jueves, 25 de junio de 2020

Nuevas conclusiones sobre la cloroquina

Hace unos días publiqué un artículo sobre la cloroquina como tratamiento para el covid-19. Desde entonces, han pasado tantas cosas, sobre todo durante una intensa primera semana de junio, que me veo obligado a escribir la segunda parte para actualizar (y espero que cerrar) la cuestión. Empiezo resumiendo dónde nos habíamos quedado.

La cloroquina y sus derivados son fármacos que se han estado dando rutinariamente desde el principio de la pandemia en personas infectadas por SARS-CoV-2 sin que hubiera ningún dato que demostrara que servía para nada. La razón era una tenue hipótesis que decía podía frenar la propagación de este y otros virus. Los estudios para comprobarla estaban en marcha y, finalmente, el primero se publicó a finales de mayo en 'The Lancet'. Aseguraba que la cloroquina no solo no era útil si no que aumentaba la mortalidad de los enfermos de covid-19. La noticia corrió como la pólvora y yo escribí mi comentario el domingo 31 de mayo celebrando que se hubiera resuelto la duda.

Pero algo no cuadraba. Científicos de todo el mundo (incluidos algunos que trabajan en Barcelona) escudriñaron la información clave que aparecía en el apéndice del artículo y se dieron cuenta de que era imposible. Hablaba de un número irreal de pacientes en todo el mundo y unos tratamientos que no eran factibles. Parecía que alguien lo había inventado todo. Tirando del hilo, unos periodistas vieron que detrás del engaño había una pequeña compañía americana que se suponía que había procesado los datos, pero que en lugar de analistas tenía una escritora de ciencia ficción y una modelo erótica como empleadas, y un director megalómano con un pasado oscuro. El lunes 1 de junio saltaba la liebre y la revista, avergonzada, retiraba el artículo al cabo de poco.

Volvíamos a estar en el punto de partida: no sabíamos si la cloroquina funcionaba. El misterio duró poco, porque el 4 de junio aparecía otro trabajo que demostraba que no servía para evitar desarrollar la enfermedad si habías estado expuesto al virus. Recordemos que Donald Trump se lo estaba tomando precisamente como prevención. Los resultados eran sólidos (y los confirmaría unas semanas después un estudio clínico de un grupo catalán). Finalmente, al día siguiente, un análisis realizado en 5.000 pacientes demostraba, esta vez sí, que las personas enfermas de covid-19 no mejoran si les das cloroquina.

¿Qué conclusiones podemos sacar? Primera, que las prisas no son buenas. La presión hace que se publiquen datos que no se han comprobado con rigor (una revista tan prestigiosa como 'The Lancet' no se deja marcar este tipo de goles habitualmente), al igual que hace que se administren fármacos que nunca deberían haber llegado los enfermos. Segunda, que la ciencia se autorregula bastante bien. El escrutinio al que se someten los artículos relevantes hoy en día, por parte tanto de los propios científicos como de la prensa y el público, hace que sea muy difícil hacer pasar gato por liebre, como tal vez era más frecuente antes. Normalmente se tarda poco a cazar los estafadores (lo que hace pensar como alguien puede ser tan estúpido para intentar un engaño de esta magnitud). Tercera, y quizá la más importante, que la cloroquina no protege contra el covid-19, ni lo cura. En este sentido, la conclusión principal de mi primer artículo no ha variado: no se debía haber usado hasta haber hecho las pruebas pertinentes.

Parece que los primeros fármacos que realmente nos servirán en esta pandemia no detendrán el virus, como se esperaba que hiciera la cloroquina o como hace el remdesivir (aunque es demasiado caro, complicado de administrar y poco efectivo como para darse masivamente), sino que salvarán vidas evitando las complicaciones frecuentes. Se ha publicado estos días que la dexametasona (un corticoide barato conocido desde hace décadas) o los inhibidores de una proteína llamada BTK (unos fármacos que se dan para la leucemia) frenan lo que se conoce como tormenta de citoquinas, una respuesta inmune exagerada que, en lugar de protegernos contra el virus, ataca los propios órganos y puede provocar la muerte. Del mismo modo, unos simples anticoagulantes pueden proteger en los casos más graves, evitando que se formen unas trombosis que a menudo son letales.

Nada de esto es la solución que esperábamos, pero ayudará a reducir el número de víctimas, que aún podría aumentar considerablemente. Recordemos que la pandemia sigue activa en muchos lugares y ya hemos empezado a ver rebrotes en los países que la habían superado. Mientras no llegue la vacuna, esto es lo que nos ofrece la ciencia que, a pesar de algún tropiezo, avanza tan rápido como puede.

[Publicado en El Periódico, 20-6-20. Versió en català.]

sábado, 6 de junio de 2020

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Celebramos la primera docena de años desde que empecé a hacer divuglación. Y aquí seguimos.

viernes, 5 de junio de 2020

¿Qué ha pasado con la cloroquina?

La cloroquina y derivados como la hidroxicloroquina son fármacos que desde mediados del siglo XX se han utilizado para prevenir y tratar la malaria. Con los años, el microbio que causa esta enfermedad ha ido desarrollando cierta resistencia, por eso ahora se utilizan más otras opciones. También sirven para tratar enfermedades como la artritis reumatoide e interfieren en la multiplicación de algunos virus. Por eso al principio de la pandemia de coronavirus se pensó que podrían detener el progreso del SARS-CoV-2 y en algunos países comenzaron a administrarse a los enfermos. El problema era que no existía ninguna información que sugiriese que el coronavirus era sensible a ellos.

Esto no impidió que, en febrero, la FDA (la agencia que regula los medicamentos en Estados Unidos) aprobara el uso contra la covid-19 en caso de emergencia. La práctica comenzó a extenderse, hasta el punto de que miles de pacientes en todo el mundo empezaron a recibir alguna forma de cloroquina (a menudo, acompañada de antibióticos para evitar infecciones por bacterias que complicaran el cuadro). Sin embargo, nadie había podido probar aún que sirviera para nada.

Entonces entró en escena el microbiólogo Didier Raoult, uno de los científicos más famosos de Francia (a menudo rodeado de un aura polémica), y a mediados de marzo anunció lo que todo el mundo esperaba: que estaba a punto de publicar un artículo que confirmaba que los enfermos de covid-19 mejoraban rápidamente y dejaban de ser contagiosos si tomaban el fármaco. Se hizo aún más famoso (hasta el punto de que algunos se preguntan si no era este el objetivo principal del estudio) y la cloroquina pasó a ser el tratamiento de elección.

Pero había cosas que no cuadraban. Los trabajos que acabó presentando Raoult eran muy preliminares. Los había realizado con pocos pacientes (24) y sin seguir los pasos necesarios para que se pudieran sacar conclusiones firmes. Los expertos comenzaron a expresar recelos: aquello no demostraba nada; había que hacer más análisis. A pesar de la falta de datos, la presión popular hizo que la cloroquina entrara en el estudio organizado por la OMS (llamado ‘Solidaridad’) para probar en 100 países los tratamientos con más posibilidades de frenar la covid-19. Pero mientras tanto, desesperados por no poder administrar nada a los enfermos que acababan ingresados, muchos hospitales ya habían abrazado la cloroquina como solución principal y continuaban administrándola, aunque las dudas eran razonables.

Todo empieza a cambiar cuando Donald Trump anuncia a finales de mayo que toma cloroquina de forma profiláctica. Que alguien que antes había recomendado estudiar si se podría tratar el covid-19 con lejía crea tan ciegamente en el fármaco como para tomarlo estando sano es mala señal, y más si después recibe el apoyo de otro célebre ignorante como Jair Bolsonaro. Para acabar de remachar el clavo, tanto en el Gobierno estadounidense como en el brasileño dimiten altos cargos de Sanidad que, entre otras cosas, se oponen a aprobar el uso generalizado de la cloroquina en los hospitales. Pero al otro lado del Atlántico continúa administrándose rutinariamente sin tanto alboroto y, cada vez que alguien muestra escepticismo en las redes sobre el uso indiscriminado de un fármaco que ningún dato fiable dice que sea útil (y que tiene unos efectos secundarios conocidos), recibe respuestas airadas de gente que cree que hay un complot oscuro en contra.

Finalmente, hace unos días se publican los primeros resultados del estudio ‘Solidaridad’ en ‘The Lancet’: no solo la cloroquina y la hidroxicloroquina no presentan ningún beneficio contra el SARS-CoV-2, sino que su impacto negativo es importante, sobre todo en el corazón, hasta el punto de que la mortalidad de los pacientes ingresados que la han tomado (15.000) es el doble que la de los que no lo han recibido (más de 80.000). Son datos difíciles de discutir. En consecuencia, la OMS anuncia que retira la cloroquina de todos los ensayos clínicos que tiene en marcha, por motivos de seguridad. Esto debería ser el tiro de gracia para unos fármacos que no deberían haber llegado nunca a los enfermos de covid-19, y es de esperar que dejarán de darse inmediatamente a los sitios donde todavía se utilizan.

¿Qué podemos aprender de esta historia? Que debemos esperar que la ciencia haga su trabajo. Que la ciencia es lenta pero por un buen motivo: se deben seguir unos protocolos rigurosos si quieres tener resultados fiables. Que debemos desconfiar de científicos ansiosos de salir en primera página: es posible que la avaricia les haya hecho tomar atajos peligrosos. Y que las prisas son comprensibles pero nunca debemos dar fármacos por si acaso: corremos el riesgo de que no funcionen e incluso de que sean nocivos. Esperamos que el ‘Solidaridad’ descubra algún candidato mejor.

[Publicado en El Periódico, 1/6/20. Versió en català.]