lunes, 29 de diciembre de 2014

El descubrimiento del año

Siempre que se acaba el año, periódicos y revistas airean listas de éxitos de todo tipo, que a su vez sirven de resumen de los libros, los discos, los conciertos, los personajes o las noticias que más han destacado los últimos 12 meses. También lo hacen las publicaciones científicas. Prácticamente en todos los 'top ten' del 2014 ha figurado, en lo alto y con letras de oro, la hazaña de la sonda 'Rosetta' y su estudio pionero del cometa 67P/ Churyumov-Gerasimenko. Han aparecido también, entre otros, descubrimientos de fósiles interesantes que han aclarado momentos clave de la evolución o avances en biología sintética que anuncian posibilidades impactantes para un futuro cercano.

Algunas listas mencionaban un experimento que ha dado unos resultados sorprendentes en el campo del envejecimiento. Lo que han hecho es mezclar la circulación de un ratón joven con la de uno de edad avanzada, una técnica complicada pero que hace más de 150 años que se conoce. Lo que vieron los científicos es que el animal viejo acababa 'rejuveneciendo' cuando la sangre del otro corría por sus venas. Esto se ha ido descubriendo gradualmente desde principios de este siglo, pero la novedad es que este año se ha hallado el factor específico presente en el plasma que se cree que sería el responsable del efecto. Se llama GDF11 y en estos momentos se está llevando a cabo el primer ensayo clínico para determinar si realmente tiene propiedades 'anti-ageing': 18 afectados de la enfermedad de Alzheimer están siendo tratados con inyecciones de plasma de donantes jóvenes y se espera que a final del 2015 sabremos si tienen algún efecto positivo a la hora de frenar el deterioro neuronal.

No es el único tratamiento contra el envejecimiento que podría funcionar. A pesar de que actualmente aún no tenemos ningún producto que sea verdaderamente útil en este sentido, hay un montón de laboratorios en todo el mundo, entre ellos el mío, buscando posibles soluciones. Una podría ser los antinflamatorios, unas pastillas que mucha gente toma regularmente. Concretamente, la semana pasada se publicó en la revista 'PLOS Genetics' que el ibuprofeno alarga entre el 10 y el 17% la vida de gusanos, levaduras y moscas, tres modelos usados frecuentemente en investigación. Las razones de este efecto inesperado aún no están muy claras.

Resultados similares se han visto con la metformina, un fármaco que usamos hoy para controlar la diabetes, o la rapamicina, que tiene el problema de ser un inmunosupresor importante. Además, en mi laboratorio hemos descubierto una sustancia que prolonga la esperanza de vida de las moscas más de un 20%, a la vez que las mantiene más activas, unos resultados que esperamos hacer públicos próximamente. Y hay muchas otras opciones que se están estudiando, con resultados preliminares positivos. El caso es que todavía no sabemos si ninguno de estos tratamientos tendrá algún efecto en humanos. La mayoría de expertos cree que un día u otro encontraremos algo que frenará (poco o mucho) nuestro envejecimiento. Puede ser un momento histórico que abra las compuertas de una revolución médica sin precedentes.

Explicaba todo esto en una charla que hice la semana pasada en un instituto y una de las primeras preguntas que me hicieron los alumnos fue por qué los científicos estamos tan obsesionados con detener el envejecimiento, cuando hay otros problemas más importantes. Le contesté que cuando tuviera 40 años y le empezaran a chirriar algunas articulaciones entendería rápidamente la razón. La búsqueda de la inmortalidad es una obsesión antigua, reflejada ya en una de las primeras obras literarias conocidas, 'La epopeya de Gilgamesh', de cerca de 4.000 años de antigüedad, y ahora que por fin entendemos a nivel celular por qué nos hacemos viejos no nos detendremos.

El problema es que la ciencia está avanzando más rápidamente que la sociedad. ¿Estamos preparados para un mundo en el que una parte importante de los humanos (inicialmente la de los países ricos, con toda seguridad) viva más de 100 años? ¿Cómo aseguraremos la sostenibilidad de una población en la que el porcentaje de viejos supere con mucho el de jóvenes? ¿Dónde meteremos tanta gente si los nacimientos continúan al mismo ritmo pero tardamos mucho más en morir?

No son escenarios apocalípticos sacados de libros de ciencia ficción, sino realidades que la investigación biomédica puede hacer posibles a corto o medio plazo. Tanto en conferencias como en uno de mis últimos libros de divulgación ('Jugar a ser dioses', escrito a medias con Chris Willmott) defiendo que tenemos que empezar a debatir estos temas lo antes posible, para que los investigadores, mientras tanto, sigamos haciendo nuestro trabajo. Debemos evitar que llegue un día en que el descubrimiento científico del año sea a la vez el anuncio de una catástrofe social de repercusiones imprevisibles.

[Artículo publicado en El Periódico, 06/9/14 (en català).]

martes, 16 de diciembre de 2014

Estas Navidades... ¡regala libros!

Si buscáis un libro con un toque de ciencia para regalar (o regalaros) estas Navidades, permitidme que os recomiende uno que se acaba de publicar, que he coescrito con otros dos científicos (David Bueno y Eduard Martorell). Se llama Los límites de la vida y es una novela sobre qué significa estar vivo. Hay mucha ciencia, un poco de filosofía pero también intriga y romance. Recomendable para todo el mundo que esté interesado en la ciencia, de 12-13 años en adelante. Aquí tenéis el booktrailer:


Lo podéis comprar online aquí o aquí (en formato digital).

Ya de paso os recomiendo los otros libros de que he publicado en castellano (disponibles todos aquí o aquí), y para los que vivís en América, aquí):

Divulgación científica:
Inmortales y perfectos (2008)
Las grandes plagas modernas (2010).
Qué es el cáncer (y por qué no hay que tenerle miedo) (2013)

Novela:
Colmillos (2011)

Cuentos para niños:
Cinco días en otro planeta (2013)

martes, 2 de diciembre de 2014

La recompensa de la nostalgia

Quentin Compson es un joven estudiante que, desde una habitación en la residencia de la Universidad de Harvard, recuerda la historia de varias generaciones de su familia y, de rebote, la vida en el sur de los Estados Unidos que acaba de dejar atrás. El año es 1936, y la narración de Quentin es el núcleo de '¡Absalón, Absalón!', una de las novelas más conocidas de William Faulkner y un buen ejemplo del uso literario de la nostalgia para crear obras de arte perdurables. Otro caso, tan conocido que muchos pueden citar sin ni siquiera haber abierto el libro, es la magdalena 'proustiana', que con un simple mordisco desencadena los recuerdos que llenan los seis volúmenes de 'En busca del tiempo perdido'. ¿Qué tiene la nostalgia que nos fascina tanto, desde el punto de vista creativo y, por tanto, también desde el emocional?

Si la pregunta te la puedes hacer leyendo a escritores tan prestigiosos como Faulkner o Proust, una posible explicación biológica se podía encontrar hace poco en la revista 'Neuron', en la que un artículo escrito por unos científicos de la Rutgers University, en New Jersey, proponía que el ejercicio de la nostalgia desencadena una respuesta química en el cerebro comparable a la que experimentamos cuando nos dan dinero. Es decir: desconectar del presente para repasar los 'grandes éxitos' del pasado genera una recompensa física tangible, lo que explicaría por qué somos adictos a la nostalgia. Para demostrarlo, el grupo de investigadores dirigido por el doctor Mauricio Delgado pidió a un grupo de voluntarios que recordaran momentos felices y otros neutros mientras se sometían a una resonancia magnética funcional, una técnica de imagen que permite ver en tiempo real qué partes del cerebro están activas y cuáles no. Como era de esperar, todos los sujetos se pasaban más tiempo pensando en los recuerdos agradables que en los que no tenían ningún componente emocional positivo. Las mejores experiencias de la vida

Lo más sorprendente era que, durante la sesión nostálgica, se les encendían unas zonas cerebrales conocidas como el córtex medial prefrontal y el cuerpo estriado, las mismas que se sabe que responden siempre que hay una ganancia económica. Con su curiosidad en aumento, los científicos les propusieron otro experimento. Les ofrecieron una cantidad de dinero para recordar un hecho positivo y una más elevada para recordar uno neutro. La mayoría de voluntarios no lo dudaban: preferían menos dinero a cambio de poder disfrutar una vez más de las mejores experiencias de su vida. Además, la respuesta neurológica observada con la resonancia era de mayor magnitud en aquellas personas que después de la sesión decían que su estado de ánimo había mejorado notablemente.

Todo esto demostraría que esta necesidad mental de volver periódicamente a lo bueno que hemos dejado atrás tiene una razón de ser, más allá de proporcionar temas interesantes a los artistas. Solo hay que reconocer cómo disfrutamos de festivales nostálgicos como pueden ser las cenas con amigos de la infancia, donde la inevitable sucesión espontánea de batallitas obliga al córtex medial prefrontal a hacer horas extras. La capacidad tan típica de los humanos de perdernos en los recuerdos podría ser en realidad una estrategia más de la evolución, una respuesta biológica tal vez aparecida gracias a unas conexiones neurológicas accidentales, que la selección natural habría conservado por claros efectos euforizantes que tendrían en nuestro estado de ánimo. La voluntad de innovar

Pero abusar puede ser peligroso. Así como una dosis razonable de nostalgia parece ser saludable, convertirla en una máxima que te dirija el curso de la vida, como aún ahora podemos ver que hacen ciertos elementos reaccionarios de la sociedad, va en contra de lo que ha permitido que nuestra especie lograra hitos espectaculares: la voluntad de innovar. El problema viene cuando se quiere ir más allá del ejercicio de la imaginación para intentar reproducir, en un entorno contemporáneo, lo que la memoria nos dice que era mejor, en lugar de continuar caminando adelante. Para avanzar debemos venerar el pasado, pero siempre sabiendo qué tenemos que dejar atrás.

De una manera u otra, la nostalgia es una parte importante de nuestra existencia, y ahora sabemos que esto tiene una razón biológica de ser. Está muy integrada en las rutinas vitales de la humanidad, lo que hace que acabe reflejándose en las manifestaciones artísticas o que algunos lo utilicen de estandarte para justificar su tradicionalismo. Incluso el lenguaje ha sentido la necesidad de crear palabras únicas para definirla, como la 'saudade' portuguesa o la morriña gallega, por poner dos ejemplos practicamente intraducibles. No tiene nada de malo recrearse un rato en los recuerdos felices: el cerebro se lo agradecerá. Téngalo bien presente, y la próxima vez que hinque el diente a una magdalena hágalo sin remordimientos pero con mesura.

[Artículo publicado en El Periódico, 06/9/14 (en català).]