica que hay detrás tiene tanta confianza que ya ha comenzado a fabricar las primeras dosis por si todos los resultados salen positivos. Es una apuesta que les puede salir cara si aparece algún obstáculo de última hora, que no es imposible, pero que nos puede ahorrar unos meses preciosos si todo va bien. La parte de producción y administración de la vacuna será más larga que la del desarrollo científico, y lo más probable es que no consigamos la preciada inmunidad de grupo (al menos el 50%-60% de la población cubierta) hasta bien entrado el 2021, si tenemos suerte.

También es muy posible que más vacunas crucen la línea de meta (ahora mismo hay otra en fase 3, nueve en fase 2, nueve en fase 1 y más de 125 en estudios preliminares), y quizá a lo largo del año que viene irán llegando al mercado. Unas serán mejores que otras (más fáciles de producir, más efectivas ...), y la combinación de todas ellas es seguramente lo que nos permitirá inmunizar a más de medio planeta y condenar así al SARS-CoV-2 a la irrelevancia.

Este resultado final es prácticamente seguro, si tenemos en cuenta que el coronavirus muta muy poco y, por lo tanto, la protección que confieran las vacunas debería durar una buena temporada. Sería muy raro que ninguna de las más de 150 vacunas en juego funcionara, creo que podemos ser optimistas. Pero, si os fijáis, esta previsión implica más de un año de "nueva normalidad". Esto quiere decir que tendremos que continuar teniendo cuidado.

Comienza un verano que no será como los otros, más vale que lo tengamos presente. Como no lo será el resto del 2020 y al menos buena parte del 2021. Tal y como anunciábamos cuando comenzó la desescalada, en esta fase lo que debemos esperar son rebrotes que, si no se controlan lo suficientemente rápido, pueden requerir nuevas restricciones e, incluso, nuevos confinamientos en zonas concretas. Lo hemos visto ya en Asia, que sigue yendo por delante, y está empezando a pasar en Europa, pese a que las altas temperaturas de estos meses dificulten en parte la propagación del virus. El objetivo es evitar que estos rebrotes se descontrolen y acaben formando la segunda ola de la pandemia, tal como está ocurriendo en lugares como Irán. Nada nos garantiza que esta posible ola espere hasta el otoño, como pronostican algunos, sobre todo si nos relajamos demasiado durante las vacaciones. La capacidad de los gobiernos de hacer tests masivamente y de actuar con rapidez es lo que marcará la diferencia. Pero más aún lo hará la sensatez de los ciudadanos. El país que mejor entienda lo que nos estamos jugando ahora es el que sufrirá menos.

Sabemos que actualmente se han diagnosticado en todo el mundo más de nueve millones de casos de covid-19 (basándonos en estudios serológicos, lo que seguramente significa más de 90 millones de infectados reales), con una mortalidad declarada cercana al medio millón (que, según algunos cálculos, en realidad se aproximaría más al millón). No es una enfermedad trivial: más vale que nos la tomemos tan serio como podamos y nos esforcemos en reducir al máximo los contagios hasta que llegue la vacuna. Recordémoslo si queremos tener un buen verano.

[Publicado en El Periódico, 29/6/20. Versió en català.]

jueves, 16 de julio de 2020

¿Hay que preocuparse por los nuevos rebrotes?

En un congreso, hace unas semanas, me fijé en un modelo matemático que predecía que, si el confinamiento se hubiera mantenido en España al menos hasta mediados de julio, los casos de covid-19 habrían llegado prácticamente a cero. Entonces, con el país 'limpio', se habría podido volver a hacer vida normal (al menos mientras las fronteras estuvieran cerradas). El Gobierno optó por no hacer caso a esta y otras previsiones, y arriesgarse a empezar la desescalada antes de hora, priorizando las razones económicas por encima de la epidemiología. Esta es la raíz del problema que tenemos ahora: los rebrotes. La situación no es inesperada. Es, por tanto, inexcusable que no nos hayamos preparado adecuadamente para hacerle frente.

No podemos restar importancia a lo que está pasando solo porque, de momento, haya menos casos graves y muertes: ya llegarán si seguimos así. La curva de contagios está de subida y ya hemos visto que se puede descontrolar fácilmente. Cuando hay una cierta cantidad de casos, es difícil frenarla porque este virus es muy infeccioso.

El brote en Lleida es el primero importante y nos debe servir como aviso de lo que puede venir a continuación. La precaria situación de los temporeros aceleró la escalada, pero un factor de riesgo importante sigue siendo la densidad de población. Era de esperar que Barcelona fuera la siguiente ciudad en entrar en la zona roja. En este caso, tratar a L’Hospitalet como una entidad separada es absurdo. El virus no se detendrá antes de cruzar una calle. Toda el área metropolitana, el territorio más populoso de Catalunya, se debería mirar conjuntamente.

Los brotes activos en esta zona aún son pocos, y eso es bueno. Esto quiere decir que estamos a tiempo de evitar que se compliquen. Pero no lo conseguiremos esperando, sino interviniendo activamente. Después de la experiencia de los primeros meses, sabemos que solo hay tres cosas que puede detener la propagación del virus: diagnósticos rápidos (muchos PCR), seguimiento de contactos de los positivos (un rastreo efectivo) y confinamiento. Lo que ha pasado a Lleida demuestra que estas medidas no estaban a punto. Quizá se hacen más tests que antes, pero la capacidad de rastreo es deficiente y no podemos aislar zonas con eficacia sin meternos en una maraña legal.

Si no disponíamos de estas herramientas, ¿por qué desconfinamos el país? Es hasta cierto punto comprensible aceptar ciertos riesgos para facilitar la recuperación económica, pero lo que no podemos es poner el coche a 200 kilómetros por hora sin comprobar que los frenos funcionan. En la primera curva nos despeñaremos. Y sabíamos que este viaje está lleno de curvas.

Aún hay tiempo de subsanar las carencias, pero el margen es cada vez más pequeño. Los gobiernos tienen la responsabilidad de estar a punto para hacer frente a las crisis (sobre todo si son tan previsibles como esta), pero no son los únicos culpables de los fracasos. Recordemos que todos debemos contribuir evitando ahora más que nunca las situaciones de riesgo personales y laborales. Si no, los rebrotes aumentarán y se acabarán convirtiendo en una segunda ola, tal como hemos visto en Estados Unidos y otros países. Seamos conscientes.

[Publicado en El Periódico, 14/7/20]

viernes, 10 de julio de 2020

Por qué hay rebrotes y qué debemos hacer

Da mucha rabia escuchar aquello de "yo ya lo había dicho". Pero hay situaciones en las que aún da más rabia ser quien lo tiene que decir. Eso es lo que les está pasando a muchos científicos estos días, que en cuanto se empezaron a anunciar las desescaladas en varios países de Europa avisaron que los rebrotes serían inevitables. No era una previsión difícil de hacer: si el confinamiento funcionaba tan bien a la hora de frenar en seco los contagios (diversos estudios han demostrado que cuanto más rápido y severo, más efectivo ha sido), en el momento en que se acabase y se reiniciasen los contactos sociales las situaciones de riesgo aumentarían inmediatamente y, por lo tanto, los casos volverían a subir. Efectivamente, ha sido así. La cuestión no era, pues, cómo evitar los rebrotes que, si queremos volver a poner otra vez en marcha el país en estas condiciones eran seguros, si no qué hacer cuando sucediesen. Es decir, era necesario estar bien preparado para detenerlos inmediatamente. Aquí es donde estamos fallando.

Es cierto que la despreocupación de los jóvenes es peligrosa, y una de las raíces del problema que tenemos. Pero lo que está pasando en Lleida es parecido a lo que se ve en Leicester, la primera ciudad del Reino Unido que se ha tenido que reconfinar (y el lugar donde vivo desde hace 12 años). No son ciudades muy grandes ni especialmente densas, pero cuentan con una actividad económica concreta que es susceptible a la explotación (los temporeros en Lleida, las fábricas de ropa en Leicester), llevada a cabo por mano de obra barata, a menudo inmigrante, que ha de trabajar y vivir en condiciones precarias y no puede quedarse en casa porque necesita el dinero para subsistir.

Culpar a los trabajadores de estos brotes es fácil y populista. Los verdaderos responsables son quienes les contratan para trabajar en unas condiciones que no respetan las medidas sanitarias vigentes. Parte del problema es también que el gobierno no tenga un sistema para controlar y facilitar que todos los empresarios sigan la normativa. Y aún es más grave no estar a punto para hacer frente a los rebrotes.

Tanto en Lleida como en Leicester hemos visto el mismo titubeo a la hora de reaccionar y una falta de información actualizada, que a estas alturas no es aceptable. Cerremos el círculo y volvamos al principio: sabíamos que íbamos hacia aquí y sabíamos qué teníamos que hacer para prepararnos. ¿Tenemos los hospitales a punto? ¿Estamos haciendo suficientes tests? ¿Somos capaces de rastrear a fondo los contactos de los infectados? Si alguna de las respuestas es no, entonces tenemos que preguntar qué no se ha hecho bien.  

Si queremos evitar una segunda oleada tenemos que ser más eficaces frenando los rebrotes para que no crezcan. Eso implica trabajar a dos niveles. Primero, concienciar a la población de que el momento que vivimos es frágil. Aunque esta no es la única solución ahora más que nunca tenemos que hacer caso de las recomendaciones (mascarillas, distancia, lavar las manos, evitar multitudes). Segundo, tenemos que exigir que los gobiernos utilicen todos los recursos posibles para detectar y detener los rebrotes antes de que se compliquen. Las herramientras existen, solo hace falta utilizarlas bien. 

[Publicado en El Periódico, 07/07/2020. Versió en català.]

jueves, 25 de junio de 2020

Nuevas conclusiones sobre la cloroquina

Hace unos días publiqué un artículo sobre la cloroquina como tratamiento para el covid-19. Desde entonces, han pasado tantas cosas, sobre todo durante una intensa primera semana de junio, que me veo obligado a escribir la segunda parte para actualizar (y espero que cerrar) la cuestión. Empiezo resumiendo dónde nos habíamos quedado.

La cloroquina y sus derivados son fármacos que se han estado dando rutinariamente desde el principio de la pandemia en personas infectadas por SARS-CoV-2 sin que hubiera ningún dato que demostrara que servía para nada. La razón era una tenue hipótesis que decía podía frenar la propagación de este y otros virus. Los estudios para comprobarla estaban en marcha y, finalmente, el primero se publicó a finales de mayo en 'The Lancet'. Aseguraba que la cloroquina no solo no era útil si no que aumentaba la mortalidad de los enfermos de covid-19. La noticia corrió como la pólvora y yo escribí mi comentario el domingo 31 de mayo celebrando que se hubiera resuelto la duda.

Pero algo no cuadraba. Científicos de todo el mundo (incluidos algunos que trabajan en Barcelona) escudriñaron la información clave que aparecía en el apéndice del artículo y se dieron cuenta de que era imposible. Hablaba de un número irreal de pacientes en todo el mundo y unos tratamientos que no eran factibles. Parecía que alguien lo había inventado todo. Tirando del hilo, unos periodistas vieron que detrás del engaño había una pequeña compañía americana que se suponía que había procesado los datos, pero que en lugar de analistas tenía una escritora de ciencia ficción y una modelo erótica como empleadas, y un director megalómano con un pasado oscuro. El lunes 1 de junio saltaba la liebre y la revista, avergonzada, retiraba el artículo al cabo de poco.

Volvíamos a estar en el punto de partida: no sabíamos si la cloroquina funcionaba. El misterio duró poco, porque el 4 de junio aparecía otro trabajo que demostraba que no servía para evitar desarrollar la enfermedad si habías estado expuesto al virus. Recordemos que Donald Trump se lo estaba tomando precisamente como prevención. Los resultados eran sólidos (y los confirmaría unas semanas después un estudio clínico de un grupo catalán). Finalmente, al día siguiente, un análisis realizado en 5.000 pacientes demostraba, esta vez sí, que las personas enfermas de covid-19 no mejoran si les das cloroquina.

¿Qué conclusiones podemos sacar? Primera, que las prisas no son buenas. La presión hace que se publiquen datos que no se han comprobado con rigor (una revista tan prestigiosa como 'The Lancet' no se deja marcar este tipo de goles habitualmente), al igual que hace que se administren fármacos que nunca deberían haber llegado los enfermos. Segunda, que la ciencia se autorregula bastante bien. El escrutinio al que se someten los artículos relevantes hoy en día, por parte tanto de los propios científicos como de la prensa y el público, hace que sea muy difícil hacer pasar gato por liebre, como tal vez era más frecuente antes. Normalmente se tarda poco a cazar los estafadores (lo que hace pensar como alguien puede ser tan estúpido para intentar un engaño de esta magnitud). Tercera, y quizá la más importante, que la cloroquina no protege contra el covid-19, ni lo cura. En este sentido, la conclusión principal de mi primer artículo no ha variado: no se debía haber usado hasta haber hecho las pruebas pertinentes.

Parece que los primeros fármacos que realmente nos servirán en esta pandemia no detendrán el virus, como se esperaba que hiciera la cloroquina o como hace el remdesivir (aunque es demasiado caro, complicado de administrar y poco efectivo como para darse masivamente), sino que salvarán vidas evitando las complicaciones frecuentes. Se ha publicado estos días que la dexametasona (un corticoide barato conocido desde hace décadas) o los inhibidores de una proteína llamada BTK (unos fármacos que se dan para la leucemia) frenan lo que se conoce como tormenta de citoquinas, una respuesta inmune exagerada que, en lugar de protegernos contra el virus, ataca los propios órganos y puede provocar la muerte. Del mismo modo, unos simples anticoagulantes pueden proteger en los casos más graves, evitando que se formen unas trombosis que a menudo son letales.

Nada de esto es la solución que esperábamos, pero ayudará a reducir el número de víctimas, que aún podría aumentar considerablemente. Recordemos que la pandemia sigue activa en muchos lugares y ya hemos empezado a ver rebrotes en los países que la habían superado. Mientras no llegue la vacuna, esto es lo que nos ofrece la ciencia que, a pesar de algún tropiezo, avanza tan rápido como puede.

[Publicado en El Periódico, 20-6-20. Versió en català.]

sábado, 6 de junio de 2020

12




Celebramos la primera docena de años desde que empecé a hacer divuglación. Y aquí seguimos.

viernes, 5 de junio de 2020

¿Qué ha pasado con la cloroquina?

La cloroquina y derivados como la hidroxicloroquina son fármacos que desde mediados del siglo XX se han utilizado para prevenir y tratar la malaria. Con los años, el microbio que causa esta enfermedad ha ido desarrollando cierta resistencia, por eso ahora se utilizan más otras opciones. También sirven para tratar enfermedades como la artritis reumatoide e interfieren en la multiplicación de algunos virus. Por eso al principio de la pandemia de coronavirus se pensó que podrían detener el progreso del SARS-CoV-2 y en algunos países comenzaron a administrarse a los enfermos. El problema era que no existía ninguna información que sugiriese que el coronavirus era sensible a ellos.

Esto no impidió que, en febrero, la FDA (la agencia que regula los medicamentos en Estados Unidos) aprobara el uso contra la covid-19 en caso de emergencia. La práctica comenzó a extenderse, hasta el punto de que miles de pacientes en todo el mundo empezaron a recibir alguna forma de cloroquina (a menudo, acompañada de antibióticos para evitar infecciones por bacterias que complicaran el cuadro). Sin embargo, nadie había podido probar aún que sirviera para nada.

Entonces entró en escena el microbiólogo Didier Raoult, uno de los científicos más famosos de Francia (a menudo rodeado de un aura polémica), y a mediados de marzo anunció lo que todo el mundo esperaba: que estaba a punto de publicar un artículo que confirmaba que los enfermos de covid-19 mejoraban rápidamente y dejaban de ser contagiosos si tomaban el fármaco. Se hizo aún más famoso (hasta el punto de que algunos se preguntan si no era este el objetivo principal del estudio) y la cloroquina pasó a ser el tratamiento de elección.

Pero había cosas que no cuadraban. Los trabajos que acabó presentando Raoult eran muy preliminares. Los había realizado con pocos pacientes (24) y sin seguir los pasos necesarios para que se pudieran sacar conclusiones firmes. Los expertos comenzaron a expresar recelos: aquello no demostraba nada; había que hacer más análisis. A pesar de la falta de datos, la presión popular hizo que la cloroquina entrara en el estudio organizado por la OMS (llamado ‘Solidaridad’) para probar en 100 países los tratamientos con más posibilidades de frenar la covid-19. Pero mientras tanto, desesperados por no poder administrar nada a los enfermos que acababan ingresados, muchos hospitales ya habían abrazado la cloroquina como solución principal y continuaban administrándola, aunque las dudas eran razonables.

Todo empieza a cambiar cuando Donald Trump anuncia a finales de mayo que toma cloroquina de forma profiláctica. Que alguien que antes había recomendado estudiar si se podría tratar el covid-19 con lejía crea tan ciegamente en el fármaco como para tomarlo estando sano es mala señal, y más si después recibe el apoyo de otro célebre ignorante como Jair Bolsonaro. Para acabar de remachar el clavo, tanto en el Gobierno estadounidense como en el brasileño dimiten altos cargos de Sanidad que, entre otras cosas, se oponen a aprobar el uso generalizado de la cloroquina en los hospitales. Pero al otro lado del Atlántico continúa administrándose rutinariamente sin tanto alboroto y, cada vez que alguien muestra escepticismo en las redes sobre el uso indiscriminado de un fármaco que ningún dato fiable dice que sea útil (y que tiene unos efectos secundarios conocidos), recibe respuestas airadas de gente que cree que hay un complot oscuro en contra.

Finalmente, hace unos días se publican los primeros resultados del estudio ‘Solidaridad’ en ‘The Lancet’: no solo la cloroquina y la hidroxicloroquina no presentan ningún beneficio contra el SARS-CoV-2, sino que su impacto negativo es importante, sobre todo en el corazón, hasta el punto de que la mortalidad de los pacientes ingresados que la han tomado (15.000) es el doble que la de los que no lo han recibido (más de 80.000). Son datos difíciles de discutir. En consecuencia, la OMS anuncia que retira la cloroquina de todos los ensayos clínicos que tiene en marcha, por motivos de seguridad. Esto debería ser el tiro de gracia para unos fármacos que no deberían haber llegado nunca a los enfermos de covid-19, y es de esperar que dejarán de darse inmediatamente a los sitios donde todavía se utilizan.

¿Qué podemos aprender de esta historia? Que debemos esperar que la ciencia haga su trabajo. Que la ciencia es lenta pero por un buen motivo: se deben seguir unos protocolos rigurosos si quieres tener resultados fiables. Que debemos desconfiar de científicos ansiosos de salir en primera página: es posible que la avaricia les haya hecho tomar atajos peligrosos. Y que las prisas son comprensibles pero nunca debemos dar fármacos por si acaso: corremos el riesgo de que no funcionen e incluso de que sean nocivos. Esperamos que el ‘Solidaridad’ descubra algún candidato mejor.

[Publicado en El Periódico, 1/6/20. Versió en català.]

viernes, 22 de mayo de 2020

Algunos posibles futuros que nos esperan

El filósofo Slavoj Žižek ha publicado un libro exprés en el que reflexiona hacia dónde irá el mundo una vez superamos el covid-19. Da la impresión de que Žižek ve el virus como un agente revolucionario al que solo sobreviviremos si reestructuramos a fondo la sociedad capitalista. No es el único pensador que cree que el SARS-CoV-2 dejará una huella profunda en la manera de hacer las cosas y que nos encaminamos hacia un futuro radicalmente diferente al que habríamos tenido si esta pandemia no nos hubiera trastornado los planes. Me parece poco probable, si tenemos en cuenta cómo somos los humanos: seguramente acabaremos volviendo a los viejos hábitos. Pero estos ejercicios de futurología son poco útiles, porque es imposible hacer predicciones precisas a larga distancia cuando todavía nos quedan meses de crisis y hay tantos factores desconocidos. Lo que sí podemos hacer es centrarnos en los aspectos científicos y repasar algunos de los caminos posibles que puede seguir el virus a partir de ahora, basándonos en pandemias anteriores.

Empecemos por el menos optimista. Por los motivos que sean, no conseguimos fabricar bastante rápido una vacuna efectiva. Como no podemos continuar confinados para siempre, entramos en una 'nueva normalidad', más relajada, que nos lleva a oleadas sucesivas de contagios. En los próximos años, adquirimos finalmente una inmunidad de grupo suficientemente alta para frenar la pandemia: pongamos que un 50-60% de toda la población se ha infectado y tiene anticuerpos que los protegen, una cifra que tardaríamos lograr si pensamos que ahora estamos en torno al 5%. A partir de aquí, los brotes se hacen pequeños y controlables y, con el tiempo, el covid-19 deja de ser un peligro (y quizás entonces incluso tenemos la esperada vacuna). El problema es que, si calculamos que la mortalidad del virus es cercana al 1% de infectados, como indican los estudios recientes de seroprevalencia, la cifra global de víctimas superaría los 40 millones, similar a la de la gripe de 1918, que se considera la tercera peor pandemia de la historia. Y mejor no pensar qué pasaría si por el camino el SARS-CoV-2 mutara o intercambiara información genética con otro virus y se volviera más letal, algo poco probable, por suerte, pero no del todo imposible.

Pero hay más de cien candidatos a vacuna analizando en estos momentos, seamos positivos. Es muy posible que sí que encontremos uno lo suficientemente bueno para proteger al menos una parte de la población, aunque sea parcialmente. Podría ser que esta inmunidad incompleta, sumada a la que adquirían de manera natural los que superaran la infección, acabara convirtiendo el SARS-CoV-2 en un virus que ya no pudiera causar cuadros graves. Entonces podría haber reinfecciones que se presentaran de forma leve, semejantes al que provocan otros coronavirus. De hecho, hay una teoría que dice algo así pasó en el periodo 1889-90. Hubo una pandemia que mató a más de un millón de personas y que siempre se ha creído que era de gripe. Pero el culpable podría haber sido un nuevo coronavirus llamado OC43, contra el que no había resistencias. En ese momento, el OC-43 habría sido una especie de SARS-CoV-2, hasta que se generó suficiente inmunidad de grupo. Desde entonces, ha circulado a un ritmo más lento, hasta que ahora prácticamente todo el mundo tiene anticuerpos que lo bloquean (pero no completamente). Por eso es uno de los cuatro tipos de coronavirus que causan el resfriado común.

Acabamos con el mejor escenario, y quizás el más probable. Tenemos suerte y hacia finales de año o principios del siguiente podemos empezar a producir una vacuna. Hay que generar y distribuir miles de millones de dosis para cubrir gran parte de la población, pero como que ponemos todos los esfuerzos, conseguimos que llegue a la mayoría a lo largo del 2021. Como siempre, los más ricos acaparan las primeras dosis, y pueden librarse del virus antes del verano pero tienen que hacer vacaciones de proximidad, porque la cola de países que todavía tienen pandemia es larga. El covid-19 se va apagando progresivamente, aunque en algunos lugares cuesta más librarse de él por las dificultades económicas, sociales y logísticas de vacunar a todo el mundo. De vez en cuando seguimos viendo algunos casos graves, tal vez de manera estacional. Como ocurre con la gripe, causa medio millón de víctimas al año, pero ya ni nos damos cuenta.

Es difícil predecir cuál de estos caminos seguirá el covid-19. Quizás ninguno, tal vez una mezcla de más de uno. Todos son científicamente posibles. Intentemos evitar triunfalismos prematuros pero no caigamos tampoco en el pánico. La única receta ahora es cordura y prudencia, porque aún nos queda mucho por hacer.

[Publicado en El Periódico, 17/05/20. Versió en català.] 

lunes, 11 de mayo de 2020

Tests: ¿sí, no, cuándo, qué, cómo?

"Te escribo desde un hotel de Milton Keynes. ¡Por fin nos han llamado, mañana empezamos!". Recibí este 'e-mail' cargado de emoción una noche a principios de la semana pasada. Me lo envió un compañero del departamento que, desde el inicio, se presentó voluntario para hacer tests de PCR para detectar la presencia del coronavirus en sangre. No era el único. La mitad de mi laboratorio también estaba en la lista de espera y, como mi compañero, ninguno entendía por qué no los habían llamado antes desde este nuevo megacentro diagnóstico que el Gobierno del Reino Unido estaba montando a poco más de una hora de donde vivimos. Habían perdido meses preciosos, durante los cuales se podrían haber hecho miles de tests y controlar mejor el primer brote de la pandemia.

La mayoría de los investigadores que trabajamos en biomedicina dominamos la técnica de la PCR. En los laboratorios tenemos las máquinas necesarias: solo necesitamos los reactivos, que no son tan caros ni difíciles de producir. Con un poco de dedicación, podríamos hacer miles cada día. A ello habría que sumar que, desde que comenzó el confinamiento, un montón de científicos no nos hemos podido acercar a los centros de investigación y trabajamos desde casa. La mayoría estaríamos encantados de volver a tener una pipeta en la mano. Pero por motivos que no son fáciles de entender, el Gobierno ha desaprovechado este capital humano.

Me consta que en todos los países la situación ha sido similar. Parte de la culpa la ha tenido la burocracia, pero el principal problema han sido la falta de previsión y la lentitud a la hora de reaccionar, los grandes lastres de la gestión mundial de esta crisis.

Al principio de la pandemia, hacer PCR para detectar quién estaba infectado por el nuevo virus era esencial. Nos lo demostró Corea del Sur, que gracias a una aplicación masiva de estos tests consiguió frenar el brote con eficacia. En Europa, en cambio, nos distrajimos, y ya hemos visto lo que pasó después. Pero ahora tenemos otra oportunidad: estamos entrando en una segunda fase donde, de nuevo, vuelve a ser esencial poder detectar con rapidez los positivos, a fin de poder identificar los más que probables rebrotes que aparecerán ahora que estamos relajando las normas de confinamiento. Sabemos que los contagios volverán a aumentar, como nos enseña lo que está pasando en los países que van por delante del nuestro, pero ahora también sabemos qué hay que hacer para evitar que la curva se descontrole: muchos tests, seguidos de cuarentenas y seguimiento de los contactos de los afectados. ¿Conseguiremos utilizar mejor los recursos que tenemos para cumplir el protocolo?

El plan de desconfinamiento gradual, asimétrico y coordinado que propuso el Gobierno de Pedro Sánchez días atrás tiene bastante lógica porque, sin duda, hay que aplicar la desescalada con mucha prudencia y de acuerdo con las realidades de cada territorio. Tiene también algunos puntos débiles a vigilar. El principal es la monitorización, que no queda claro cómo se hará. Si queremos ir avanzando hacia un poco más de libertad con incrementos cada dos semanas, ¿cómo sabremos que las medidas tomadas en uno de estos estadios no están empeorando la situación? ¿Cómo descubriremos que en un lugar concreto está empezando un rebrote y tenemos que volver con celeridad a fases más restrictivas? La única manera es, precisamente, haciendo tests a gran escala.

Como se ha explicado mil veces, seguramente no es necesario repetir que hay dos tipos de tests principales: los que detectan la presencia del virus (los de PCR que hemos comentado) y los que miden anticuerpos (los serológicos). Idealmente, ahora deberían aplicarse ambos. Los primeros nos dirían quién tiene una infección activa y, por lo tanto, es contagioso, y los segundos servirían para hacernos una idea de quién puede ser inmune al virus. El inconveniente de los tests serológicos rápidos que nos llegan es que son bastante inexactos y no es suficiente. Esto complica el plan de crear un 'carnet de inmunidad', que sobre el papel sería una buena idea, a pesar de los problemas éticos que arrastra (estaríamos definiendo un grupo de ciudadanos 'premium', que tendrían más libertades que el resto). Los tests de PCR no sufren estas limitaciones, por eso al menos deberíamos asegurarnos de que hacemos tantos como sean necesarios.

El miércoles  al atardecer, mi amigo colgó una foto en Facebook con cara de cansado tras su primer turno de 12 horas seguidas en el centro de diagnóstico. Él y los otros voluntarios habían hecho 11.000 PCR. Esto son casi 150.000 tests a la semana en un solo laboratorio, y hay unos cuantos más en el país. Así quizá sí que se puede encarar esta etapa de la pandemia con optimismo. 

[Publicado en El Periódico, 04/5/20. Versió en català]

jueves, 23 de abril de 2020

Inmunidad, inmunidad e inmunidad

El sur de Europa está entrando en una nueva fase de la pandemia, como hace unas semanas lo hicieron los países de Asia que se vieron afectados primero por la covid-19. Tras el temor inicial por la escalada sin control de las infecciones, hemos pasado a una ralentización de la curva de contagios que, a pesar de que el final de la crisis aún está lejos, al menos nos permite encarar el futuro inmediato con esperanzas. Esto, hay que recordarlo, se ha conseguido sobre todo gracias al cortafuegos que es el confinamiento. 

Dejemos de lado por un momento las disquisiciones sobre si debemos mantener la prudencia (el argumento científico) o acelerar la recuperación (el argumento económico), que se han discutido hasta la extenuación estos días, y miremos un poco más allá. ¿Cuál será la clave para poder seguir progresando a partir de ahora? La respuesta es la inmunidad.

Repasemos rápidamente el concepto para poder entender su importancia. Normalmente, cuando un microbio nos infecta por primera vez hace que el cuerpo genere una respuesta que, entre otras estrategias, incluye la producción de unos anticuerpos que sirven para bloquear y destruir al invasor. Las células del sistema de defensa mantienen un recuerdo de cómo producir estos anticuerpos y esto hace que, si el microbio nos ataca una segunda vez, reaccionemos con fuerza y ​​ya no nos pongamos enfermos. Entonces decimos que somos inmunes. Una pandemia termina cuando hay suficiente gente resistente (la famosa 'inmunidad de grupo'), porque el microorganismo no puede propagarse bien.

El problema del SARS-CoV-2 es que es un gran desconocido, y todavía no sabemos qué tipo de inmunidad genera. Los primeros trabajos científicos publicados rápidamente sobre el tema indican que el cuerpo fabrica una buena cantidad de anticuerpos de buena calidad, primero los de la respuesta rápida, del tipo IgM, y un poco más tarde los anticuerpos más duraderos, que reciben el nombre de IgG. (Por cierto, esto es precisamente lo que miden los tests serológicos, más rápidos pero también menos fiables que los tests de PCR, que detectan directamente la presencia del virus).

Por otra parte, parece que el virus es bastante estable, es decir, no cambia (o muta) tan rápido cmo para que los anticuerpos dejen de detectarlo. Esto es lo que hace, por ejemplo, la gripe, por eso de un año a otro perdemos la inmunidad: el virus es demasiado diferente y así burla las defensas previas.

Hasta aquí las buenas noticias: si se confirmaran, querría decir que, una vez pasada la enfermedad, ya no seríamos vulnerables durante meses, o posiblemente años, y así conseguiríamos de manera más rápida la preciada inmunidad de grupo. Pero, insistimos en ello de nuevo, el SARS-CoV-2 es un virus nuevo y, por tanto, con muchas incógnitas. Se han descrito casos de pacientes que, una vez recuperados, habrían vuelto a infectar. Si esto fuera cierto, significaría que la inmunidad que se genera no es tan potente como creíamos, al menos en algunas personas, y el virus persistiría en la población durante más tiempo. De momento parece que son casos aislados y de difícil confirmación (quizás las personas no llegaron a curarse nunca, tal vez el diagnóstico inicial no era correcto...), por tanto no es necesario que nos asustamos, pero sí hemos de estar pendientes a ver qué pasa.

Más motivos de preocupación: el virus tiene especial predilección por unirse a las células de los pulmones (por eso da una sintomatología respiratoria), pero no son las únicas dianas. Como su pariente cercano, el que causa el SARS, el virus de la covid-19 se engancha a una proteína llamada ACE-2 para acceder al interior de las células humanas. Aparte de los pulmones, encontramos ACE-2 en menos cantidad en muchos otros órganos, desde los intestinos a las paredes de los vasos sanguíneos y el cerebro. El virus podría infectar estos otros tejidos con menos fuerza y ​​quedarse dentro 'dormido', esperando un momento para resurgir (es el truco que utiliza el virus del sida, por ejemplo). No hay pruebas concluyentes de que sea así, pero tampoco se puede descartar del todo, por el momento.

Ahora, pues, dependemos de tres cosas: inmunidad, inmunidad e inmunidad. Primero, tenemos que confiar en que la respuesta que genera el virus sea fuerte y duradera. Seamos optimistas. Segundo, tenemos que hacer tests serológicos para saber quién ha pasado ya la enfermedad y es inmune. Es la mejor manera de controlar posibles rebrotes, ahora que se irán relajando progresivamente las condiciones del confinamiento, para evitar sobrecargar los hospitales. Y tercero, la inmunidad de grupo es lo que nos dirá cuando ha terminado la pandemia. Es un proceso lento, pero la vacuna nos permitirá llegar antes.

[Publicado en El Periódico, 18/04/20. Versió en català.]

viernes, 10 de abril de 2020

Este virus ya no se irá

Mientras vivimos inmersos en esta pandemia, ahora en plena fase de un confinamiento necesario que se nos está haciendo muy largo, el tema que más nos preocupa es cuándo podremos salir de casa y volver a hacer vida normal. Algunos incluso temen que esta normalidad no se recupere nunca. Para responder a estas preguntas y empezar a pensar en cómo será el mundo poscrisis, hay algunas cosas relacionadas con la naturaleza de los virus que hay que tener presentes.

Un brote inicial se convierte en epidemia y, después, en pandemia si la posibilidad de contagio es muy elevada. Esto es más probable que ocurra cuando hablamos de un microbio desconocido, porque todavía nadie es inmune. Cuando un virus nos entra por primera vez en el cuerpo, se genera una respuesta que incluye la producción de anticuerpos para neutralizarlo. A partir de entonces, las células que los fabrican se quedan 'entrenadas' y pueden responder más eficazmente si este virus u otro de similar vuelve a infectarnos, evitando así que nos ponemos enfermos. Esto es lo que llamamos inmunidad. Esta misma respuesta se puede conseguir con una vacuna, y así te ahorras sufrir los síntomas de la infección y los riesgos que conllevan, pero el proceso de obtener una es largo, y difícilmente llegará a tiempo para detener el primer brote de una enfermedad nueva.

Aquí entra en juego el concepto de la inmunidad de grupo. Cuanto más gente inmune al virus hay, más dificultades tiene a la hora de propagarse, hasta que llega un momento que solo puede dar brotes localizados y se termina el riesgo de que continúe la pandemia. Dependiendo de las características de cada virus, puede ser necesario que haya de un 70% a un 90% de la población con anticuerpos para alcanzar esta preciada inmunidad de grupo y lograr que el virus deje de ser un problema global. Esto ha pasado docenas de veces a lo largo de la historia de la humanidad, no es nada nuevo. El sarampión, la polio, la rubeola y la viruela, por poner ejemplos bien conocidos, son enfermedades que también causaron pandemias y que hemos ido controlando gracias a haber desarrollado inmunidad de grupo contra los virus responsables, sobre todo a través de vacunaciones masivas.

¿Qué pasará con la covid-19? Que la causa ya no se irá: seguramente lo tendremos con nosotros para siempre, como aún tenemos el virus del sarampión, la gripe y tantos otros. Mientras no dispongamos de una vacuna, seguirá infectando a gente, cada vez a ritmo más lento porque habrá más personas resistentes. Esto es importante, porque recordemos que uno de los principales problemas es la saturación de los hospitales, que se da cuando hay demasiados casos juntos, lo que impide tratar de la forma adecuada los enfermos graves y de hecho aumentar la mortalidad. Así pues, una vez superamos esta primera ronda de infecciones, que durará unos meses, ya tendremos mucho ganado. Por eso es esencial ahora conseguir que el número de casos se espacien y no lleguen todos a la vez a urgencias, y la única manera que tenemos de hacerlo es a través del confinamiento.

Pero después tampoco podremos bajar la guardia porque, recordémoslo, el virus todavía estará circulando. Tendremos que vigilar los rebrotes y, al menos durante un tiempo, tendremos que limitar ciertas actividades de riesgo, como pueden ser los viajes de larga distancia o los actos multitudinarios. Hay expertos que creen que puede pasar al menos un año hasta que podamos estar tranquilos del todo (dependerá en parte de cuándo tarde la vacuna). Mientras tanto, posiblemente se mantendrá un ritmo más lento de contagios en rondas sucesivas, y así el número de personas inmunes irá aumentando poco a poco. Pero esto, por desgracia, tendrá un precio. Algunas estimaciones calculan que se podría infectar entre un 50% y 70% de la población mundial que, si asumimos que la mortalidad del virus está en torno al 1%, podría causar unos 40 millones de muertos.

¿Qué pasará después? Seguramente en un par de años nos olvidaremos del SARS-CoV-2 porque ya no nos afectará el estilo de vida, pero el virus no estará ni mucho menos erradicado. Parece que no tiene capacidad de variar rápidamente, lo que querría decir que la inmunidad que genera podría durar meses o años, quizá incluso para siempre, porque los anticuerpos seguirán reconociéndolo. Pero esto es difícil de predecir por ahora. Podría convertirse en un virus estacional, como el de la gripe, que vuelve cada temporada y, aunque no solemos hacer mucho caso, mata a alrededor de medio millón de personas al año. Sea como sea, la crisis pasará, pero este coronavirus se quedará con nosotros. Mejor que no lo perdamos de vista.

[Publicado en El Periódico, 06/04/20. Versió en català.]