Estos días hemos tenido asientos de primera fila para ver el espectáculo de la democracia en funcionamiento. Tras participar en diferentes niveles, desde las estructuras locales al proyecto siempre en construcción de Europa, ahora contemplamos las consecuencias de haber ejercido el derecho al sufragio. Cuando uno deposita la papeleta en la urna, lo hace convencido de que servirá para mejorar la sociedad (o al menos para no estropearla más), aunque no sepa cómo se implementará este deseo. Esto es trabajo de los políticos que, como representantes del pueblo, reciben el poder de tomar las decisiones necesarias para cumplir el programa que quieren los votantes.
Y aquí es cuando se empiezan a torcer las cosas, porque a los políticos les gusta su trabajo y no quieren perderlo. Por eso el baile de pactos poselectorales es poco edificante, con gente más preocupada por aferrarse a la silla que en casarse con quienes son ideológicamente más compatibles. Es un problema para las políticas científicas, que requieren una planificación a largo plazo, imposible de llevar a cabo cuando quien está al timón solo piensa en cómo sobrevivirá los próximos cuatro años, qué principios debe vender para obtener el apoyo que le falta y cómo deshará el trabajo del antecesor que le cae mal.
Ninguno de los modelos políticos vigentes es perfecto, ni siquiera la democracia (y menos cuando algunos países la doblegan para justificar acciones dudosas), y es urgente que los pongamos un parche antes de que se nos hunda el barco donde viajamos todos los humanos. Hay decisiones que deberían tomarse de forma consensuada, informada y prolongada, y esto requiere estructuras que trasciendan los formatos de gobierno locales y globales que tenemos actualmente. Me explico con unos ejemplos.
Hace unas semanas, el Gobierno de China aprobó que algunos hospitales ofrecieran terapias generadas a partir de células de los propios pacientes sin tener que pasar por la comisión reguladora nacional. Inmediatamente, expertos en medicina, ciencia y ética de todo el mundo pidieron que lo reconsideraran por el peligro que comportaba: homologar tratamientos que no se puede garantizar que son eficaces ni seguros. Esto ya se está haciendo a escondidas, y ha habido complicaciones graves e incluso muertes tras terapias ilegales con células madre, sin que se haya demostrado ningún resultado exitoso. ¿Quién tiene que tener la última palabra? ¿Quienes entienden más sobre el tema o el político de turno, que tiene el poder pero no los conocimientos adecuados, ni ha recurrido a los asesores pertinentes, ni parece demasiado preocupado por las consecuencias a largo plazo?
Otro caso. Después de que el doctor He Jiankui modificara genéticamente unos embriones humanos, saltándose todas las normas éticas (y algunas leyes), los expertos se le lanzaron encima. La condena fue unánime, incluso antes de que se supiera que cuando He desconectó el gen CCR5 a las gemelas quizás sí las protegió contra el VIH, pero también aumentó las posibilidades de que murieran antes que el resto, como se descubrió hace unos días. Ahora ha salido un biólogo ruso ávido de fama que dice que quiere repetir la jugada, y ya ha pedido los permisos a su gobierno. ¿Se lo darán? Una decisión así no puede estar en manos de funcionarios que crean que es una buena idea mientras todos los que entienden se ponen las manos en la cabeza sin poder hacer nada.
Esto ocurre en países con poca transparencia, pero el problema también lo tienen los más democráticos. Pensemos por ejemplo en cómo han cambiado las políticas científicas con cada presidente de EEUU, el último de ellos silenciando los expertos en cambio climático para favorecer los intereses comerciales de las élites de su país. El calentamiento global no es una cuestión de creérselo o no, y el planeta no puede estar pendiente de qué lobi tiene más influencia sobre los dirigentes en los momentos críticos.
En estos temas, el sistema no funciona. No podemos dejar que los políticos, en representación del pueblo, pasen resoluciones que tendrán un impacto en el futuro de la especie, con el riesgo de que el populismo y los intereses personales inclinen la balanza hacia el lado equivocado. Quizá hay que rescatar parcialmente el concepto de la noocracia platónica: que en ciertos asuntos sean los expertos quienes manden; que basen sus decisiones en hechos, no en suposiciones; que contemplen desde las sensibilidades más conservadoras a las progresistas; que marquen directrices estables respetadas por todos. Porque continuar confiando de los modelos políticos actuales en lo que respecta a la ciencia plantea un panorama no demasiado esperanzador.
[Publicado en El Periódico, 22/06/19. Versió en català.]
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