miércoles, 21 de noviembre de 2018

¿Las mujeres y los niños primero?

Este planeta dispone de un auténtico tesoro biológico, organismos tremendamente diversos, capaces de sobrevivir en condiciones extremas, de una complejidad física esculpida por milenios de selección natural y dotados de unos engranajes microscópicos que funcionan con una exactitud que desafía la lógica. Pero quizás lo que me fascina más de la vida terrestre, y perdonadme por ser tan antropocéntrico, es la riqueza cultural de las tribus humanas.

Lo que estos frágiles bípedos de cerebros hiperactivos hemos llegado a construir a golpes de imaginación e ingenuidad rivaliza sin problemas con la sorprendente orfebrería aleatoria de la evolución. Gran parte del encanto de la cultura es no ser homogénea. El porcentaje de nuestra humanidad que heredamos a través de los genes tiene una hoja de ruta muy clara y, aunque aparentemente no lo parezca, varía solo dentro de un pequeño margen, bien definido. Pero todo lo demás, que adquirimos del entorno a partir del primer aliento, tiene una flexibilidad mayúscula y pocas normas que sea necesario respetar. Es por ello que la diáspora humana por los seis continentes ha generado un enorme catálogo de culturas, con algunos rasgos comunes, ciertamente, pero también con diferencias bastante sustanciales.

A algunos les gustaría poder barrer esta diversidad para simplificar lo que define a los humanos, y se esfuerzan en destruir las culturas menos voluminosas en nombre de las supuestas ventajas de la globalización. A menudo, son los mismos que encuentran excesiva la variedad de nuestro ADN y nos querrían todos cortados por un patrón genético similar. Veremos quién gana el pulso entre las tendencias naturales y la estupidez, que es una partida que se prevé larga.


Mientras tanto, tendremos que lidiar con el efecto colateral de la diversidad: la dificultad de ponernos de acuerdo. Por ejemplo, a la hora de definir normas que se puedan aplicar de manera universal. Es evidente que resulta extremadamente difícil adoptar un código moral con el que todos nos podamos sentir cómodos. Un debate reciente en este campo lo ha propiciado la necesidad de programar los futuros coches inteligentes, que puede ser que en algún momento se encuentren en la coyuntura de tener que determinar si atropellan a un peatón o lo esquivan poniendo en riesgo a los pasajeros.

Cuando los humanos tenemos que tomar decisiones de este tipo, no tenemos tiempo de procesar todas las variables, y el instinto acaba imponiéndose a la razón. Pero un ordenador no sufre estas limitaciones: por eso necesita seguir una serie de directrices claras. Unos científicos del MIT han hecho un experimento 'on line', llamado Moral Machine, para determinar cómo las diferentes culturas responden al dilema ético del coche y ver si así podía derivar en una regulación única. Se trataba de escoger simples opciones binarias. ¿Es preferible que se muera un niño o un hombre? ¿Un hombre o dos hombres? ¿Un hombre o una mujer? ¿Un hombre o un perro? ¿Un médico o un sintecho? ¿Un joven o un viejo? ¿Una persona obesa o un deportista? ¿Un criminal o un ciudadano obediente?

Los resultados de 2,3 millones de respuestas repartidas por todo el globo, publicados hace un par de semanas en 'Nature', revelan un cierto código moral básico transversal. Globalmente, hay una tendencia compartida a preferir salvar a humanos antes que a animales, los más jóvenes y cuantas más personas mejor. Pero si miramos los detalles, los datos son heterogéneos y demuestran que las diferentes culturas se dividen en tres grandes grupos (etiquetados como occidentales, orientales y meridionales), que expresan preferencias divergentes. Así, en las meridionales (América Latina, Francia, norte de África) salvarían antes a las mujeres, los niños y los individuos de nivel social elevado. En cambio, en las orientales (Próximo Oriente) valoran más a las personas de edad avanzada y a los hombres. Y en las occidentales (donde estamos incluidos) cuenta más el número de personas y la juventud.

La conclusión de este estudio es que nos costará escribir las instrucciones para programar los coches autónomos, como nos cuesta estar de acuerdo a la hora de definir los derechos humanos básicos y cómo debemos asegurarnos de que todo el mundo pueda disfrutar de ellos. Cada nación y cada cultura tienen sus líneas rojas en cuanto a la igualdad, la libertad de pensamiento y de expresión y el alcance de la fraternidad que están dispuestas a desempeñar. Debemos aceptar que la variedad cultural que nos hace tan interesantes es también un obstáculo a la hora de elegir una estrategia que nos permita avanzar hacia un futuro mejor. Pero esto no quiere decir que tengamos que darnos por vencidos y dejar de luchar para que el mínimo común denominador sea cada vez mayor.

[Publicado en El Periódico, 10-11-18. Versió en català.]