viernes, 5 de junio de 2020

¿Qué ha pasado con la cloroquina?

La cloroquina y derivados como la hidroxicloroquina son fármacos que desde mediados del siglo XX se han utilizado para prevenir y tratar la malaria. Con los años, el microbio que causa esta enfermedad ha ido desarrollando cierta resistencia, por eso ahora se utilizan más otras opciones. También sirven para tratar enfermedades como la artritis reumatoide e interfieren en la multiplicación de algunos virus. Por eso al principio de la pandemia de coronavirus se pensó que podrían detener el progreso del SARS-CoV-2 y en algunos países comenzaron a administrarse a los enfermos. El problema era que no existía ninguna información que sugiriese que el coronavirus era sensible a ellos.

Esto no impidió que, en febrero, la FDA (la agencia que regula los medicamentos en Estados Unidos) aprobara el uso contra la covid-19 en caso de emergencia. La práctica comenzó a extenderse, hasta el punto de que miles de pacientes en todo el mundo empezaron a recibir alguna forma de cloroquina (a menudo, acompañada de antibióticos para evitar infecciones por bacterias que complicaran el cuadro). Sin embargo, nadie había podido probar aún que sirviera para nada.

Entonces entró en escena el microbiólogo Didier Raoult, uno de los científicos más famosos de Francia (a menudo rodeado de un aura polémica), y a mediados de marzo anunció lo que todo el mundo esperaba: que estaba a punto de publicar un artículo que confirmaba que los enfermos de covid-19 mejoraban rápidamente y dejaban de ser contagiosos si tomaban el fármaco. Se hizo aún más famoso (hasta el punto de que algunos se preguntan si no era este el objetivo principal del estudio) y la cloroquina pasó a ser el tratamiento de elección.

Pero había cosas que no cuadraban. Los trabajos que acabó presentando Raoult eran muy preliminares. Los había realizado con pocos pacientes (24) y sin seguir los pasos necesarios para que se pudieran sacar conclusiones firmes. Los expertos comenzaron a expresar recelos: aquello no demostraba nada; había que hacer más análisis. A pesar de la falta de datos, la presión popular hizo que la cloroquina entrara en el estudio organizado por la OMS (llamado ‘Solidaridad’) para probar en 100 países los tratamientos con más posibilidades de frenar la covid-19. Pero mientras tanto, desesperados por no poder administrar nada a los enfermos que acababan ingresados, muchos hospitales ya habían abrazado la cloroquina como solución principal y continuaban administrándola, aunque las dudas eran razonables.

Todo empieza a cambiar cuando Donald Trump anuncia a finales de mayo que toma cloroquina de forma profiláctica. Que alguien que antes había recomendado estudiar si se podría tratar el covid-19 con lejía crea tan ciegamente en el fármaco como para tomarlo estando sano es mala señal, y más si después recibe el apoyo de otro célebre ignorante como Jair Bolsonaro. Para acabar de remachar el clavo, tanto en el Gobierno estadounidense como en el brasileño dimiten altos cargos de Sanidad que, entre otras cosas, se oponen a aprobar el uso generalizado de la cloroquina en los hospitales. Pero al otro lado del Atlántico continúa administrándose rutinariamente sin tanto alboroto y, cada vez que alguien muestra escepticismo en las redes sobre el uso indiscriminado de un fármaco que ningún dato fiable dice que sea útil (y que tiene unos efectos secundarios conocidos), recibe respuestas airadas de gente que cree que hay un complot oscuro en contra.

Finalmente, hace unos días se publican los primeros resultados del estudio ‘Solidaridad’ en ‘The Lancet’: no solo la cloroquina y la hidroxicloroquina no presentan ningún beneficio contra el SARS-CoV-2, sino que su impacto negativo es importante, sobre todo en el corazón, hasta el punto de que la mortalidad de los pacientes ingresados que la han tomado (15.000) es el doble que la de los que no lo han recibido (más de 80.000). Son datos difíciles de discutir. En consecuencia, la OMS anuncia que retira la cloroquina de todos los ensayos clínicos que tiene en marcha, por motivos de seguridad. Esto debería ser el tiro de gracia para unos fármacos que no deberían haber llegado nunca a los enfermos de covid-19, y es de esperar que dejarán de darse inmediatamente a los sitios donde todavía se utilizan.

¿Qué podemos aprender de esta historia? Que debemos esperar que la ciencia haga su trabajo. Que la ciencia es lenta pero por un buen motivo: se deben seguir unos protocolos rigurosos si quieres tener resultados fiables. Que debemos desconfiar de científicos ansiosos de salir en primera página: es posible que la avaricia les haya hecho tomar atajos peligrosos. Y que las prisas son comprensibles pero nunca debemos dar fármacos por si acaso: corremos el riesgo de que no funcionen e incluso de que sean nocivos. Esperamos que el ‘Solidaridad’ descubra algún candidato mejor.

[Publicado en El Periódico, 1/6/20. Versió en català.]

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