A estas alturas, deberíamos ser todos conscientes de que estamos ante uno de los retos más importantes desde el inicio de la pandemia: la llegada del otoño. Algunos previeron que este iba a ser un verano tranquilo, de una cierta vuelta a la normalidad después de la intensidad del primer pico, pero ya avisamos de que, si nos relajábamos, acabaríamos precisamente donde estamos ahora: comenzando una segunda ola justo cuando se acerca la bajada de las temperaturas (que facilitará los contagios), el final de las vacaciones (que saturará los transportes públicos) y el regreso a las escuelas. Encaramos los meses más duros en peores condiciones de lo que sería deseable.
Continuamos demostrando una falta de previsión fenomenal. Si hicimos la desescalada sin tener a punto ninguna de las herramientas de control de rebrotes (tests masivos, rastreos y capacidad de limitar movimientos), ahora abriremos las clases con solo cuatro medidas tomadas a toda prisa. Otros países lo están haciendo mucho mejor. En primavera, cuando aún no conocíamos el comportamiento del virus, estas carencias quizá se podían justificar, pero ahora cuesta entender que las administraciones no hayan hecho los deberes y que tampoco hayan aprovechado el verano para planificar con calma el curso. Nos enfrentamos a un problema sustancial y las soluciones, que existen, no son fáciles de organizar.
Uno de los escollos es la confusión sobre el SARS-CoV-2 y los niños. Es cierto que suelen ser asintomáticos, pero se contagian con una frecuencia similar a la de los adultos, según confirman los estudios serológicos y las PCR actuales. Además, pueden tener una carga viral (el número de virus en el cuerpo) igual o superior. Así pues, los niños no son resistentes a la infección, solo reaccionan de una manera más suave. Lo que no sabemos, porque todavía no hay datos, es si son igual de contagiosos. Considerando que pueden expulsar una cantidad similar de virus, podríamos pensar que sí. Tampoco sabemos si las escuelas son un foco importante de infecciones. Durante buena parte de la pandemia han estado cerradas y donde han abierto ha habido algunos rebrotes, pero no conocemos cómo han influido en el resto de la población.
En medio de esta incertidumbre, el miércoles pasado se anunciaron las conclusiones de un estudio que la plataforma Kids Corona del Hospital Sant Joan de Déu ha hecho con cerca de 2.000 niños durante cinco semanas de colonias en 22 'casals' de Barcelona. Es un análisis exhaustivo necesario, por lo que decíamos de la falta de datos, que ha revelado que en estos entornos hay poca transmisión. Se enarbolaron estos resultados para pedir tranquilidad, pero el estudio no demuestra que la tasa de contagio entre los niños sea más baja que en la de la población en general, como interpretan algunos, porque no está diseñado para medir esto. Solo dice que, en grupos pequeños, en espacios abiertos y con medidas adecuadas (mascarilla, lavado frecuente de manos y 'burbujas'), los contagios son mínimos. Son buenas noticias, pero, citando la nota de prensa, los resultados no son directamente extrapolables a otras condiciones. O sea, no nos explican qué pasará en las escuelas, donde todos estos factores serán diferentes. Hay que tener presente, además, que las cantidades de virus que circulan ahora son bastante más elevadas que las que había en junio y julio, cuando se hizo el análisis, lo que aumentará el riesgo.
Seguimos, pues, ante un montón de incógnitas. Nada nos permite asegurar que las aulas serán lugares protegidos de la propagación del virus, ni podemos garantizar que las escuelas no actuarán como nodos importantes de transmisión comunitaria. Hay muchas posibilidades de que no sea así, es cierto, pero los errores pasados nos dicen que no podemos confiar en la suerte. La única opción que nos queda ahora es prepararnos para lo peor tan bien como podamos (y esperar que no haga falta): ratios bajas, distancia, sesiones en el exterior mientras sea posible... Aunque tengamos poco tiempo y poco presupuesto para implementar las medidas necesarias, tenemos que hacer todos los esfuerzos.
Por último, quiero tranquilizar los padres que están sufriendo por sus hijos: sabemos que a la gran mayoría de ellos el virus no les hará nada. Quienes peligramos somos los adultos, que podemos contraer la enfermedad si nos la pasan cuando lleguen a casa. Nosotros sí somos susceptibles a la forma severa del covid-19. Ahora bien, no perdamos la perspectiva: corremos muchos más riesgos yendo a cenar o tomar unas copas con los amigos en espacios cerrados, sin mascarilla ni guardando distancias (situaciones que vemos muy a menudo estos días), que dando un beso a los chicos cuando vuelvan de la escuela. Seamos prudentes y, sobre todo, seamos razonables.
[Publicado en El Periódico 31/08/20. Versió en català.]
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