Los humanos hemos modificado genéticamente seres vivos incluso milenios antes de saber qué era un gen. Por ejemplo, desde que apareció la agricultura hemos estado seleccionando de una manera muy rudimentaria las características que más nos interesaban de las plantas. Pasa lo mismo con los animales domésticos: han sufrido siglos de cruces planificados para potenciar los rasgos que más se avienen a nuestras necesidades. A partir de la segunda mitad del siglo XX, la ciencia permitió acelerar este proceso. Entender que los organismos están definidos por su ADN fue el primer paso para manipular en el laboratorio. Esto nos ha permitido añadir (y quitar) genes específicos de vegetales o animales, lo que globalmente llamamos transgénicos.
Dejando de lado el impacto que puedan tener en la cadena alimentaria, estas alteraciones genéticas son una herramienta imprescindible en los laboratorios de todo el mundo. Gracias a ellas descubrimos cómo funcionan los genes y encontramos tratamientos para enfermedades. Los científicos trabajamos habitualmente con estos transgénicos, desde moscas a gusanos pasando por peces y, quizá lo más habitual, ratones. Actualmente podemos jugar con el ADN de una manera muy precisa, hasta el punto de que sabemos apagar o encender genes en momentos concretos y así conseguir animales inmunes al cáncer o con una esperanza de vida mucho más elevada de lo normal, por citar dos ejemplos.
Viendo estos resultados prometedores, podríamos preguntar por qué no lo aplicamos directamente a los humanos: en principio, modificando nuestros genes podríamos hacernos resistentes a enfermar, mejorarnos en general y quizá avanzar un poco hacia la inmortalidad. Hay dos razones que nos lo impiden. La primera es que es ilegal. Todos los países tienen leyes que condenan la manipulación de embriones porque, con los conocimientos que tenemos, las consecuencias serían imprevisibles y los resultados podrían vulnerar los derechos humanos más básicos. Pero este es un motivo formal: que esté prohibido no significa que en un momento dado alguien no decida saltarse las normas y probarlo. La segunda razón es que es imposible: por motivos que no están del todo claros, no se ha logrado utilizar con éxito estos procedimientos en ningún tipo de primate, lo que descarta también los humanos.
Una de las noticias científicas del año pasado fue el descubrimiento de un nuevo sistema para editar genomas llamado CRISPR-Cas, que permite cortar y pegar secuencias de una manera más rápida y efectiva. Es un hallazgo extremadamente útil para quienes preparan transgénicos para la investigación. Un artículo publicado en la revista Cell a principios de febrero sugiere, además, otra posibilidad. Usando el CRISPR-Cas, unos investigadores de la Universidad de Nankín, en China, han conseguido crear los primeros macacos manipulados genéticamente. Esto podría servir para estudiar fenómenos biológicos en un modelo evolutivamente más cercano, aunque ya hace tiempo que los experimentos en monos se han reducido mucho. Ahora ya solo se hacen en casos excepcionales y cuando no hay otra alternativa válida. Por tanto, las aplicaciones reales del descubrimiento seguramente serán pocas.
Pero si miramos un poco más allá entenderemos que esta noticia significa que hemos superado la última barrera técnica de la manipulación genética: ya funciona en primates. ¿Llegará el momento en que pensemos en intentarlo también en humanos? Por ahora no hay que preocuparse, porque el sistema no es muy efectivo: se necesitaron 180 embriones para conseguir 83 que pudieran ser implantados en úteros, de los que solo 10 embarazos progresaron y, al final, nació un solo mono transgénico. Unos números así hacen que no sea éticamente factible trasladarlo a nuestra especie. De momento.
Los protocolos sin duda mejorarán y, a lo largo de las próximas décadas, probablemente nos encontraremos en un punto en el que lo único que nos impedirá modificarnos será la voluntad de hacerlo. ¿Qué pasará entonces? ¿Seguiremos defendiendo una prohibición universal por los posibles malos usos, a pesar de los beneficios que se podrían derivar? Quizá nosotros no, pero nuestros hijos, o como mucho nuestros nietos, deberán implicarse en el debate, porque este puede ser el cambio más importante de la humanidad en todos sus milenios de historia. ¿Estaremos alguna vez a la altura para poder usar este regalo de la forma adecuada? ¿Qué futuro espera a la humanidad una vez hayamos aprendido todos los secretos de la genética? ¿Nuestra destrucción o el paso a un nuevo estado evolutivo? Confieamos en que, de la misma manera que hemos evitado que el descubrimiento de la energía nuclear nos borre del planeta, seremos lo suficientemente inteligentes para superar también este reto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario