martes, 26 de junio de 2018

Medidas de inteligencia i predicciones de éxito

En la Universidad de Stanford, en los años 60, el psicólogo Walter Mischel llevó a cabo el famoso 'test del marshmallow' , que medía la capacidad de entender el concepto de gratificación aplazada, o ser capaz de resistir la tentación para obtener un beneficio mayor a medio plazo. Cogió niños de entre 4 y 6 años y les ofreció una golosina (normalmente una nube de azúcar). Si aguantaban 15 minutos sin comérsela, se les retribuía doblando la dosis. La mayoría de sujetos eran capaces de esperar para poder recibir dos marshmallows, aunque les costaba controlarse. Esto demuestra que los humanos, desde muy pronto, entendemos que una recompensa inmediata no es siempre la mejor opción y podemos optar por ignorarla, algo que va en contra de los instintos animales más básicos.

Más interesantes aún fueron estudios posteriores, hechos por el mismo Mischel y otros científicos en los 90, en los que relacionaban la capacidad de aguantar un tiempo determinado sin comerse la golosina con el éxito social que tendría la persona. Los niños que podían esperar más tiempo el premio gordo se convertían en adolescentes con menos problemas de comportamiento y más capacidad de conseguir sus objetivos. Esto tiene una implicación interesante: sería una manera indirecta de medir el impacto de las capacidades intelectuales infantiles con la posición adulta en la escala socioeconómica. Teniendo en cuenta la dificultad de cuantificar estos factores (una crítica habitual es que los tests de inteligencia solo miden lo bueno que eres resolviendo tests de inteligencia, no cómo te irá en la vida), la prueba del marshmallow sería una herramienta bastante única. Pero un artículo publicado hace unas semanas por científicos de la Univerdidad de Nueva York ha rebajado estas correlaciones, tras intentar ampliar los estudios de Mischel y ver que la relación entre la fuerza de voluntad de los niños y su futuro no era tan fuerte como se pensaba. Otros elementos relacionados con la inteligencia, aparte del autocontrol, también jugarían un papel clave en el triunfo.

Una manera diferente de estudiarlo podría ser mirar la organización neuronal de los críos. Un estudio reciente dice que las personas más inteligentes tienen unos circuitos cerebrales mejor organizados, lo que les permite procesar la información de una manera más eficiente y usando menos recursos. Es decir, las imágenes muestran que sus cerebros tienen menos densidad de conexiones entre neuronas y trabajan menos, al contrario de lo que podría parecer lógico. Si se confirma, podríamos usar técnicas para medir la arborización dendrítica a la sustancia gris, que sería una aproximación más precisa y objetiva al elusivo cociente intelectual. Con estos datos, y una vez controlado el impacto del entorno, quizá podríamos comprobar si una mayor capacidad mental de los niños tiene un vínculo directo con el éxito futuro, como sugerían las conclusiones de Mischel.

Los estudios del impacto de la inteligencia son apasionantes pero complejos, y habrá que tener mucho cuidado para asegurarnos de que son correctos y evitar que se malinterpreten. Ya ha pasado otras veces. Sin ir más lejos, hace poco vi en Twitter que alguien citaba un fragmento de unas declaraciones mías para justificar que "los negros eran menos listos". Lo que había dicho, que naturalmente no tenía nada que ver, es que hay poca investigación en el campo de las diferencias intelectuales y las razas, pero no por el intento de ocultar ningún dato políticamente incorrecto, sino por la dificultad para definir ambos conceptos. Si ya cuesta medir la inteligencia aislada de factores socioeconómicos, todavía es más complicado hablar de razas, un término anticuado que se basa principalmente en el color de la piel, y que tiene poco sentido ahora que sabemos que los grupos étnicos, definidos por similitudes genéticas más que de apariencia, son numerosos y de márgenes muy difuminados.

Es por eso que trabajos como los de Mischel son polémicos y muchos científicos prefieren no profundizar: hay demasiados parámetros que pueden distorsionar las conclusiones y demasiada gente esperando cualquier brizna de información que les permita aferrarse a algún ideal retrógrado. Pero aun así, sería importante averiguar, a ámbito global, ¿qué porcentaje de nuestro destino está determinado por las cartas que nos dan los genes y cuál por el entorno. Sobre los primeros tenemos poco que decir, pero podemos incidir mucho sobre las condiciones que permiten nutrir intelectualmente a un niño para asegurarle un futuro mejor.

[Publicado en El Periódico, 16/06/18]

martes, 19 de junio de 2018

Y un regalo post-aniversario...


...de Gonzalo Torné al suplemento Culturas del diario ABC.
Muchas gracias!

martes, 12 de junio de 2018

Somos información

La información es poder. No hace falta explicar demasiado, eso todo el mundo lo tiene claro. Pero quizás no todos nos damos cuenta de que la biología también es información. Del mismo modo que cualquier ordenador tiene su 'software', el 'hardware' biológico depende de una serie de instrucciones almacenadas en un sustrato físico, susceptibles de ser leídas cuando sea necesario. Hablo, naturalmente, del genoma.

Gracias a los grandes avances en las máquinas que leen ADN, actualmente estamos generando incontables terabits de datos biológicos a precios asequibles, y los guardamos en bancos, muchos de ellos de acceso público, que pueden o no estar anonimizados. Los científicos los usamos constantemente, y eso nos permite ir más rápido en nuestras investigaciones, por ejemplo a la hora de diseñar nuevos tratamientos para una enfermedad como el cáncer. Hace unas semanas vimos un uso sorprendente. La policía de Estados Unidos atrapó un sospechoso de ser el Golden State Killer, el asesino que había aterrorizado California durante los años 70 y 80, gracias a un banco que contenía información genética no de él sino de un familiar cercano. Aunque seamos cuidadosos con nuestros datos, los parientes pueden revelar involuntariamente quiénes somos, dónde hemos estado o qué hemos hecho. Son malas noticias para los criminales.

Ahora, no cuesta mucho imaginar que esta tecnología en manos de un estado autoritario que persiga y encarcele a los disidentes o quiera limitar la libertad de expresión podría tener unos usos terribles. Solo hay que recordar el ominoso programa de "ciudadanía por puntos" que está implementando China a golpes de videovigilancia y reconocimiento facial. Si encima pudieran añadir una dimensión genética a todo este control, las posibilidades de escapar del absolutismo de un gobierno que se cree con el derecho de dictar qué deben pensar sus ciudadanos serían mínimas.

Pero las cosas se pueden complicar aún más. Hasta los años 70 del siglo pasado, el 'software' biológico estaba guardado en el que se veía como una memoria ROM, la que se puede leer pero no cambiar. La llegada de las tecnologías de ADN recombinante revolucionaron esta idea y, a partir de entonces, hemos ido perfeccionando las herramientas que nos permiten modificar y reescribir la información genética. La culminación ha sido el descubrimiento del método llamado CRISPR / CAS9, que permite una edición barata y muy efectiva del genoma de prácticamente cualquier ser vivo, incluso los humanos.

Inspirados por estos fabulosos instrumentos, un grupo de científicos propuso recientemente "escribir" todo un genoma humano partiendo de cero. No estamos hablando de cortar y pegar trozos de texto, sino de coger la pluma y redactar una novela entera sobre unas hojas en blanco. Algo parecido se había conseguido ya con una bacteria, que se llamó el primer organismo sintético aunque esto no es del todo exacto, lo que marcaba el camino a seguir. Pero el genoma humano es mucho más complejo. Tanto, que unos meses después de anunciar el proyecto, admitieron que era demasiado ambicioso y abandonaron el objetivo. De momento.

Dentro de unos años los problemas técnicos se habrán superado, y podremos construir un genoma pieza a pieza, el primer paso para crear un humano sintético: si transfiriéramos esta información a un óvulo y lo estimuláramos adecuadamente, podría generar un embrión y así acabaría naciendo un niño que habría sido totalmente diseñado en el laboratorio. Dicho de otro modo, aprovechando el 'hardware' que nos da la naturaleza (un óvulo, un útero), podríamos escribir nuevas piezas de 'software' (un genoma) para reinterpretar la vida. Si sumamos esto a lo que comentábamos sobre los bancos de datos, nada nos impediría reproducir una secuencia antigua. Es decir, si la gente continúa compartiendo públicamente la secuencia de su ADN, alguien podría encontrarse algún día por la calle un clon suyo (o de su padre, o de su abuelo), generado en un laboratorio en cualquier rincón del mundo con acceso a internet.

La información, como la ciencia y la tecnología, no tiene credo ni color. No es buena ni mala. Su impacto depende del uso que le damos. Limitar el acceso se ha demostrado que no es efectivo (en la era de la globalización rampante, los datos siempre encuentran la manera de filtrarse), por eso hay que centrarse en regular cómo se utiliza. El hecho de que sepamos que los seres vivos también somos información plantea una serie de alternativas con implicaciones éticas y sociales muy profundas. Las distopías que hemos leído y visto en el cine están cada vez más próximas y depende de nosotros evitar que se impongan al posible mundo feliz que podríamos modelar con la ayuda de la ciencia.

[Publicado en El Periódico, 18/5/18]

viernes, 8 de junio de 2018

Derrotar al cáncer con el 'Big Data'

Estamos en la era del Big Data, de los datos masivos. La actividad humana genera una cantidad de información ingente, hasta el punto de que no podemos procesarla de manera normal: hacen falta nuevos softwares y hardwares (y técnicos especializados que los sepan usar) para sacar los entresijos. Hoy en día los ordenadores, los teléfonos, los coches e incluso los microondas están recogiendo constantemente datos. A menudo no sabemos qué haremos con todo eso, pero lo almacenamos por si acaso algún día podemos sacarle provecho.

La biomedicina también está viviendo la fiebre del Big Data, y el área más evidente es la de la genética. Al fin y al cabo, la genética trabaja precisamente con información, la que tenemos inscrita en el ADN. El lugar de este planeta donde se guardan más bits no es en los servidores de Google, sino en el genoma de los seres vivos, y ahora tenemos las herramientas para leerlos y estudiarlos (y también manipularlos, pero este es otro tema). Desde principio de siglo, hemos secuenciado todo cuanto nos caía en las manos, y esto nos ha permitido dar pasos de gigante, cuyos frutos ya se empiezan a ver. 

Pero cuando en el 2005 empezó a circular la idea de leer el genoma del cáncer, se alzaron voces críticas. El cáncer es una enfermedad de los genes: son las mutaciones en el ADN las que provocan los cambios que hacen que una célula se vuelva maligna. Tiene sentido, pues, querer saber cuáles son exactamente estos cambios, porque serán los que intentaremos tratar después con fármacos específicos. El problema es que cada tipo de cáncer acumula fácilmente centenares de estas variaciones malignas, que se asemejarán poco a las de los otros tipos. Pretender catalogar todas estas mutaciones era una tarea titánica, y algunos se opusieron diciendo que no era la mejor manera de invertir tanto dinero, y que nos perderíamos en un mar de información ininteligible.

El proyecto, denominado The Cancer Genome Atlas o TCGA, salió adelante y actualmente ya se han analizado 33 cánceres, cada uno usando entre decenas y centenares de muestras de pacientes diferentes. Hace unas semanas se publicó en la revista Cell una colección de artículos que se zambulle en las toneladas de datos generados en los primeros 13 años de investigación y prueba de encontrar conexiones (los anglosajones usan un verbo muy gráfico para esto: to mine, extraer material valioso de una mina).

Las conclusiones son apasionantes para quienes trabajamos en este campo, pero aún tardaremos años en entender qué quieren decir exactamente y, sobre todo, en encontrar la manera de incorporarlas en los tratamientos. A pesar de que el Big Data puede asustar (por ejemplo, si pensamos en el montón de datos que Facebook guarda de sus usuarios), es una herramienta poderosa para los científicos y podría ser el principio del fin del cáncer. Veremos si sabemos sacarle todo el jugo.

Aprovechando que hablamos de cáncer, dejadme que, como cada año cuando acerca Sant Jordi, os recomiende unos cuantos libros, esta vez relacionados con el tema del artículo. Enterrados en la avalancha de novedades que invaden las tiendas estos días (nuestro Big Data literario), si miráis bien podréis encontrar unos cuantos ejemplos de divulgación hecha con rigor, que pueden ser tan interesantes como una novela. Empiezo con uno propio: 100 preguntes sobre el càncer, el libro que he escrito con el biólogo y divulgador Daniel Closa. Es una compilación de fichas breves que intentan responder de manera directa a las dudas que todo el mundo tiene cuando oye hablar de esta enfermedad, con especial énfasis en cómo se puede evitar y tratar.

Sigue un patrón similar el último libro de Manel Esteller, uno de los científicos con quienes comparto esta sección, titulado Hablemos de cáncer. Es un resumen muy claro de las diversas facetas de la enfermedad, desde el complejo entramado molecular que tiene detrás hasta la nueva generación de tratamientos. Finalmente, Cáncer. Cómo afrontar los tres días esenciales, de la psicóloga clínica Tània Estapé, se ocupa a fondo de una parte muy importante de la enfermedad, y que en los libros anteriores solo hay espacio para tratar por encima: el impacto psicológico en el enfermo y en su entorno. Lo hace centrándose en tres momentos clave: el del diagnóstico y los del principio y el final del tratamiento.

Vigilad, sin embargo, si vais a buscar este tipo de libros a grandes superficies donde venden de todo. Es habitual encontrarlos mezclados entre los típicos panfletos sobre dietas mágicas, manuales de medicina "natural" y cursillos para equilibrar chacras. Son justamente el tipo de engaños que los que hacemos divulgación nos esforzamos en desenmascarar... cosa que demuestra que todavía nos queda mucho trabajo por hacer.

[Publicado en El Periódico, 21/4/18]

miércoles, 6 de junio de 2018

10 años!


Celebramos hoy la primera década del blog, diez años desde la publicación de mi primer libro de divulgación. ¡Y esperemos que pueda continuar publicando durante otra década más!