Estos días ha resucitado una idea que se propuso al principio de la pandemia, la de buscar la inmunidad de grupo de una manera espontánea, dejando que la gente se infecte mientras se aíslan solo los vulnerables. Lo han recomendado unos científicos de renombre en la llamada 'Declaración de Great Barrington'. Esto supondría hacer lo contrario de lo que persiguen las medidas actuales, que es intentar protegernos para evitar el máximo número de contagios hasta conseguir la inmunidad gracias a la vacuna.
No hace falta saber mucho de epidemiología para entender los puntos débiles de la estrategia. Para empezar, a pesar de que la mayoría de muertes se ven en las poblaciones de riesgo, también hay víctimas entre gente sana de todas las edades. Además, todavía no conocemos las consecuencias a largo plazo del covid-19 ni qué problemas de salud conllevará. Algunos síntomas (cansancio, ahogo, pérdida de olfato...) pueden durar meses. Y en un estudio del Hospital Universitario de Fráncfort, el 78% de los pacientes que se habían recuperado presentaban alguna afectación cardiaca. Finalmente, la idea de aplicar restricciones solo a los ancianos y enfermos es difícil de implementar, porque es imposible evitar del todo que interaccionen con personas de otros grupos.
La conclusión es que esta táctica no es ni ética ni factible, porque las cifras de mortalidad y morbilidad que se alcanzarían serían demasiado elevadas. No lo digo yo, sino la gran mayoría de expertos en el tema, por eso es sorprendente que gente con buena reputación científica haya vuelto a poner la idea sobre la mesa. Empeñarse en caminos que ya se ha visto que no llevan a ninguna parte puede ser peligroso, porque aquí no estamos hablando de una simple discrepancia académica, sino de decisiones de salud pública que afectan a la supervivencia de la población. Además, erosiona la confianza que tienen los ciudadanos en los expertos, que dan la imagen de contradecirse constantemente.
En una entrevista que me hicieron hace poco, insistí en que, antes de tomar decisiones, los políticos deben hacer caso a los científicos. Uno de los tertulianos comentó entonces: "Sí, ¿pero a quiénes?". Citando precisamente la controversia con la 'Declaración de Great Barrington'. Es una duda muy válida. No todo el mundo tiene claro cómo funciona la ciencia, y es necesario que lo expliquemos mejor. El conocimiento avanza gracias a la discusión y el debate. Cuando no hay suficiente información para saber con certeza una respuesta, solo podemos proponer teorías, a menudo enfrentadas, y es inevitable que algunas sean más acertadas que otras. Pero a medida que vamos sabiendo más, ciertas opciones se convierten en marginales y otras en aceptadas. A los humanos nos gusta apostar por aquellos que van a contracorriente y se enfrentan al orden establecido. Son personajes que quedan muy bien en la películas pero, en el entorno científico, suelen estar equivocados. La ciencia no funciona con intuiciones, sino con datos contrastables que cualquiera con un poco de experiencia puede interpretar. Por eso, cuando son bastante claros, nos acabamos poniendo de acuerdo.
La respuesta, pues, es que los políticos y la sociedad deben elegir las recomendaciones apoyadas por la mayoría de los científicos y no dejarse deslumbrar por la mística que emanan los disidentes. O, aún peor, escoger la opción que encaja mejor con tu agenda, independientemente de su solidez científica. La 'Declaración de Great Barrington' podría ser un ejemplo, porque se han escudado políticos poco partidarios de implementar medidas restrictivas, que el resto de expertos dicen que son las únicas que funcionarán ahora. Otra es Li Meng-Yan, una científica china a la que algunos medios están haciendo un caso exagerado estos días porque es una de las pocas que todavía dice que el SARS-CoV2 fue creado en el laboratorio, cuando no hay ningún dato fiable que lo acredite. Al contrario: el virus es 96% idéntico a su antecesor inmediato, el RaTG13, que hace décadas que circula entre murciélagos.
Por eso es importante que los líderes se dejen asesorar, no por un experto, sino por un comité amplio y heterogéneo de expertos. Deben priorizar los consejos tomados por consenso y entender en qué datos se apoyan. A veces se equivocarán, pero no tanto como con la estrategia de anteponer la política a la ciencia. Actualmente, las disputas entre partidos han conseguido que la arrogancia se imponga a la cordura. No nos podemos permitir que dentro de un gobierno haya alguien poco capacitado que tome decisiones al margen de lo que dicen los expertos solo porque los apoya un político de otro color, porque el precio de esta incompetencia no se paga en votos, sino en vidas.
[Publicado en El Periódico, 26/10/20. Versió en català.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario