lunes, 30 de noviembre de 2020

¿Podemos fiar-nos de las vacunes de la Covid-19?

De acuerdo con las previsiones que se han hecho desde el verano, parece que tendremos una vacuna contra la covid-19 aprobada antes de terminar el año o, como mucho, a principios del siguiente. Más de una, de hecho, porque hay 12 completando ensayos clínicos de fase 3, y algunas a punto de terminarlos, como las de Moderna, Pfizer, Johnson & Johnson y AstraZeneca. No faltarán opciones. ¿Pero debemos fiarnos de estas vacunas?

Debido a la urgencia y la necesidad de buenas noticias, desde el principio de la pandemia se ha roto una de las normas de oro de la ciencia: primero se han emitido las notas de prensa y luego se han publicado los datos de los estudios. Normalmente se hace al revés para evitar conflictos de interés (quien anuncia los éxitos no puede ser quien saldrá más beneficiado, económicamente o de otras maneras), y para asegurarnos de que un grupo de expertos imparciales tiene tiempo de escrutar los resultados. Esto nos obliga a tomarnos las noticias de estos días con precaución: hasta que no tengamos acceso a toda la información, más vale ser prudentes.

Es por ello que la eminente viróloga Margarita del Val expresaba hace unos días en una entrevista sus dudas sobre los anuncios recientes de efectividades del 94,5% y 95% de las vacunas de Moderna y Pfizer, respectivamente. Tiene razón en cuanto a que lo que interesa sobre todo es saber si protegen a la gente más vulnerable y si reducen los casos graves y las muertes, y de todo esto todavía no han dicho nada. La alegría, pues, es un poco prematura, aunque tenemos motivos para ser optimistas.

Pero todo esto se solucionará antes de que las agencias reguladoras permitan que se den masivamente a la población. Se ha corrido mucho en la producción de las vacunas, es cierto, pero solo en las fases que lo permitían. Haber inyectado tantos millones en la búsqueda ha acortado mucho la etapa pre-clínica, y la burocracia, que la hay en todo el proceso, también se ha reducido a la mínima expresión. Ahora bien, los ensayos de eficacia y seguridad se están haciendo igual que siempre. O mejor, incluso. Comparémoslo por ejemplo con la primera vacuna del ébola, que se aprobó el año pasado después de darla a solo 3.000 voluntarios. Naturalmente, la necesidad en ese caso era otra y justificaba las prisas. La clave de una vacuna contra el covid-19 no es quizá tanto que sea muy efectiva (con un 60-70% también nos arreglaríamos) sino, sobre todo, que no tenga efectos secundarios graves, por poco frecuentes que sean, porque se habrá de dar a millones de personas. Por ello se han reclutado miles de voluntarios (cerca de 50.000 para cada una en la fase 3), para que se puedan detectar incluso los problemas más raros. Tal como indicaba también Margarita del Val, debería ser suficiente para estar tranquilos.

Esto significa que, una vez se hayan publicado todos los detalles de los estudios y los expertos los hayan revisado con lupa, las vacunas que lleguen al público serán seguras (y, además, funcionarán suficientemente bien). Es importante repetirlo, porque últimamente está creciendo una peligrosa ola de desconfianza en todo el mundo: algunas encuestas dan cifras sorprendentemente altas de gente que no querrá vacunarse. Lo he oído decir también a profesionales que, en principio, deberían entender lo que significa que un fármaco pase todas las pruebas pero se están dejando llevar por las supersticiones. Esto da mucho miedo, porque hasta que al menos tres cuartas partes de la población mundial tenga anticuerpos, no podremos empezar a respirar tranquilos. Si la campaña de vacunación topa con estas reticencias, la crisis se puede alargar indefinidamente.

No ha ayudado nada que Rusia y China hayan dado el visto bueno a seis vacunas que aún están en fase 3. En teoría ya se están administrando a grupos concretos de población, aunque no nos ha llegado ningún dato. Se entiende que estos casos levanten suspicacias, sobre todo por las motivaciones políticas que hay detrás, pero hay que diferenciar lo que está pasando en el resto del mundo. Recordemos que Donald Trump presionó para conseguir un golpe de efecto similar antes de las elecciones, pero los organismos reguladores de Estados Unidos rehusaron saltarse ningún paso. Esto demuestra que el proceso de aprobación funciona bien.

En cuanto se empiece a distribuir de forma generalizada una vacuna (primero la recibirán el personal sanitario y las poblaciones de riesgo), podéis contar con que me veréis al frente de la cola para recibir una dosis. Por responsabilidad social, sí, pero también por motivos puramente egoístas: me muero de ganas de volver a hacer vida normal. Y eso, seamos realistas, solo nos lo permitirán las vacunas.

[Publicado en El Periódico, 23/11/20. Versió en català.]

lunes, 23 de noviembre de 2020

Todavía queda mucho partido

Nos hallamos en un punto complicado de la pandemia. Por un lado, llevamos demasiados meses en una situación trágica, con restricciones importantes al ritmo de vida habitual y con mucha gente sufriendo una reducción significativa de sus ingresos. El desgaste que esto produce es evidente. Por el otro, no paramos de tener buenas noticias sobre las vacunas. En los últimas días, tres de las candidatas más avanzadas (la de Moderna, la de Pfizer y la Sputnik rusa) han anunciado que los resultados parciales de los últimos tests de eficacia y seguridad son positivos, con coberturas de más de 90% en los voluntarios de todas las edades a quienes se las han inyectado. No es extraño que los comunicados de prensa se hayan recibido con la alegría reservada para los regalos de Reyes.

Pero parece que no nos damos cuenta de que entre el drama y la esperanza ha quedado atrapada la realidad. Haría falta que no perdiéramos perspectiva de cómo están las cosas en estos momentos: vivimos todavía en plena segunda ola, intentando poner parches a un barco que hace agua por todas partes, y a muchos meses de distancia del final de la pandemia. En Europa y América sufrimos las consecuencias de una gestión nefasta del primer pico, que pudimos controlar brevemente pero que no llegamos a aplanar del todo, como sí que consiguieron unos cuántos países orientales. Las brasas de aquel fuego se reavivaron rápidamente cuando quisimos volver a la normalidad demasiado rápido, y por eso hemos perdido todo lo que habíamos ganado y ha habido que volver a implementar restricciones.

Corremos el riesgo de que ahora pase exactamente lo mismo. Las ganas de intentar disfrutar de la Navidad se asemejan demasiado al intento fallido de salvar la temporada de verano. Incluso la desescalada por fases tiene un diseño similar. Todo hace pensar que volveremos a pulsar el acelerador y que lo que marcará el ritmo de relajación no será la evidencia epidemiológica sino el calendario. La consecuencia esperable de estas prisas sería una tercera ola a principios de año, y otra vez negocios cerrados para mirar de frenar la curva de contagios. Este es el problema de crear expectativas poco realistas (“sacrifiquémonos ahora para poder tener una Navidad decente”): que no llegamos nunca a acabar del todo con el problema.

El panorama para los próximos meses no es bueno. Si no cambiamos de actitud, no saldremos nunca del ciclo rebrote-restricciones-relajación-rebrote, y esto lo tenemos que tener muy claro, porque el esfuerzo tanto de los ciudadanos como de los gobiernos es clave para conseguir que la cifra de muertos hasta que logremos la inmunidad de grupo sea lo más baja posible. Preparémonos, pues, para un invierno difícil. Y una primavera que no será mucho mejor. Y un verano en el cual seguramente veremos una parte de la población mundial vacunada pero que tampoco será normal. Si nos hacemos a la idea, quizás evitaremos por un lado decepcionarnos cuando las expectativas no se cumplan y por el otro desentendernos antes de tiempo de las obligaciones que tenemos como miembros de una sociedad que atraviesa la crisis sanitaria más importante de las últimas décadas. Todavía queda mucho partido. Lo ganaremos, pero no podemos desfallecer.

[Publicado en El Periódico, 18/11/20. Versió en català.]

jueves, 12 de noviembre de 2020

¿Han sido suficientes estas restricciones?

La situación de la pandemia de Covid-19 en Europa no es buena. Mientras que la segunda ola en muchos lugares de Asia está siendo testimonial, aquí estamos en fase de subida y con peligro de que se descontrole de nuevo. Es por ello que todos los países del continente han empezado a aplicar diversas medidas de contención, más o menos drásticas en función sobre todo de lo que creen que puede proteger mejor la economía. La idea es hacer los recortes mínimos que sean suficientes para parar el golpe y evitar lo que todo el mundo teme, el confinamiento estricto, que ya sabemos que funciona bien pero tiene un coste muy alto.

Aún es pronto para saber si lo conseguiremos. El Estado Español, de nuevo, ha actuado tarde y con poca contundencia. Tiene el dudoso honor de ser uno de los que vio antes el inicio del segundo pico, a mitad del verano, y el que peores datos ha tenido los últimos meses, entre ellas ser el primer país europeo en superar el millón de casos. Por eso, las medidas anunciadas hace unas semanas por el Gobierno fueron celebradas por muchos, porque era urgente actuar, pero a la vez criticadas por temor a que no fueran suficientes, sobre todo comparadas con las que se aplicaban a lugares como el Reino Unido o Alemania, que partían de cifras menos graves. Además, las restricciones han variado dependiendo de cada comunidad autónoma.

Esta estrategia en principio puede ser buena, porque permite que cada territorio adapte las normas a su realidad, pero tiene el peligro de depender de la capacidad de gestión de los gobiernos locales, que ya hemos visto a lo largo de la pandemia que a veces presenta limitaciones serias. Está prevista una evaluación del efecto que han tenido las medidas y se revisen si hace falta. ¿Han ido tan bien como se esperaba?

Algo que hemos aprendido desde febrero es que cualquier norma que limite los contactos sociales consigue frenar la curva de contagios, aunque sea poco. Efectivamente, todos los indicadores han mejorado estos días. La Rt media en el Estado está ligeramente por debajo de 1, lo que quiere decir que la pandemia entraría en fase de bajada, después del pico de 1,24 del 21 de octubre. Pero la incidencia de casos acumulados por 100.000 habitantes de la última semana (IA7) sigue alta en muchas comunidades, como Catalunya y Aragón, que superan los 300. Por otra parte, en Galicia y Valencia la IA7 ya ha bajado de 100, lo que se considera el límite a partir del cual la situación es controlable. Globalmente, el total de casos diarios también disminuye ligeramente, desde el pico de más de 16.000 que se vio a principios de la semana pasada.

Estas cifras son positivas y parecería que quieren decir que la situación mejora, pero deben interpretarse con precaución. Por un lado, dependen de la cantidad de pruebas: si se hacen menos, la disminución que se ve es artificial. Navarra ha realizado hasta ahora 700 por cada mil habitantes, entre PCR y test rápidos, la que más, mientras que Catalunya no llega a 350. Por otra parte, debemos esperar para confirmar si se mantiene el descenso antes de aligerar las limitaciones impuestas. El indicador más claro del éxito de las restricciones es la saturación de los hospitales, especialmente las UCI, y la mortalidad, pero los efectos en estos datos aún tardarán semanas en verse.

¿Qué se debería hacer a partir de ahora? La situación mejora, pero queda mucho trabajo. Lo más importante es no confiarse. Debemos continuar unas semanas con estas tendencias a la baja para asegurarnos de que la pandemia vuelve a una fase menos peligrosa. No podemos repetir el error del verano: querer recuperar la vida normal rápidamente después de las restricciones. Debemos entender que, durante los próximos meses, tendremos que continuar limitando nuestra actividad todo lo que sea posible. Sin que una parte amplia de la población haya recibido la vacuna no puede haber la "nueva normalidad" que todo el mundo quiere, por tanto el mensaje no puede ser que tenemos que hacer un esfuerzo ahora para podernos relajar después, de cara a las fiestas. Esto es precisamente lo que ocurrió en verano, y ya hemos visto cómo terminó de mal. Debemos dejar de pensar que esta Navidad será como siempre, porque con esta actitud lo que nos espera es un rebrote importante en enero.

Por mucho que los casos sigan disminuyendo estas próximas semanas, no podemos pretender recuperar inmediatamente la tranquilidad, sino que tanto el Gobierno como los ciudadanos tenemos que ser prudentes. Es cierto que la pandemia nos está pidiendo sacrificios importantes, a algunos más que a otros, pero recordemos que son temporales y los hacemos para salvar vidas mientras no llega la inmunidad de grupo.

[Publicado en El Periódico, 9/10/20]

lunes, 2 de noviembre de 2020

¿A quién debemos escuchar?

Estos días ha resucitado una idea que se propuso al principio de la pandemia, la de buscar la inmunidad de grupo de una manera espontánea, dejando que la gente se infecte mientras se aíslan solo los vulnerables. Lo han recomendado unos científicos de renombre en la llamada 'Declaración de Great Barrington'. Esto supondría hacer lo contrario de lo que persiguen las medidas actuales, que es intentar protegernos para evitar el máximo número de contagios hasta conseguir la inmunidad gracias a la vacuna.

No hace falta saber mucho de epidemiología para entender los puntos débiles de la estrategia. Para empezar, a pesar de que la mayoría de muertes se ven en las poblaciones de riesgo, también hay víctimas entre gente sana de todas las edades. Además, todavía no conocemos las consecuencias a largo plazo del covid-19 ni qué problemas de salud conllevará. Algunos síntomas (cansancio, ahogo, pérdida de olfato...) pueden durar meses. Y en un estudio del Hospital Universitario de Fráncfort, el 78% de los pacientes que se habían recuperado presentaban alguna afectación cardiaca. Finalmente, la idea de aplicar restricciones solo a los ancianos y enfermos es difícil de implementar, porque es imposible evitar del todo que interaccionen con personas de otros grupos.

La conclusión es que esta táctica no es ni ética ni factible, porque las cifras de mortalidad y morbilidad que se alcanzarían serían demasiado elevadas. No lo digo yo, sino la gran mayoría de expertos en el tema, por eso es sorprendente que gente con buena reputación científica haya vuelto a poner la idea sobre la mesa. Empeñarse en caminos que ya se ha visto que no llevan a ninguna parte puede ser peligroso, porque aquí no estamos hablando de una simple discrepancia académica, sino de decisiones de salud pública que afectan a la supervivencia de la población. Además, erosiona la confianza que tienen los ciudadanos en los expertos, que dan la imagen de contradecirse constantemente.

En una entrevista que me hicieron hace poco, insistí en que, antes de tomar decisiones, los políticos deben hacer caso a los científicos. Uno de los tertulianos comentó entonces: "Sí, ¿pero a quiénes?". Citando precisamente la controversia con la 'Declaración de Great Barrington'. Es una duda muy válida. No todo el mundo tiene claro cómo funciona la ciencia, y es necesario que lo expliquemos mejor. El conocimiento avanza gracias a la discusión y el debate. Cuando no hay suficiente información para saber con certeza una respuesta, solo podemos proponer teorías, a menudo enfrentadas, y es inevitable que algunas sean más acertadas que otras. Pero a medida que vamos sabiendo más, ciertas opciones se convierten en marginales y otras en aceptadas. A los humanos nos gusta apostar por aquellos que van a contracorriente y se enfrentan al orden establecido. Son personajes que quedan muy bien en la películas pero, en el entorno científico, suelen estar equivocados. La ciencia no funciona con intuiciones, sino con datos contrastables que cualquiera con un poco de experiencia puede interpretar. Por eso, cuando son bastante claros, nos acabamos poniendo de acuerdo.

La respuesta, pues, es que los políticos y la sociedad deben elegir las recomendaciones apoyadas por la mayoría de los científicos y no dejarse deslumbrar por la mística que emanan los disidentes. O, aún peor, escoger la opción que encaja mejor con tu agenda, independientemente de su solidez científica. La 'Declaración de Great Barrington' podría ser un ejemplo, porque se han escudado políticos poco partidarios de implementar medidas restrictivas, que el resto de expertos dicen que son las únicas que funcionarán ahora. Otra es Li Meng-Yan, una científica china a la que algunos medios están haciendo un caso exagerado estos días porque es una de las pocas que todavía dice que el SARS-CoV2 fue creado en el laboratorio, cuando no hay ningún dato fiable que lo acredite. Al contrario: el virus es 96% idéntico a su antecesor inmediato, el RaTG13, que hace décadas que circula entre murciélagos.

Por eso es importante que los líderes se dejen asesorar, no por un experto, sino por un comité amplio y heterogéneo de expertos. Deben priorizar los consejos tomados por consenso y entender en qué datos se apoyan. A veces se equivocarán, pero no tanto como con la estrategia de anteponer la política a la ciencia. Actualmente, las disputas entre partidos han conseguido que la arrogancia se imponga a la cordura. No nos podemos permitir que dentro de un gobierno haya alguien poco capacitado que tome decisiones al margen de lo que dicen los expertos solo porque los apoya un político de otro color, porque el precio de esta incompetencia no se paga en votos, sino en vidas.

[Publicado en El Periódico, 26/10/20. Versió en català.]