"Te escribo desde un hotel de Milton Keynes. ¡Por fin nos han llamado, mañana empezamos!". Recibí este 'e-mail' cargado de emoción una noche a principios de la semana pasada. Me lo envió un compañero del departamento que, desde el inicio, se presentó voluntario para hacer tests de PCR para detectar la presencia del coronavirus en sangre. No era el único. La mitad de mi laboratorio también estaba en la lista de espera y, como mi compañero, ninguno entendía por qué no los habían llamado antes desde este nuevo megacentro diagnóstico que el Gobierno del Reino Unido estaba montando a poco más de una hora de donde vivimos. Habían perdido meses preciosos, durante los cuales se podrían haber hecho miles de tests y controlar mejor el primer brote de la pandemia.
La mayoría de los investigadores que trabajamos en biomedicina dominamos la técnica de la PCR. En los laboratorios tenemos las máquinas necesarias: solo necesitamos los reactivos, que no son tan caros ni difíciles de producir. Con un poco de dedicación, podríamos hacer miles cada día. A ello habría que sumar que, desde que comenzó el confinamiento, un montón de científicos no nos hemos podido acercar a los centros de investigación y trabajamos desde casa. La mayoría estaríamos encantados de volver a tener una pipeta en la mano. Pero por motivos que no son fáciles de entender, el Gobierno ha desaprovechado este capital humano.
Me consta que en todos los países la situación ha sido similar. Parte de la culpa la ha tenido la burocracia, pero el principal problema han sido la falta de previsión y la lentitud a la hora de reaccionar, los grandes lastres de la gestión mundial de esta crisis.
Al principio de la pandemia, hacer PCR para detectar quién estaba infectado por el nuevo virus era esencial. Nos lo demostró Corea del Sur, que gracias a una aplicación masiva de estos tests consiguió frenar el brote con eficacia. En Europa, en cambio, nos distrajimos, y ya hemos visto lo que pasó después. Pero ahora tenemos otra oportunidad: estamos entrando en una segunda fase donde, de nuevo, vuelve a ser esencial poder detectar con rapidez los positivos, a fin de poder identificar los más que probables rebrotes que aparecerán ahora que estamos relajando las normas de confinamiento. Sabemos que los contagios volverán a aumentar, como nos enseña lo que está pasando en los países que van por delante del nuestro, pero ahora también sabemos qué hay que hacer para evitar que la curva se descontrole: muchos tests, seguidos de cuarentenas y seguimiento de los contactos de los afectados. ¿Conseguiremos utilizar mejor los recursos que tenemos para cumplir el protocolo?
El plan de desconfinamiento gradual, asimétrico y coordinado que propuso el Gobierno de Pedro Sánchez días atrás tiene bastante lógica porque, sin duda, hay que aplicar la desescalada con mucha prudencia y de acuerdo con las realidades de cada territorio. Tiene también algunos puntos débiles a vigilar. El principal es la monitorización, que no queda claro cómo se hará. Si queremos ir avanzando hacia un poco más de libertad con incrementos cada dos semanas, ¿cómo sabremos que las medidas tomadas en uno de estos estadios no están empeorando la situación? ¿Cómo descubriremos que en un lugar concreto está empezando un rebrote y tenemos que volver con celeridad a fases más restrictivas? La única manera es, precisamente, haciendo tests a gran escala.
Como se ha explicado mil veces, seguramente no es necesario repetir que hay dos tipos de tests principales: los que detectan la presencia del virus (los de PCR que hemos comentado) y los que miden anticuerpos (los serológicos). Idealmente, ahora deberían aplicarse ambos. Los primeros nos dirían quién tiene una infección activa y, por lo tanto, es contagioso, y los segundos servirían para hacernos una idea de quién puede ser inmune al virus. El inconveniente de los tests serológicos rápidos que nos llegan es que son bastante inexactos y no es suficiente. Esto complica el plan de crear un 'carnet de inmunidad', que sobre el papel sería una buena idea, a pesar de los problemas éticos que arrastra (estaríamos definiendo un grupo de ciudadanos 'premium', que tendrían más libertades que el resto). Los tests de PCR no sufren estas limitaciones, por eso al menos deberíamos asegurarnos de que hacemos tantos como sean necesarios.
El miércoles al atardecer, mi amigo colgó una foto en Facebook con cara de cansado tras su primer turno de 12 horas seguidas en el centro de diagnóstico. Él y los otros voluntarios habían hecho 11.000 PCR. Esto son casi 150.000 tests a la semana en un solo laboratorio, y hay unos cuantos más en el país. Así quizá sí que se puede encarar esta etapa de la pandemia con optimismo.
[Publicado en El Periódico, 04/5/20. Versió en català]
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