Nos gusta pensar que somos dueños de nuestro destino. Al fin y al cabo, la habilidad de tomar decisiones conscientemente y de darnos cuenta de las implicaciones que tendrá cada elección nuestra es un componente vital de lo que nos separa del resto de seres vivos de este planeta: el don (y la maldición) de ser racionales. Por eso en su momento nos inventamos el alma. Porque asignar las cualidades únicas que definen nuestra especie a un concepto intangible legitima nuestra posición en el vértice de la pirámide evolutiva. Justo un escalón por encima de las otras criaturas, que ni siquiera se dan cuenta de que son esclavas del mundo físico.
Hemos pasado milenios satisfechos con las explicaciones que sacábamos de esta ruptura autoimpuesta entre cuerpo y mente. Pero a nuestra inteligencia le gusta complicarnos la vida. Desde que, a finales del siglo XIX, Ramón y Cajal dio el pistoletazo de salida a la neurociencia moderna, hemos aprendido más sobre el cerebro de lo que a muchos les gustaría. Hemos aprendido que los pensamientos tienen un origen tan físico como un dolor de muelas. Y ahora, en plena era posgenómica, la tentación es caer justo en el extremo contrario, en el determinismo genético que transfiere todas las características que nos hacen humanos al simple acto de unas neuronas liberando cócteles de neurotransmisores en la proporción adecuada.
Cuanto más avanzamos, mayor peligro hay de caer en este reduccionismo. Por ejemplo, a principios de abril, el equipo del doctor Ryota Kanai publicaba un análisis de 90 cerebros, hecho con técnicas de resonancia magnética. Habían asociado los datos anatómicos a las tendencias políticas de los sujetos de estudio y habían descubierto que, en un 75% de los casos, el cerebro de alguien de derechas se puede distinguir del de uno de izquierdas solo por su morfología. ¿Somos conservadores o liberales porque ya nacemos así?
La semana pasada se lanzó el primer atlas moderno del cerebro humano, abierto gratuitamente a todo el mundo. Allí podremos empezar a buscar respuestas. Reúne información sobre los genes activos e inactivos en cada zona del cerebro. Lo ha financiado Paul Allen, cofundador de Microsoft, con 55 millones de dólares de su propio bolsillo. Será una herramienta de incalculable valor para los investigadores, pero también dará alas a quienes promulgan que somos esclavos de las cartas que nuestro genoma nos reparte. Pese al intento de algunos abogados, hasta la fecha ningún juez ha admitido un argumento así como eximente de un crimen con violencia.
Desde que abrimos la caja oscura que era nuestro cráneo, no hemos parado de encontrar sorpresas. La primera, que no hay lugar para una alma, por muy incorporea que sea. Pero quizá la más turbadora es que con ciertas sustancias químicas basta para definirnos como personas, dependiendo de la cantidad que tengamos en un momento dado en el cerebro. Una vulgar píldora puede hacer que, hasta cierto punto, dejemos de ser depresivos, hiperactivos, tristes, agresivos, dispersos, obsesivos y otras muchas cosas que antes creíamos que eran parte irrenunciable de nuestro bagaje. Vivir mejor gracias a la química, como suele decirse. O la prueba definitiva de la correspondencia física que tienen los rasgos esenciales de nuestra personalidad.
¿Dónde queda entonces el libre albedrío? La ciencia no lo niega ni podrá hacerlo nunca. Haber descubierto las bases biológicas del comportamiento no nos libra de la responsabilidad de decidir. Solo nos explica de dónde partimos y cuáles son los mares por donde navegamos. Los puertos que elegimos visitar son cosa nuestra y de nuestra voluntad para luchar contra las mareas que nos encontraremos, más o menos fuertes según el caso de cada individuo. Todo lo que la medicina puede hacer es facilitarnos el viaje.
No sé si llegaremos nunca a entender del todo qué significa estar vivos y ser capaces de pensar. Uno de los problemas es que cuando la ciencia empieza a andar por el territorio que antes pertenecía exclusivamente a la filosofía, sus pasos nos parecen menos seguros. Nos cuesta asumir las respuestas que nos da porque llevamos una eternidad buscándolas en otros lugares. Además, no estamos acostumbrados al lenguaje molecular que usa. Quizá lo que ocurre es sencillamente que la materia de estudio, el cerebro, es a la vez la herramienta que necesitamos para llevar a cabo el análisis, y esto nos impide valorar los datos con la abstracción necesaria. Pero estas dificultades no evitarán que sigamos invirtiendo tantos esfuerzos como sea necesario. Es una pregunta demasiado importante para dejarla sin respuesta. Además, una de las cosas que nos hace humanos es precisamente ser sorprendentemente tercos. Aprovecho que es Sant Jordi para recomendar el nuevo libro del neurobiólogo David Bueno (El enigma de la libertad, XVI Premio Europeo de Divulgación Científica) a todos a quienes les interese profundizar en estos temas.
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