martes, 11 de agosto de 2015

El problema de las vacunas

Por diversos motivos, últimamente se oye hablar mucho de vacunas. La semana pasada recibí con alegría la noticia de que, por fin, estamos a punto de tener una contra la malaria, una enfermedad que mata a cerca de tres cuartos de millón de personas al año. Se llama Mosquirix (antes se conocía como RTS,S) y el impacto que puede tener en países del África subsahariana, donde la malaria tiene más prevalencia, es fenomenal. Más o menos al mismo tiempo se hacía público en la revista The Lancet un ensayo clínico realizado en Guinea con la primera vacuna experimental contra el ébola, un ejemplo de lo que se puede lograr cuando científicos de todo el mundo trabajan con un objetivo común y con una rapidez proporcional a la gravedad de la epidemia. El próximo brote de este virus, que mata hasta al 90% de los infectados que no tengan acceso a los tratamientos necesarios, debería ser mucho más fácil de contener.

A pesar de la mala prensa que tienen las vacunas, no he leído muchas opiniones en contra de estas dos, aparte de los habituales que ven conspiraciones incluso debajo de las piedras. Y eso que, si se quiere, seguro que se les podrían encontrar pegas. Por ejemplo, aunque la protección que proporciona la del ébola puede ser espectacular (dicen que llegaría al 100%), la de la malaria tiene una eficacia de solo el 30%. Es un porcentaje que hubiera hecho desestimar cualquier otra vacuna, pero la necesidad es tan imperiosa que se ha optado por salir adelante de todos modos. Además, se ha desarrollado en buena parte gracias al capital privado que ha aportado una compañía, GSK, al igual que la del ébola, que no habría sido posible sin la inversión de la Merck. Cuando se comercialicen, las farmacéuticas sacarán un provecho considerable (pero seguramente menos que de cualquier otro fármaco que tengan en cartera), y esto debería poner nerviosos a los que creen que su objetivo es solo estafarnos y envenenarnos.

Seguramente, la razón principal del hecho de que la mayoría de reacciones a estas dos vacunas han sido favorables es que es obvio que salvarán muchas vidas. El problema de otras más clásicas, como la triple vírica contra el sarampión, las paperas y la rubéola, es que no nos damos cuenta de que llevan muchos años haciéndolo. Un artículo publicado en la revista PNAS hace un par de meses concluía que para convencer a los detractores de las vacunas es inútil demostrar científicamente que son unos de los mejores fármacos que se han inventado y que tienen un alto porcentaje de éxito y muy pocos efectos secundarios (salen ganando con la comparación con casi cualquier medicamento, incluso la aspirina). La mejor manera, proponen, es enseñarles qué les puede pasar a sus hijos si no los vacunan. Si esto es cierto, es posible que el triste caso del niño de Olot víctima de la difteria consiga que algunos entren en razón.

Los motivos para temer las vacunas que se dan rutinariamente a los niños son irracionales, porque no hay datos sólidos que los corroboren. Pero en todas partes, desde África a Europa, la gente encuentra excusas para justificar que vacunarse es menos seguro que arriesgarse a sufrir una enfermedad grave. En Nigeria, por ejemplo, ahora apenas parece que están a punto de eliminar la poliomielitis, una enfermedad prácticamente erradicada que resurgió con fuerza en el 2003 cuando empezó a correr el rumor de que la vacuna provocaba esterilidad. Y hay que recordar que, debido a que hay padres que hacen caso a fuentes de información equivocadas, en EEUU y Gran Bretaña han aumentado peligrosamente los casos de sarampión, una enfermedad que a finales del siglo pasado todavía mataba casi a un millón de personas al año.

Mientras tanto, cada vez que se comercializa un nuevo fármaco contra el cáncer se elogia unánimemente en todos los medios, a pesar de que normalmente tiene un precio desorbitado, funciona solo en un porcentaje pequeño de los enfermos y a menudo a la larga la esperanza de vida es solo de unos meses. La mayoría de vacunas, en cambio, son relativamente baratas, cubren a cerca de la totalidad de la población y salvan miles de vidas cada año. Cuesta entender que, con este currículo, sigan siendo el malo de la película.

Quizá, aparte de investigar para obtener mejores vacunas lo que habría que hacer es invertir una parte del presupuesto en contratar a un buen equipo de relaciones públicas que limpiara su imagen. Lo dije una vez en una conferencia y, por desgracia, es una máxima que sigue vigente: la peor vacuna del mundo es la que la gente no se quiere poner. Si no conseguimos generar confianza, los avances que se hacen en los laboratorios no servirán de nada. Este es uno de los retos principales que nos espera en los próximos años si queremos ahorrarnos muertes innecesarias por infecciones que se podrían evitar fácilmente.

[Publicado en El Periódico, 11/7/15. Versió en català.]