Nos hallamos en un punto complicado de la pandemia. Por un lado, llevamos demasiados meses en una situación trágica, con restricciones importantes al ritmo de vida habitual y con mucha gente sufriendo una reducción significativa de sus ingresos. El desgaste que esto produce es evidente. Por el otro, no paramos de tener buenas noticias sobre las vacunas. En los últimas días, tres de las candidatas más avanzadas (la de Moderna, la de Pfizer y la Sputnik rusa) han anunciado que los resultados parciales de los últimos tests de eficacia y seguridad son positivos, con coberturas de más de 90% en los voluntarios de todas las edades a quienes se las han inyectado. No es extraño que los comunicados de prensa se hayan recibido con la alegría reservada para los regalos de Reyes.
Pero parece que no nos damos cuenta de que entre el drama y la esperanza ha quedado atrapada la realidad. Haría falta que no perdiéramos perspectiva de cómo están las cosas en estos momentos: vivimos todavía en plena segunda ola, intentando poner parches a un barco que hace agua por todas partes, y a muchos meses de distancia del final de la pandemia. En Europa y América sufrimos las consecuencias de una gestión nefasta del primer pico, que pudimos controlar brevemente pero que no llegamos a aplanar del todo, como sí que consiguieron unos cuántos países orientales. Las brasas de aquel fuego se reavivaron rápidamente cuando quisimos volver a la normalidad demasiado rápido, y por eso hemos perdido todo lo que habíamos ganado y ha habido que volver a implementar restricciones.
Corremos el riesgo de que ahora pase exactamente lo mismo. Las ganas de intentar disfrutar de la Navidad se asemejan demasiado al intento fallido de salvar la temporada de verano. Incluso la desescalada por fases tiene un diseño similar. Todo hace pensar que volveremos a pulsar el acelerador y que lo que marcará el ritmo de relajación no será la evidencia epidemiológica sino el calendario. La consecuencia esperable de estas prisas sería una tercera ola a principios de año, y otra vez negocios cerrados para mirar de frenar la curva de contagios. Este es el problema de crear expectativas poco realistas (“sacrifiquémonos ahora para poder tener una Navidad decente”): que no llegamos nunca a acabar del todo con el problema.
El panorama para los próximos meses no es bueno. Si no cambiamos de actitud, no saldremos nunca del ciclo rebrote-restricciones-relajación-rebrote, y esto lo tenemos que tener muy claro, porque el esfuerzo tanto de los ciudadanos como de los gobiernos es clave para conseguir que la cifra de muertos hasta que logremos la inmunidad de grupo sea lo más baja posible. Preparémonos, pues, para un invierno difícil. Y una primavera que no será mucho mejor. Y un verano en el cual seguramente veremos una parte de la población mundial vacunada pero que tampoco será normal. Si nos hacemos a la idea, quizás evitaremos por un lado decepcionarnos cuando las expectativas no se cumplan y por el otro desentendernos antes de tiempo de las obligaciones que tenemos como miembros de una sociedad que atraviesa la crisis sanitaria más importante de las últimas décadas. Todavía queda mucho partido. Lo ganaremos, pero no podemos desfallecer.
[Publicado en El Periódico, 18/11/20. Versió en català.]
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