A todos nos han explicado en un momento u otro que la diferencia natural de tonos de nuestra especie es debida al sol. Las etnias son progresivamente más oscuras a medida que su lugar de origen se acerca al ecuador, porque allí es donde somos más vulnerables a los dañinos rayos ultravioleta. Sin que nos protegiera de ellos la melanina que fabrican ciertas células, y que es la que determina el color de la piel, las mutaciones serían mucho más frecuentes. Como consecuencia, también lo serían los cánceres. La abundancia de melanina, nos han dicho, es una adaptación al entorno seleccionada por sus beneficios sobre la capacidad de sobrevivir.
Esto es esencialmente cierto: alguien de complexión pálida expuesto al sol tropical sin protección tiene un riesgo muy elevado de quemarse y tener problemas serios. Pero cada vez hay más información que sugiere que hemos simplificado los motivos responsables del proceso y que el hecho de que vengamos en un amplio pantone de marrones tiene unas raíces mucho más complejas. El primer dato que nos debe hacer sospechar de la versión oficial es que los Homo sapiens primigenios, que surgieron en África hace unos 200.000 años, ya eran oscuros. Así pues, estrictamente hablando, la selección natural en realidad ha hecho que con los siglos apareciera la piel blanca, no la negra, que es nuestro color original.
A menos que ser negro en, pongamos por caso, Suecia fuera un inconveniente importante, podríamos pensar que la evolución no nos habría hecho palidecer a medida que nuestros antepasados emigraban hacia el norte. Según un artículo publicado recientemente, no es tan sencillo. Una parte de la culpa la seguiría teniendo el sol, pero sin nada que ver con el daño que causa al ADN y cómo esto da tumores malignos. La razón sería nuestra dependencia de la vitamina D, que mayoritariamente fabricamos en la piel gracias a los rayos ultravioleta. Se sabe que un déficit de esta vitamina tiene efectos importantes en la salud y que, cuanto más oscuros somos, más horas de sol son necesarias para conseguir generar los niveles mínimos. Por tanto, los milenios de evolución nos habrían desteñido para que pudiéramos aprovechar mejor el sol tenue de las latitudes europeas y asiáticas, donde no es tan importante la protección de la melanina.
Esta teoría también tiene agujeros. Aunque la salida de África comenzó hace unos 40.000 años, hace solo 8.000 en la península Ibérica todavía éramos mayoritariamente de piel negra, como demuestran unos estudios genéticos realizados por el equipo de Carles Lalueza-Fox, de la Universitat de Barcelona, a un esqueleto hallado en La Braña. Los últimos trabajos dicen que, en Ucrania, los genes relacionados con la pigmentación aún estaban evolucionando hace 5.000 años. Es decir, nuestra pérdida de color no fue tan rápida como cabría esperar si la única explicación fuera facilitar la absorción de luz ultravioleta para generar vitamina D. Esto podría ser porque los primeros humanos eran básicamente cazadores y ya la obtenían de forma suficiente de los peces y animales que componían la mayor parte de su dieta. A partir de la revolución del Neolítico y el cambio alimentario que llevó la agricultura, el papel del sol para mantener los niveles adecuados de vitamina podría haber pasado a ser más relevante.
El hecho de que junto con el aclarado de la piel aparecieran otras características en principio sin ninguna utilidad práctica, como los ojos azules y el pelo rubio, corrobora que aún debe haber más mecanismos implicados. Los científicos lo explican por la intervención de la selección sexual, que a menudo olvidamos que también tiene un papel relevante en nuestra evolución. Esta selección es mucho más impredecible que la natural porque se basa en el hecho de que ciertas características son más atractivas para el sexo contrario. Esto facilita que los individuos que las tienen se reproduzcan más fácilmente, y así los genes responsables pasen a las siguientes generaciones, sin que necesariamente proporcionen otra ventaja.
A menudo la selección natural y la sexual han coincidido. A los hombres nos gustan los pechos grandes y las caderas generosas porque son señales de fertilidad que predicen una mejor propagación de nuestro ADN. Y a las mujeres les atraen los hombros anchos y los brazos fuertes porque anuncian más capacidad de proteger las crías. En un entorno social, estos motivos pierden relevancia, y los individuos más atractivos lo son por rasgos determinados por coyunturas sociales, a veces muy aleatorias. Por lo visto, a los trogloditas les gustaban las rubias de piel clara, y así hemos evolucionado. ¿Hacia dónde nos llevarán los gustos modernos? ¿Cómo serán los humanos de los próximos milenios? ¿Nos acabaremos pareciendo todos a Justin Bieber y a Kim Kardashian? Quizá mejor que no estemos allí para verlo.
2 comentarios:
Muy bueno el articulo, aunque tambien tiene flecos, porque, y el hombre primitivo asiatico?
Efectivamente, ojalá no estemos allí para verlo; además que quién sabe si podamos sobrevivir unas cientos de generaciones más. A las mujeres ya no les interesa tener hijos y los hombres no es que hagamos mucho por fertilizarlas, así que quizá ni sobrevivamos.
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