lunes, 23 de mayo de 2011

La música del azar

Uno de los eternos debates de la medicina gira alrededor de si es la herencia o bien el entorno el factor que define los estados de salud y enfermedad, tanto cuando hablamos del cuerpo como de la mente. Tras miles de discusiones nos hemos dado cuenta de que no existe una respuesta universal que sirva para todos los procesos. Es prácticamente imposible, de hecho, encontrar una situación que nos permita poner todo el peso en un solo plato de la balanza. Por ejemplo, la ciencia moderna nos ha permitido identificar muchos factores ambientales que pueden acabar venciendo nuestras defensas, del mismo modo que nos ha llevado a reconocer la importancia de los genes a la hora de definir cómo nuestro cuerpo interaccionará con los elementos foráneos. Este es precisamente uno de los puntales de la medicina personalizada, un nuevo concepto que debería permitirnos diseñar tratamientos específicos no solo para cada enfermedad, sino también para cada enfermo, gracias a la capacidad que tendremos algún día de leer en el genoma el catálogo específico de sensibilidades y resistencias de cada organismo.

El dilema clásico, pues, se ha acabado matizando en forma de porcentajes: la preocupación actual es cuantificar en una situación concreta el peso específico de los elementos externos respecto de las susceptibilidades internas. Pero estas cifras no reflejan fielmente una división todavía más interesante desde el punto de vista sanitario: la fracción sobre la que tenemos alguna influencia y la que es estrictamente aleatoria. En otras palabras, ¿hasta qué punto podemos evitar ponernos enfermos? ¿Sirve de algo la prevención o tenemos que admitir que somos esclavos del azar? Si hacemos caso de los millones de euros que la gente invierte en terapias que se supone que tienen capacidades profilácticas casi mágicas, deberemos concluir que el ser humano no se resignará nunca a dejar su destino en manos de la suerte. Y, pese a todo, vivir no es más que lanzar una y otra vez los dados.

Un par de casualidades han convertido a dos hermanos en el experimento perfecto para demostrar la importancia del azar en la evolución de una patología. La primera, el hecho de ser gemelos y, por lo tanto, tener exactamente los mismos genes. La segunda, haberse infectado con el VIH el mismo día que nacieron por culpa de una transfusión. Treinta años después, uno de ellos mantiene un sistema inmune normal gracias a los antivirales, mientras que el otro presenta resistencias al tratamiento y su estado de salud es delicado. La razón son las variaciones genéticas que han ido adquiriendo de manera aleatoria los virus que llevan en la sangre, suficientes para que en uno de los hermanos hayan mutado hasta convertirse en excepcionalmente agresivos. El hecho de que partieran de una herencia idéntica y hayan sido sometidos al mismo entorno, pero, en cambio, su pronóstico sea radicalmente distinto constituye una prueba más de la impredecibilidad de la biología.

Hay demasiadas variables que se nos escapan. Por un lado, todavía no disponemos del modo de saber qué naipes nos han repartido antes de iniciar la partida, pese a que estamos descubriendo marcadores genéticos relacionados con el riesgo de sufrir ciertas enfermedades. Quizá eso, en un futuro, nos ayudará a definir estrategias para proteger nuestros puntos débiles y arrebatarle a la suerte esta superioridad inicial que tiene sobre nosotros. Pero la tragedia de los gemelos nos recuerda que la salud es, ante todo, un juego de azar en medio del que habrá siempre una caja negra cuyo contenido no podremos predecir.

¿Esto significa que debemos dejarnos vencer por el fatalismo? Los deterministas opinarán que no vale la pena esforzarse en cuidar nuestro cuerpo si el destino, en cualquier momento, puede poner en nuestro camino a un conductor con la tasa de alcoholemia por encima de los límites. Pero cualquier médico defenderá que es más razonable cumplir con nuestra parte, con la esperanza de que si tenemos la suerte del hermano con el virus menos maligno estaremos preparados para obtener todas las ventajas. La única opción viable es minimizar los riesgos que sí podemos controlar, y en algunas situaciones esto tiene un impacto extraordinario. En el caso del sida, no debemos confiar en la baja frecuencia de transmisión que tienen las relaciones heterosexuales, sino que tenemos que tomar siempre las medidas de protección necesarias. Si compramos los billetes suficientes, aumentan mucho las posibilidades de que nos toque la lotería, y la gravedad de la epidemia que sufre el continente africano es la prueba.

En la novela de Paul Auster de la que he sacado el título del artículo, los protagonistas se ven privados de su libertad debido a una apuesta que pierden con unos millonarios. Una lección fácil que podemos extraer de esta historia es que no podemos utilizar algo tan importante como nuestra vida para una apuesta. Ni siquiera cuando parece que el azar tiene todas las posibilidades de acabar ganando la partida.

El Periódico, Opinón, 20/5/11. Versió en català.

martes, 17 de mayo de 2011

"Les noves teràpies de la medicina del segle XXI"



Esta es una conferencia (en catalán) que en la Universidad de Vic el 5 de mayo del año pasado. Es una actualización de los temas de Inmortales y perfectos, centrada en las mejoras terapéuticas que seguramente veremos a lo largo de este siglo. [Si no os funciona el vïdeo haced clic aquí.]

lunes, 9 de mayo de 2011

Las moléculas del alma

Nos gusta pensar que somos dueños de nuestro destino. Al fin y al cabo, la habilidad de tomar decisiones conscientemente y de darnos cuenta de las implicaciones que tendrá cada elección nuestra es un componente vital de lo que nos separa del resto de seres vivos de este planeta: el don (y la maldición) de ser racionales. Por eso en su momento nos inventamos el alma. Porque asignar las cualidades únicas que definen nuestra especie a un concepto intangible legitima nuestra posición en el vértice de la pirámide evolutiva. Justo un escalón por encima de las otras criaturas, que ni siquiera se dan cuenta de que son esclavas del mundo físico.

Hemos pasado milenios satisfechos con las explicaciones que sacábamos de esta ruptura autoimpuesta entre cuerpo y mente. Pero a nuestra inteligencia le gusta complicarnos la vida. Desde que, a finales del siglo XIX, Ramón y Cajal dio el pistoletazo de salida a la neurociencia moderna, hemos aprendido más sobre el cerebro de lo que a muchos les gustaría. Hemos aprendido que los pensamientos tienen un origen tan físico como un dolor de muelas. Y ahora, en plena era posgenómica, la tentación es caer justo en el extremo contrario, en el determinismo genético que transfiere todas las características que nos hacen humanos al simple acto de unas neuronas liberando cócteles de neurotransmisores en la proporción adecuada.

Cuanto más avanzamos, mayor peligro hay de caer en este reduccionismo. Por ejemplo, a principios de abril, el equipo del doctor Ryota Kanai publicaba un análisis de 90 cerebros, hecho con técnicas de resonancia magnética. Habían asociado los datos anatómicos a las tendencias políticas de los sujetos de estudio y habían descubierto que, en un 75% de los casos, el cerebro de alguien de derechas se puede distinguir del de uno de izquierdas solo por su morfología. ¿Somos conservadores o liberales porque ya nacemos así?

La semana pasada se lanzó el primer atlas moderno del cerebro humano, abierto gratuitamente a todo el mundo. Allí podremos empezar a buscar respuestas. Reúne información sobre los genes activos e inactivos en cada zona del cerebro. Lo ha financiado Paul Allen, cofundador de Microsoft, con 55 millones de dólares de su propio bolsillo. Será una herramienta de incalculable valor para los investigadores, pero también dará alas a quienes promulgan que somos esclavos de las cartas que nuestro genoma nos reparte. Pese al intento de algunos abogados, hasta la fecha ningún juez ha admitido un argumento así como eximente de un crimen con violencia.

Desde que abrimos la caja oscura que era nuestro cráneo, no hemos parado de encontrar sorpresas. La primera, que no hay lugar para una alma, por muy incorporea que sea. Pero quizá la más turbadora es que con ciertas sustancias químicas basta para definirnos como personas, dependiendo de la cantidad que tengamos en un momento dado en el cerebro. Una vulgar píldora puede hacer que, hasta cierto punto, dejemos de ser depresivos, hiperactivos, tristes, agresivos, dispersos, obsesivos y otras muchas cosas que antes creíamos que eran parte irrenunciable de nuestro bagaje. Vivir mejor gracias a la química, como suele decirse. O la prueba definitiva de la correspondencia física que tienen los rasgos esenciales de nuestra personalidad.

¿Dónde queda entonces el libre albedrío? La ciencia no lo niega ni podrá hacerlo nunca. Haber descubierto las bases biológicas del comportamiento no nos libra de la responsabilidad de decidir. Solo nos explica de dónde partimos y cuáles son los mares por donde navegamos. Los puertos que elegimos visitar son cosa nuestra y de nuestra voluntad para luchar contra las mareas que nos encontraremos, más o menos fuertes según el caso de cada individuo. Todo lo que la medicina puede hacer es facilitarnos el viaje.

No sé si llegaremos nunca a entender del todo qué significa estar vivos y ser capaces de pensar. Uno de los problemas es que cuando la ciencia empieza a andar por el territorio que antes pertenecía exclusivamente a la filosofía, sus pasos nos parecen menos seguros. Nos cuesta asumir las respuestas que nos da porque llevamos una eternidad buscándolas en otros lugares. Además, no estamos acostumbrados al lenguaje molecular que usa. Quizá lo que ocurre es sencillamente que la materia de estudio, el cerebro, es a la vez la herramienta que necesitamos para llevar a cabo el análisis, y esto nos impide valorar los datos con la abstracción necesaria. Pero estas dificultades no evitarán que sigamos invirtiendo tantos esfuerzos como sea necesario. Es una pregunta demasiado importante para dejarla sin respuesta. Además, una de las cosas que nos hace humanos es precisamente ser sorprendentemente tercos. Aprovecho que es Sant Jordi para recomendar el nuevo libro del neurobiólogo David Bueno (El enigma de la libertad, XVI Premio Europeo de Divulgación Científica) a todos a quienes les interese profundizar en estos temas.

El Periódico, Opinón, 23/4/11. Versió en català.