viernes, 26 de julio de 2019

Los debates que realmente deberían importarnos

Últimamente, la política nos monopoliza el interés. El recambio que ha habido en parlamentos, diputaciones y ayuntamientos ha provocado una sobredosis de elecciones que están chupando buena parte de nuestra atención. Es normal que nos preocupe qué pasará durante los próximos años, quién tomará las decisiones importantes y qué impacto tendrá esto en el colectivo al que pertenecemos. Pero este revuelo político tapa otros debates esenciales que deberíamos tener inmediatamente. Hay uno, en concreto, que debería ocupar portadas de todos los diarios pero solo aparece discretamente en las secciones de ciencia. Hablo de que ya podemos manipular genéticamente embriones humanos y que tenemos que decidir si esto es deseable o debe prohibirse.

Cuando a finales del año pasado He Jiankui anunció que habían nacido dos gemelas a las que había eliminado un gen, abrió una caja de Pandora de la que pueden salir todo tipo de monstruos. Aquella noticia provocó un rechazo instantáneo y global porque había sido un experimento irresponsable: no solucionaba necesariamente el problema que quería tratar (la posible transmisión del virus del sida a los hijos), existían otras formas de hacerlo menos invasivas y no había tenido en cuenta los posibles efectos secundarios para aquellas niñas y todos sus descendientes. A pesar de que fue fácil ponerse de acuerdo en que aquello era un error, lo que está pasando ahora es bastante diferente.

Hablaba en mi último artículo de que el biólogo ruso Denis Rebrikov anunció en junio que quería repetir el experimento de He y ya había pedido los permisos a las autoridades. En solo un mes, la cuestión ha dado un giro de 180 grados. Cuando todo el mundo puso el grito en el cielo, Rebrikov propuso una variante: eliminar el gen de la sordera que heredan indefectiblemente los hijos de parejas en las que ambos sufren esta condición. Los parámetros son otros: ahora estamos hablando de una deficiencia que no se puede evitar (ni siquiera seleccionando embriones por fecundación in vitro) y que no tiene cura. ¿Es aceptable la manipulación de embriones en este supuesto? La respuesta no ha sido tan clara.

Por un lado, se puede defender que el beneficio para los afectados lo justifica. Pero la sordera no es una enfermedad mortal: hay millones de sordos viviendo con toda normalidad. De hecho, muchos de ellos no consideran que tengan una deficiencia, sino una peculiaridad física como otra, y querrían que sus descendientes fueran también parte de esta comunidad. Vamos un paso más allá. ¿Deben tomar los padres estas decisiones en nombre de los hijos que todavía no han nacido o se debe tratar como una cuestión de salud pública? ¿Dónde dibujamos la raya que define qué 'defectos' se deberían permitir (o incluso obligar a) eliminar de los embriones? Es cierto que todavía no controlamos bastante la técnica y no sabemos a qué consecuencias indeseables podríamos estar condenando estos niños, lo que debería ser suficiente para aceptar una moratoria. Pero no parece que eso importe mucho a personas como He y Rebrikov. Por eso estos temas deben considerarse con urgencia.

Últimamente hemos visto en la televisión una serie de debates en los que se suponía que los candidatos nos tenían que explicar por qué sus programas eran mejores que los de los demás. En su lugar, acababan dando un triste espectáculo de reproches e insultos con poca utilidad práctica para el votante que ha de escoger al que más se adapte a sus intereses. En lugar de invertir el 'prime time' en ejercicios estériles como estos, los medios deberían tomar conciencia de la responsabilidad que tienen de hacer llegar al gran público las preguntas más importantes en este momento, las que pueden cambiar el futuro de toda la humanidad, aunque que pueda sonar exagerado.

Lo que me gustaría ver después del telediario es una mesa redonda con expertos de todos los ámbitos (medicina, ética, filosofía, economía, sociología...), representando las corrientes ideológicas principales, que discutieran cómo debe ser el humano del siglo XXI. Y, una vez bien informados, el público general podría entonces expresar su opinión. No estamos hablando de la política municipal de los próximos cuatro años, sino de cómo será el 'Homo sapiens' a partir de ahora. Es un tema suficientemente importante como para que nos impliquemos todos. En lugar de centrarnos tanto en el circo de elegir a los próximos líderes, deberíamos reclamar que se hablara también de temas que trascienden el futuro inmediato. Si no, nos encontraremos con que alguien ha aprovechado el vacío legal para hacer lo que ha creído más conveniente. Y entonces ya será demasiado tarde.

[Publicado en El Periódico, 20-7-19. Versió en català]

martes, 2 de julio de 2019

Los límites de los modelos políticos actuales

Estos días hemos tenido asientos de primera fila para ver el espectáculo de la democracia en funcionamiento. Tras participar en diferentes niveles, desde las estructuras locales al proyecto siempre en construcción de Europa, ahora contemplamos las consecuencias de haber ejercido el derecho al sufragio. Cuando uno deposita la papeleta en la urna, lo hace convencido de que servirá para mejorar la sociedad (o al menos para no estropearla más), aunque no sepa cómo se implementará este deseo. Esto es trabajo de los políticos que, como representantes del pueblo, reciben el poder de tomar las decisiones necesarias para cumplir el programa que quieren los votantes.

Y aquí es cuando se empiezan a torcer las cosas, porque a los políticos les gusta su trabajo y no quieren perderlo. Por eso el baile de pactos poselectorales es poco edificante, con gente más preocupada por aferrarse a la silla que en casarse con quienes son ideológicamente más compatibles. Es un problema para las políticas científicas, que requieren una planificación a largo plazo, imposible de llevar a cabo cuando quien está al timón solo piensa en cómo sobrevivirá los próximos cuatro años, qué principios debe vender para obtener el apoyo que le falta y cómo deshará el trabajo del antecesor que le cae mal.

Ninguno de los modelos políticos vigentes es perfecto, ni siquiera la democracia (y menos cuando algunos países la doblegan para justificar acciones dudosas), y es urgente que los pongamos un parche antes de que se nos hunda el barco donde viajamos todos los humanos. Hay decisiones que deberían tomarse de forma consensuada, informada y prolongada, y esto requiere estructuras que trasciendan los formatos de gobierno locales y globales que tenemos actualmente. Me explico con unos ejemplos.

Hace unas semanas, el Gobierno de China aprobó que algunos hospitales ofrecieran terapias generadas a partir de células de los propios pacientes sin tener que pasar por la comisión reguladora nacional. Inmediatamente, expertos en medicina, ciencia y ética de todo el mundo pidieron que lo reconsideraran por el peligro que comportaba: homologar tratamientos que no se puede garantizar que son eficaces ni seguros. Esto ya se está haciendo a escondidas, y ha habido complicaciones graves e incluso muertes tras terapias ilegales con células madre, sin que se haya demostrado ningún resultado exitoso. ¿Quién tiene que tener la última palabra? ¿Quienes entienden más sobre el tema o el político de turno, que tiene el poder pero no los conocimientos adecuados, ni ha recurrido a los asesores pertinentes, ni parece demasiado preocupado por las consecuencias a largo plazo?

Otro caso. Después de que el doctor He Jiankui modificara genéticamente unos embriones humanos, saltándose todas las normas éticas (y algunas leyes), los expertos se le lanzaron encima. La condena fue unánime, incluso antes de que se supiera que cuando He desconectó el gen CCR5 a las gemelas quizás sí las protegió contra el VIH, pero también aumentó las posibilidades de que murieran antes que el resto, como se descubrió hace unos días. Ahora ha salido un biólogo ruso ávido de fama que dice que quiere repetir la jugada, y ya ha pedido los permisos a su gobierno. ¿Se lo darán? Una decisión así no puede estar en manos de funcionarios que crean que es una buena idea mientras todos los que entienden se ponen las manos en la cabeza sin poder hacer nada.

Esto ocurre en países con poca transparencia, pero el problema también lo tienen los más democráticos. Pensemos por ejemplo en cómo han cambiado las políticas científicas con cada presidente de EEUU, el último de ellos silenciando los expertos en cambio climático para favorecer los intereses comerciales de las élites de su país. El calentamiento global no es una cuestión de creérselo o no, y el planeta no puede estar pendiente de qué lobi tiene más influencia sobre los dirigentes en los momentos críticos.

En estos temas, el sistema no funciona. No podemos dejar que los políticos, en representación del pueblo, pasen resoluciones que tendrán un impacto en el futuro de la especie, con el riesgo de que el populismo y los intereses personales inclinen la balanza hacia el lado equivocado. Quizá hay que rescatar parcialmente el concepto de la noocracia platónica: que en ciertos asuntos sean los expertos quienes manden; que basen sus decisiones en hechos, no en suposiciones; que contemplen desde las sensibilidades más conservadoras a las progresistas; que marquen directrices estables respetadas por todos. Porque continuar confiando de los modelos políticos actuales en lo que respecta a la ciencia plantea un panorama no demasiado esperanzador.

[Publicado en El Periódico, 22/06/19. Versió en català.]