viernes, 20 de diciembre de 2019

La presión biológica de ligar con iguales

Leía el otro día que las discotecas están desapareciendo. La crisis económica ha castigado una forma de socializar clásica que tenía las raíces en aquellos clubs de la Nueva York de los 70 donde se reunía la 'beautiful people' para drogarse, bailar y ligar hasta altas horas de la madrugada. En la mayoría de discos modernas se continúa haciendo las mismas cosas, pero su función principal siempre ha sido facilitar que hombres y mujeres (principalmente jóvenes y solteros) entren en contacto, en todo el rango de acepciones del término. Por eso la estocada de muerte a las discotecas la ha dado internet, que ha optimizado el proceso de encontrar pareja, temporal o estable, de una manera que pocos hubieran sospechado a principios de siglo. Ahora puedes conocer gente con más rapidez y variedad (y con menos ruido y sudor) gracias a unos pocos 'swipes' en la pantalla del teléfono. No es extraño, pues, que las nuevas generaciones, más acostumbradas a interaccionar virtualmente que no cara a cara, estén vertiendo a la ruina el modelo de ocio nocturno de sus padres.

Los algoritmos que usan las 'apps' te ayudan a encontrar pareja usando unos criterios que el usuario define, relacionados con los intereses personales, y la guinda del pastel la ponen las imágenes más o menos llamadas que ofrecemos como carta de presentación. Todo ello, le da un carácter "científico" a un proceso que parecía más bien basado en la intuición, y por eso algunos creen que debería ser mucho más efectivo.

Pero el apareamiento humano tiene un gran componente biológico, aparte del cultural, aunque la parafernalia de las sociedades modernas tienda a ocultarnos esto. Como todos los animales, estamos programados genéticamente buscar el individuo que garantice una mayor supervivencia a nuestros futuros descendientes, y esto se suele hacer fijándonos en una serie de atributos externos, poco importantes en sí mismos, pero que se corresponden a factores clave como la fertilidad, la salud o la fuerza. Ciertamente, estos son temas que tienen poca relevancia para nosotros hoy en día, cuando reproducirse no es el objetivo primordial de aparearse, al menos de entrada, pero los circuitos que nos empujan siguen existiendo en nuestro ADN. Esto significa que, sin darnos cuenta, hay una serie de impulsos que conspiran para hacer que la elección de compañero no sea tan libre como pensamos.

En un artículo aparecido hace unas semanas en 'Nature Communications', unos científicos británicos explican que han estudiado los datos genéticos que hay en los bancos de su país y han descubierto una variante en una región del ADN (donde se encuentra un gen llamado ADH1B) que se asocia con el hecho de que las personas beban más alcohol y, además, se sientan atraídas por grandes bebedores como ellos. Es decir, los que tienen esa variante, tienen más probabilidades de terminar con alguien que también la tenga. Esto indica que la pasión por el alcohol estaría relacionada con la pareja que se elige inconscientemente, y no sería solo una cuestión social ni de convergencia (que uno se acabe pareciendo al otro después de haber convivido un tiempo), sino eminentemente genética.

Este fenómeno, que también se ve en otros animales, se conoce con el nombre de apareamiento selectivo, y se ha observado que se puede basar en varios parámetros, que definen características tan diferentes como la altura o la inteligencia. El apareamiento selectivo en humanos puede tener muchas causas. La más obvia, es una cuestión de oportunidades: nos acabamos juntando con la gente que tenemos más cerca, que probablemente tendrá un estatus socioeconómico, étnico y religioso parecido al nuestro y, por tanto, coincidirán con nosotros en muchos de estos aspectos. Esto, que a veces se denomina homogamia, sí tiene una base cultual. Pero tal y como demuestra el ejemplo que describíamos antes, una parte importante de la selección viene marcada por los genes, que nos impulsarían a reproducirse con individuos con un fenotipo próximo.

¿Qué utilidad tiene el apareamiento selectivo, sea de base genética o social? Se cree que podría haber evolucionado para favorecer características que faciliten la propagación de la especie. Por ejemplo, si un macho agresivo se empareja con una hembra agresiva, es más probable que las crías les salgan igual, lo que podría ayudarlas a sobrevivir. Pero también tiene muchas consecuencias no deseadas, como perpetuar rasgos negativos (el mismo caso del alcoholismo) y, sobre todo, las divisiones sociales. Para llevar la contraria a la naturaleza, estaría bien que la próxima vez que abramos Tinder hiciéramos 'likes' solo a personas con las que no tenemos nada en común.

[Publicado en El Periódico, 16/12/19.]

martes, 26 de noviembre de 2019

La gran equilibradora

Uno de los inventos más fascinantes de la humanidad es el concepto de igualdad, entendido como la culminación de una ideología teorizada ya en tiempo de los griegos antiguos, filtrada por los cambios iniciados en la Revolución francesa y desarrollada a fondo por el socialismo. Es un desafío descarado a la naturaleza: pervierte el sistema piramidal propio de los primates, con sus machos alfa acaparando poder y el resto repartiéndose las migajas, proponiendo una equiparación de derechos y oportunidades que va en contra de las leyes biológicas de nuestra rama de la evolución.

Porque aunque nos guste pensar lo contrario, las desigualdades no aparecieron cuando las sociedades se agrandaron y modernizaron, sino que nos venían dadas como parte del legado biológico de nuestros ancestros y, en todo caso, las hemos ido suavizando a medida que nos civilizábamos. Incluso antes de haber inventado la escritura ya se nos había ocurrido el tema de las castas, porque se han encontrado rastros de esta jerarquización en los inicios de la edad de bronce.

En un artículo reciente de la revista 'Science', un análisis genético de los restos de unos humanos que vivieron hace 4.000 años en el sur de Baviera demuestra que, dentro de un mismo hogar, vivían individuos de diferentes estatus. Mientras que los presuntos amos de la masía y sus descendientes eran enterrados con ornamentos lujosos y joyas, como correspondía en las clases altas de la época, a su lado han encontrado los que posiblemente eran sus esclavos o sirvientes, con quienes no tenían ningún vínculo biológico. Además, algunas mujeres ricas provenían de otras zonas, como indican ciertos marcadores genéticos, lo que sugiere que cuando se casaban tenían que dejar su entorno y pasaban a depender del marido.

Estos estudios sugieren que la estratificación de los humanos ya se hacía por motivos sanguíneos (y en detrimento de las mujeres) cuando vivíamos todavía en pequeños grupos, mucho antes de que aparecieran las estructuras sociales complejas propias de los entornos urbanos. La costumbre de considerar que unos son mejores que otros por el simple hecho de haber yacido en esta o aquella cuna todavía se mantiene en todo el mundo, aunque más diluida y no tan evidente. A pesar de que podemos encontrar vestigios arcaizantes de las variantes más extremas de estos hábitos, en forma de las tradiciones nobiliarias y monárquicas, las clases sociales son ahora más permeables. La causa es la implantación de los principios socialistas en el mundo civilizado, que fue haciendo que los privilegios de las élites se fueran moderando en favor de unos derechos humanos mínimos y universales.

Los efectos de esta revolución se han mantenido gracias a la fuerza del derecho a voto. Pero seguramente los promotores de la democracia no se pensaron nunca que los esfuerzos por empoderar al pueblo darían resultados como los que estamos viendo últimamente. La clave del sufragio universal es que desequilibra la balanza hacia los estratos desfavorecidos, porque siempre serán más numerosos. En un sistema donde la mayoría impone su hoja de ruta, la oligarquía tendría que tener los días contados. Y, en cambio, esto no pasa. Por motivos difíciles de entender, parece que a una parte del pueblo no le importa dejarse llevar por el campo magnético de la historia y gravitar felizmente hacia los organigramas injustos de toda la vida. ¿Con qué lógica se explica, por ejemplo, que buena parte de la clase baja americana votara con fe ciega a un representante prototípico de las élites extractivas como es Donald Trump?

Los efectos de esta revolución se han mantenido gracias a la fuerza del derecho a voto
Una cosa similar ha pasado en Brasil y está pasando en Europa. No hace falta mirar mucho más lejos que las últimas elecciones generales españolas. Hemos visto que se votaba a nobles encabezando listas de territorios que ni siquiera conocen o a políticos que pregonan un retorno a unos valores más propios de tiempos feudales, con la pérdida de una serie de las libertades que nos tendrían que parecer innegociables. Es sorprendente que el electorado caiga en unas trampas tan groseras. Especial mención merecerían todos los que regalan su voto a los partidos que los consideran ciudadanos de una categoría inferior, que no son ni mucho menos un número anecdótico. Parte del problema es también que políticos que, en principio, tendrían que actuar buscando el máximo beneficio por los trabajadores, acaben pasándose tranquilamente al otro lado llegando al punto de que se plantean la posibilidad de que una puerta giratoria les proporcione una jubilación anticipada y holgada.

Los humanos creamos la democracia para que fuera la gran equilibradora, no para dar alas a los que quieren volver a la edad de bronce. A ver si aprendemos a usarla bien de una vez.

[Publicado en El Periódico, 18/11/19. Versió en català.]

miércoles, 30 de octubre de 2019

Este planeta no necesita que lo salven

Parece que por fin empieza a haber una aceptación universal del hecho que nos acercamos a gran velocidad a una catástrofe ecológica y que hay que empezar a actuar seriamente para evitarla. Ya era hora. Gracias a la Cumbre sobre la Acción Climática que hubo en las Naciones Unidas el mes pasado, el tema ha sido portada de todos los medios y me gustaría aprovechar esta ocasión para hacer tres observaciones y un pronóstico.

La primera observación es que no hay que menospreciar nunca el poder de los símbolos. Los científicos llevan años alertando de la gravedad de la situación, tras haber llegado al consenso, primero, de que la Tierra se estaba calentando más rápidamente de la cuenta y, algo más tarde, de que la mayor parte de la culpa era de la actividad humana. Pero las conclusiones de los expertos a menudo se pasan por alto, sobre todo si no nos gusta lo que implican, por eso han tardado tanto en llegar a gran parte de la población. La puntilla no ha venido de la ciencia sino de una persona cualquiera que, por una serie de accidentes y maniobras, se ha convertido en la cara visible del movimiento. Siempre empatizarmos más con una adolescente enfadada acusándonos de haberla dejado sin futuro que con un sabio presentando un 'power point' lleno de datos irrefutables, y los que han sabido explotar esta peculiaridad humana para crear un símbolo que removiera las conciencias se merecen todo el agradecimiento.

La segunda es que, como diría Brossa, la gente no se da cuenta del poder que tiene y, añado yo, por eso no lo sabe usar. Por desgracia, el encuentro en la ONU ha dejado un legado práctico bastante exiguo, como sus predecesoras. Buenas intenciones pero pocas acciones útiles. Por mucho que millones de personas pidan un cambio, si no ejercen una presión real, la utopía siempre acabará chocando con la realidad. También hay que recordar que aunque protesten a la vez todos los menores del mundo no se moverá nada porque, por diseño, el sistema democrático los mantiene al margen: mientras no puedan votar, los políticos no tienen ningún incentivo para hacerles caso.

Los que gobiernan prefieren obedecer el capital, que siempre es el que mueve los hilos. Dos de los principales países contaminadores en este momento, la India y China, se hacen los locos con los compromisos porque están en medio de una revolución industrial que los tiene que llevar donde llegó Occidente hace ya medio siglo, y no creen que sea justo que les obliguen a cortarse las alas. Hay demasiada gente que debe salir beneficiada (y enriquecida). Del tercer gran contaminador, los Estados Unidos, podemos esperar bien poco: han hecho presidente un individuo que tiene como principal objetivo mantener felices a las élites económicas y, por su propio interés, no se alejará ni un milímetro de este programa. Un puñado de dólares siempre pesará más que miles de pancartas.

La última observación es que aunque lo disfrazamos de ecologismo altruista, la lucha contra el cambio climático no deja de ser puramente antropocéntrica. Nos hemos cansado de decir que estamos destruyendo el planeta y que estamos acabando con su riqueza biológica, pero el planeta no tiene ningún problema: lo tenemos nosotros. Si nos miramos la Tierra como una entidad global única, esa especie de gran sistema autorregulado que Lovelock llamó Gaia, lo que está pasando con el clima no tiene ninguna relevancia. Si se funde todo el hielo y los humanos nos ahogamos, Gaia seguirá estando llena de vida. Si antes hacemos desaparecer la mitad de las especies, a la biosfera le será indiferente: ya ha habido cinco extinciones masivas, con pérdidas de entre 75 y 96% de todos los seres vivos cada vez, y siempre se ha rehecho. A menos que consigamos hender la roca que nos sostiene a golpe de bomba atómica, los humanos no somos un verdadero peligro para la Tierra. Pero todo esto que desde el punto de Gaia es insignificante, desde el nuestro es el apocalipsis. Dejemos de pretender que los esfuerzos son para salvar el planeta: somos nosotros los que estamos en peligro. Esto debería ser motivación suficiente.

Termino con el pronóstico. Mientras las generaciones nacidas en la bonanza del siglo XX controlen el poder, la lucha contra el cambio climático avanzará a pasitos de hormiga. Pero cuando los ciudadanos del siglo XXI cojan el timón, las cosas cambiarán de una vez. Tengo la esperanza de que los jóvenes que han sido capaces de salir en masa a la calle a quejarse no se volverán unos cínicos cuando les llegue el momento de escuchar los cantos de sirena del capital. Porque si ellos también caen en la trampa, Gaia seguirá haciendo la suya, sin duda, pero puede que nosotros ya no estemos para tomar nota.

martes, 1 de octubre de 2019

¿Hay diferencias entre el cerebro de los hombres y el de las mujeres?

¿Hay diferencias entre el cerebro de los hombres y el de las mujeres? Esta pregunta se ha hecho muchas veces y la respuesta ha ido variando a lo largo del tiempo, a menudo más guiada por motivos sociales y políticos que por datos rigurosos. Ahora sabemos que lo de "los hombres son de Marte y las mujeres de Venus" es tan anacrónico como creer que solo utilizamos el 10% de las capacidades cerebrales o que las personas creativas hacen ir más el hemisferio derecho mientras que los que tienen tendencias reflexivas los predomina el izquierdo. No hay ninguna información empírica que corrobore estas teorías (mitos, deberíamos decir), a pesar de que están muy imbricadas en el imaginario colectivo.

Las diferencias físicas entre sexos es un tema de especial actualidad, gracias sobre todo a los nuevos movimientos feministas que, como que tienen que volver a luchar batallas que parecía que ya se habían ganado hacía una generación, han tenido que recurrir a argumentos científicos para defender lo que debería ser obvio. Es sorprendente que hoy en día todavía haya gente que crea que, por el simple hecho de ser una mujer, alguien no pueda realizar cualquier tarea intelectual con igual eficacia que un hombre. Pero haciendo un esfuerzo para desmentir estas falacias, a veces cometemos el mismo error por el otro lado, el de pretender que hombres y mujeres somos biológicamente idénticos.
Por ejemplo, se ha usado mucho un estudio que demostraba que no se puede distinguir macroscópicamente el cerebro masculino del femenino, publicado en el 2015 por el grupo de Yaniv Assaf en la revista 'PNAS', para proclamar que, en este aspecto, somos iguales. No es así porque, debido a los niveles específicos de hormonas que nos corren por la sangre, hay variaciones funcionales según el género. Pasa en todos los órganos, aunque los cambios no se observen a simple vista, y el cerebro no es ninguna excepción.

Un hecho particularmente interesante es que las mujeres suelan tener peores notas en los exámenes de matemáticas o ciencias y mejores en los verbales, como demuestran los informes PISA. Esto parece que reforzaría algunos estereotipos sexistas, pero un trabajo publicado hace unas semanas en 'Nature Communications' por Pau Balart, de la Universitat de les Illes Balears, propone que la razón no es que las mujeres sean genéticamente discapacitadas para las asignaturas STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, por sus siglas en inglés), porque si se hacen tests bastante largos, las diferencias entre sexos desaparecen. A partir las de dos horas, se igualan los resultados en la mayoría de los 74 países analizados, y en algunos lugares, cuanto más largas son estas pruebas de matemáticas, mejores resultados sacan las mujeres que los hombres.

¿A qué conclusión debemos llegar? Para empezar, que la forma como medimos una capacidad puede influir de manera decisiva en los datos que obtenemos, enmascarando la realidad. Esto es cierto para los exámenes clásicos, que suelen valorar una serie de competencias en condiciones artificiales que poco tienen que ver con la vida real. Por este motivo, cada vez se tiende más a evaluar los estudiantes usando un rango amplio de tests que no sesguen por motivos irrelevantes, como por ejemplo el tiempo que dura una prueba o las habilidades puramente memorísticas. El artículo también sugiere que las mujeres pueden pensar al máximo rendimiento durante tiempos más prolongados, lo que les podría dar una cierta ventaja en algunas tareas de responsabilidad.

Que los cerebros trabajan y responden de formas diferentes según el género es una afirmación que no debería sorprender a nadie. El cuerpo de una mujer es distinto al de un hombre, y no solo morfológicamente. Hace mucho tiempo que se sabe que el hígado, el corazón o el sistema inmune, por citar los ejemplos más conocidos, se comportan de una manera u otra según la cantidad de testosterona y estrógenos, y es lógico que las neuronas también sigan este patrón. Naturalmente, aquí no debemos deducir que unos sean menos inteligentes que los demás o que no puedan exceler en unas profesiones concretas. Como explica el artículo, podemos llegar al mismo lugar, lo que pasa es que tal vez utilizaremos caminos alternativos, en relación a nuestras particularidades funcionales.

Discriminar por género es absurdo, pero también lo es pretender que hombres y mujeres tenemos por defecto las mismas habilidades. En cualquier disciplina, lo que hay que hacer es fomentar los entornos que permitan sacar provecho de las cualidades particulares de los dos bandos sin poner barreras de género por motivos sociales, y dejar que elijamos el camino que más nos atraiga, independientemente de presiones culturales anticuadas. Por el bien de la sociedad, que tengamos uno o dos cromosomas X no debería verse más como una ventaja o una limitación.

[Publicado en El Periódico, 21/09/19]

viernes, 26 de julio de 2019

Los debates que realmente deberían importarnos

Últimamente, la política nos monopoliza el interés. El recambio que ha habido en parlamentos, diputaciones y ayuntamientos ha provocado una sobredosis de elecciones que están chupando buena parte de nuestra atención. Es normal que nos preocupe qué pasará durante los próximos años, quién tomará las decisiones importantes y qué impacto tendrá esto en el colectivo al que pertenecemos. Pero este revuelo político tapa otros debates esenciales que deberíamos tener inmediatamente. Hay uno, en concreto, que debería ocupar portadas de todos los diarios pero solo aparece discretamente en las secciones de ciencia. Hablo de que ya podemos manipular genéticamente embriones humanos y que tenemos que decidir si esto es deseable o debe prohibirse.

Cuando a finales del año pasado He Jiankui anunció que habían nacido dos gemelas a las que había eliminado un gen, abrió una caja de Pandora de la que pueden salir todo tipo de monstruos. Aquella noticia provocó un rechazo instantáneo y global porque había sido un experimento irresponsable: no solucionaba necesariamente el problema que quería tratar (la posible transmisión del virus del sida a los hijos), existían otras formas de hacerlo menos invasivas y no había tenido en cuenta los posibles efectos secundarios para aquellas niñas y todos sus descendientes. A pesar de que fue fácil ponerse de acuerdo en que aquello era un error, lo que está pasando ahora es bastante diferente.

Hablaba en mi último artículo de que el biólogo ruso Denis Rebrikov anunció en junio que quería repetir el experimento de He y ya había pedido los permisos a las autoridades. En solo un mes, la cuestión ha dado un giro de 180 grados. Cuando todo el mundo puso el grito en el cielo, Rebrikov propuso una variante: eliminar el gen de la sordera que heredan indefectiblemente los hijos de parejas en las que ambos sufren esta condición. Los parámetros son otros: ahora estamos hablando de una deficiencia que no se puede evitar (ni siquiera seleccionando embriones por fecundación in vitro) y que no tiene cura. ¿Es aceptable la manipulación de embriones en este supuesto? La respuesta no ha sido tan clara.

Por un lado, se puede defender que el beneficio para los afectados lo justifica. Pero la sordera no es una enfermedad mortal: hay millones de sordos viviendo con toda normalidad. De hecho, muchos de ellos no consideran que tengan una deficiencia, sino una peculiaridad física como otra, y querrían que sus descendientes fueran también parte de esta comunidad. Vamos un paso más allá. ¿Deben tomar los padres estas decisiones en nombre de los hijos que todavía no han nacido o se debe tratar como una cuestión de salud pública? ¿Dónde dibujamos la raya que define qué 'defectos' se deberían permitir (o incluso obligar a) eliminar de los embriones? Es cierto que todavía no controlamos bastante la técnica y no sabemos a qué consecuencias indeseables podríamos estar condenando estos niños, lo que debería ser suficiente para aceptar una moratoria. Pero no parece que eso importe mucho a personas como He y Rebrikov. Por eso estos temas deben considerarse con urgencia.

Últimamente hemos visto en la televisión una serie de debates en los que se suponía que los candidatos nos tenían que explicar por qué sus programas eran mejores que los de los demás. En su lugar, acababan dando un triste espectáculo de reproches e insultos con poca utilidad práctica para el votante que ha de escoger al que más se adapte a sus intereses. En lugar de invertir el 'prime time' en ejercicios estériles como estos, los medios deberían tomar conciencia de la responsabilidad que tienen de hacer llegar al gran público las preguntas más importantes en este momento, las que pueden cambiar el futuro de toda la humanidad, aunque que pueda sonar exagerado.

Lo que me gustaría ver después del telediario es una mesa redonda con expertos de todos los ámbitos (medicina, ética, filosofía, economía, sociología...), representando las corrientes ideológicas principales, que discutieran cómo debe ser el humano del siglo XXI. Y, una vez bien informados, el público general podría entonces expresar su opinión. No estamos hablando de la política municipal de los próximos cuatro años, sino de cómo será el 'Homo sapiens' a partir de ahora. Es un tema suficientemente importante como para que nos impliquemos todos. En lugar de centrarnos tanto en el circo de elegir a los próximos líderes, deberíamos reclamar que se hablara también de temas que trascienden el futuro inmediato. Si no, nos encontraremos con que alguien ha aprovechado el vacío legal para hacer lo que ha creído más conveniente. Y entonces ya será demasiado tarde.

[Publicado en El Periódico, 20-7-19. Versió en català]

martes, 2 de julio de 2019

Los límites de los modelos políticos actuales

Estos días hemos tenido asientos de primera fila para ver el espectáculo de la democracia en funcionamiento. Tras participar en diferentes niveles, desde las estructuras locales al proyecto siempre en construcción de Europa, ahora contemplamos las consecuencias de haber ejercido el derecho al sufragio. Cuando uno deposita la papeleta en la urna, lo hace convencido de que servirá para mejorar la sociedad (o al menos para no estropearla más), aunque no sepa cómo se implementará este deseo. Esto es trabajo de los políticos que, como representantes del pueblo, reciben el poder de tomar las decisiones necesarias para cumplir el programa que quieren los votantes.

Y aquí es cuando se empiezan a torcer las cosas, porque a los políticos les gusta su trabajo y no quieren perderlo. Por eso el baile de pactos poselectorales es poco edificante, con gente más preocupada por aferrarse a la silla que en casarse con quienes son ideológicamente más compatibles. Es un problema para las políticas científicas, que requieren una planificación a largo plazo, imposible de llevar a cabo cuando quien está al timón solo piensa en cómo sobrevivirá los próximos cuatro años, qué principios debe vender para obtener el apoyo que le falta y cómo deshará el trabajo del antecesor que le cae mal.

Ninguno de los modelos políticos vigentes es perfecto, ni siquiera la democracia (y menos cuando algunos países la doblegan para justificar acciones dudosas), y es urgente que los pongamos un parche antes de que se nos hunda el barco donde viajamos todos los humanos. Hay decisiones que deberían tomarse de forma consensuada, informada y prolongada, y esto requiere estructuras que trasciendan los formatos de gobierno locales y globales que tenemos actualmente. Me explico con unos ejemplos.

Hace unas semanas, el Gobierno de China aprobó que algunos hospitales ofrecieran terapias generadas a partir de células de los propios pacientes sin tener que pasar por la comisión reguladora nacional. Inmediatamente, expertos en medicina, ciencia y ética de todo el mundo pidieron que lo reconsideraran por el peligro que comportaba: homologar tratamientos que no se puede garantizar que son eficaces ni seguros. Esto ya se está haciendo a escondidas, y ha habido complicaciones graves e incluso muertes tras terapias ilegales con células madre, sin que se haya demostrado ningún resultado exitoso. ¿Quién tiene que tener la última palabra? ¿Quienes entienden más sobre el tema o el político de turno, que tiene el poder pero no los conocimientos adecuados, ni ha recurrido a los asesores pertinentes, ni parece demasiado preocupado por las consecuencias a largo plazo?

Otro caso. Después de que el doctor He Jiankui modificara genéticamente unos embriones humanos, saltándose todas las normas éticas (y algunas leyes), los expertos se le lanzaron encima. La condena fue unánime, incluso antes de que se supiera que cuando He desconectó el gen CCR5 a las gemelas quizás sí las protegió contra el VIH, pero también aumentó las posibilidades de que murieran antes que el resto, como se descubrió hace unos días. Ahora ha salido un biólogo ruso ávido de fama que dice que quiere repetir la jugada, y ya ha pedido los permisos a su gobierno. ¿Se lo darán? Una decisión así no puede estar en manos de funcionarios que crean que es una buena idea mientras todos los que entienden se ponen las manos en la cabeza sin poder hacer nada.

Esto ocurre en países con poca transparencia, pero el problema también lo tienen los más democráticos. Pensemos por ejemplo en cómo han cambiado las políticas científicas con cada presidente de EEUU, el último de ellos silenciando los expertos en cambio climático para favorecer los intereses comerciales de las élites de su país. El calentamiento global no es una cuestión de creérselo o no, y el planeta no puede estar pendiente de qué lobi tiene más influencia sobre los dirigentes en los momentos críticos.

En estos temas, el sistema no funciona. No podemos dejar que los políticos, en representación del pueblo, pasen resoluciones que tendrán un impacto en el futuro de la especie, con el riesgo de que el populismo y los intereses personales inclinen la balanza hacia el lado equivocado. Quizá hay que rescatar parcialmente el concepto de la noocracia platónica: que en ciertos asuntos sean los expertos quienes manden; que basen sus decisiones en hechos, no en suposiciones; que contemplen desde las sensibilidades más conservadoras a las progresistas; que marquen directrices estables respetadas por todos. Porque continuar confiando de los modelos políticos actuales en lo que respecta a la ciencia plantea un panorama no demasiado esperanzador.

[Publicado en El Periódico, 22/06/19. Versió en català.]

jueves, 6 de junio de 2019

10+1


Once años desde que empecé a escribir este blog, que coincidió con mis primeros pasos en la divulgación científica (y un cambio de continente...). ¡Y aquí seguimos!

lunes, 3 de junio de 2019

Cuestión de vida o muerte

La gran revolución filosófica del siglo XXI está llegando por un lado inesperado: las ciencias biológicas. La genética, la biomedicina y demás disciplinas nos van acercando uno de los sueños de los pensadores clásicos: desnudar al ser humano para que podamos entender de una vez qué somos. Y lo que somos tiene mucha menos mística de lo que nos han estado vendiendo a lo largo de milenios. Descubrir que los humanos ocupábamos la última rama de un árbol familiar poblado de animales ya fue en su momento una cura de humildad. Ahora vamos más allá y estamos entendiendo que lo que nos hace realmente diferentes, la capacidad de pensar, se puede explicar por una serie de reacciones bioquímicas y biofísicas medibles (y, por tanto, manipulables), sin tener que recurrir a ninguna entidad superior que las justifique.

Porque el cerebro, por muy fantástico que sea, no deja de ser un montón de células. Hace unas semanas, la revista 'Nature' anunciaba que unos científicos de la Universidad de Yale habían conseguido restablecer la actividad metabólica básica de un cerebro de cerdo horas después de que hubiera sido separado del cuerpo de su propietario. No es exactamente que lo hayan 'resucitado', que era la palabra que más salía en los titulares de la prensa, porque en ningún momento se hablaba de haber reactivado las funciones cerebrales, pero el experimento demuestra que la diferencia entre estar vivo o muerto es puramente bioquímica. Esto hace pensar que, con la combinación adecuada de factores, podría ser que en el futuro aprendiéramos a 'reiniciar' un organismo después de que haya perdido la capacidad de ser consciente. No habíamos estado tan cerca de convertir en realidad las pesadillas de Mary W. Shelley o las cabezas cortadas dentro de peceras de la serie 'Futurama'.

¿Cuál es la consecuencia inmediata de este conocimiento sobre la vida y la muerte que estamos acumulando, aparte del placer filosófico de entendernos un poco mejor? Sobre todo darnos cuenta de que la vida se puede 'hackear'. Este es un regalo aún más fantástico que nos está haciendo la ciencia. No solo podemos definir qué nos hace como somos, lo que significa estar vivo, sino también empezar a pensar en cambiar las normas del juego. Esto abre la puerta a hablar de los 'posthuman', el posible siguiente escalón de nuestra evolución, y el transhumanismo, la teoría que propone que debemos aprovechar los avances científicos para 'mejorarnos' por todos los medios (genéticos, químicos, biónicos) posibles.

Precisamente, el club de Roma, con la colaboración de la Obra Social la Caixa, organizó el año pasado un ciclo de charlas alrededor del transhumanismo, en las que tuve el honor de participar. La idea era incentivar el debate sobre un tema que cada vez tendrá más impacto en la sociedad. Ahora acaba de publicarse el libro que resume aquellas ponencias. Entre los meses que transcurrieron desde mi conferencia al día que recibí las galeradas para repasar el texto, la situación había cambiado tanto que tuve que reescribir unos cuantos párrafos. Así de rápido estamos avanzando. Lo más interesante de este libro no es que en sus páginas se discuta si debemos promover o evitar el transhumanismo: la mayoría de los participantes admitimos que es inevitable. Por tanto, el debate debería centrarse ahora en cómo logramos controlarlo y llevarlo hacia un lugar seguro. Bien utilizado, el transhumanismo puede llevarnos a un futuro espléndido, pero también tiene el poder de estropearlo todo si no se usan las herramientas con sabiduría.

Cuando doy una charla en un instituto, siempre acabo diciendo a los alumnos que es la mejor época de la historia de la humanidad para dedicarse a la ciencia. Lo creo firmemente: con los recursos que tenemos hoy en día, el único límite es la imaginación. Al ritmo que vamos, en 30 años ellos podrán decir exactamente lo mismo a la siguiente generación. La era de las maravillas apenas está comenzando, y parece que va para largo. Y aún nos puede traer muchas novedades, tanto buenas como malas. Los humanos aprendemos a golpes, y es muy probable que el uso indebido o poco controlado de la nueva biología nos lleve a las puertas de alguna catástrofe, tal vez del estilo de Hiroshima, intencionada, o del de Chernobyl, accidental, por poner dos de los ejemplos más sonados de tragedias científicas del siglo pasado.

Haríamos bien en leer más distopías, un género literario que lleva décadas catalogando los futuros alternativos más oscuros, para prepararnos para todas las posibilidades y evitar así males mayores. Casi nada de lo que las fértiles mentes de los escritores de ciencia ficción han imaginado será imposible. Más vale estar preparados.

[Publciado en El Periódico, 25/5/19]

viernes, 3 de mayo de 2019

¿Qué fue primero, Dios o el hombre?

La relación entre Dios y sociedad es un tema fascinante, uno de los pocos puntos de intersección (quizá el único) entre religión y ciencia. Es un misterio que nos acompaña desde hace milenios: ¿por qué los humanos hemos tenido la urgencia de inventarnos las divinidades? ¿Por qué culturas alejadas en el tiempo y el espacio han acabado igualmente atraídas por el poderoso campo gravitatorio de las religiones? Hay una teoría bastante aceptada que propone que la aparición de dioses con el poder de hacer cumplir un código ético es un proceso necesario para la formación de civilizaciones complejas. Hace un par de semanas, un artículo volteó esta hipótesis con una reinterpretación de los datos, lo que significa que aún nos queda mucho por entender sobre cómo han evolucionado las sociedades modernas.

Empezamos, no obstante, por la pregunta del título, que ya se habrán dado cuenta de que no se puede responder científicamente porque una parte de la ecuación no es accesible: la existencia de una entidad superior que se haya tomado la molestia de insuflarnos vida es indemostrable, por tanto no hay que perder más tiempo (bastante se ha perdido a lo largo de los siglos) discutiendo esta posibilidad. Pero la segunda mitad es mucho más clara. Mientras que no sabremos si Dios creó al hombre, sí tenemos la certeza de que el hombre creó a Dios. Varias veces, de hecho, y de manera independiente. Por tanto, no puede ser una casualidad. Del mismo modo que la selección natural preserva los rasgos genéticos que permiten que los organismos se adapten mejor al entorno, las sociedades también mantienen las características que las hacen sobrevivir y proliferar con más eficacia. Esta sería una.

La teoría de los "dioses moralizantes" que mencionaba antes ofrece una explicación plausible a la ventaja social de la religión. El hecho de que una población crea en un ser sobrenatural que puede castigar ciertos comportamientos favorecería la cooperación a larga escala entre extraños, un requisito esencial para pasar de pequeñas estructuras independientes a la formación de megasociedades. Según esta hipótesis, cuando un grupo comienza a crecer mucho necesitaría el cemento de la religión para mantener la paz y la unidad, por eso nos hemos inventado todo un abanico de dioses. Serían como las muletas que nos han permitido florecer socialmente.

Un trabajo publicado en 'Nature', que ha estudiado a fondo la evolución de 414 sociedades aparecidas en los últimos 10.000 años, propone una lectura ligeramente diferente: la figura del Dios capaz de penalizar a los que no siguen un código moral concreto no sería lo que permite la emergencia de las sociedades complejas, sino que sería una consecuencia de ellas. Es decir, este tipo de divinidades no aparecería hasta que una civilización superara un umbral, que han cifrado en un millón de personas. Esto implica que los dioses moralizantes no son imprescindibles para que surjan grandes estructuras sociales, sino que serían útiles después, una vez están bien establecidas, para ayudarlas a expandirse y convertirse en imperios. Los autores concluyen también que serían más importantes para la cohesión las prácticas rituales, que suelen aparecer antes que la idea del Dios todopoderoso. Un detalle final: normalmente antes de crear sus dioses, las sociedades necesitan inventar una forma de escribir. El poder de la palabra escrita es más que divino.

Termino, si me lo permiten, con un tema mucho más trivial: una pequeña efeméride. Tienen delante el artículo número cien que escribo para esta sección. Cien meses que llevo compartiendo el sábado con ustedes. El proyecto comenzó en enero de 2011, y ha continuado ininterrumpidamente a lo largo de estos ocho años, solo con las pausas obligadas de las vacaciones. Siempre agradeceré a EL PERIÓDICO que se atreviera a dar voz a cuatro científicos y que no nos relegara a una sección especializada, sino que nos hiciera un lugar entre los otros opinadores. Es una manera de reconocer que nuestra disciplina nos ayuda a entender el mundo que nos rodea igual o más que la política, la filosofía o la cultura.

Y aún tenemos que estar más agradecidos a todos los que se detengan un rato en estas páginas y lean con atención lo que queremos explicar. Ha sido hasta ahora una aventura fantástica y, a nivel personal, muy enriquecedora. Por el camino perdimos la voz siempre lúcida del gran Jorge Wagensberg, hace poco más de un año, un momento muy triste para todos. El resto intentamos aún abrir esta ventana a la ciencia cada semana para que podamos hablar durante unos minutos de las maravillas del presente y del futuro que se avecina. Esperamos que lo podamos hacer muchos años más.

[Publicado en El Periódico, 27-4-19. Versió en català.]

lunes, 8 de abril de 2019

Despertar vocaciones

Hablaba recientemente con una de mis estudiantes de doctorado que había ido a una escuela de secundaria a dar una charla. En mi departamento hemos iniciado un programa para que los investigadores salgan a explicar qué hacen, y ella había sido una de las primeras en apuntarse. Como miembro del comité organizador de las actividades, me encontré con que muchos de mis compañeros tenían ganas de divulgar, pero no sabían cómo ponerse. Y, del mismo modo, muchos centros querían científicos que les hablaran de temas de actualidad, pero no sabían dónde buscarlos. Imagino que debe de pasar lo mismo en otros lugares: a pesar de que existe una oferta y una demanda, la falta de tradición hace que se pierdan oportunidades.

Una de las cosas positivas de esta experiencia es que se han implicado los investigadores más jóvenes. A veces cuesta motivar a los catedráticos pero, en cambio, los doctorandos se lanzan al reto sin pensárselo dos veces. Es esperanzador que las nuevas generaciones sean las más interesadas en comunicarse con el público y entiendan que es parte de su trabajo. Debemos tener claro que la ciencia está al servicio del saber, pero también de la gente; que trabajamos para entender nuestro entorno y para construir una sociedad mejor, y por eso no nos podemos pasar todo el día encerrados en el laboratorio. A pesar de que a veces quizá la olvidemos, esta es una máxima que la mayoría teníamos bien clara cuando elegimos esta carrera, seguramente porque formaba parte del impulso vocacional que nos guiaba.

Pero tal vez esto de la vocación esté pasando de moda. Los que ahora se acercan a los 18 años, la 'Generación Z', tienen otras prioridades. Una de las preguntas que más le hicieron a mi estudiante después de su presentación no tenía nada que ver con lo que les explicó: estaban muy interesados ​​en saber cuánto cobraba y cuántas horas tenía que trabajar. El enfoque es totalmente erróneo. Todos queremos un sueldo que nos permita llevar una vida cómoda con el mínimo de lujos a los que nos hemos acostumbrado, claro. Pero esta no puede ser la única razón para elegir un trabajo, al menos una carrera de investigación. Si te atrae la ciencia, por encima de todo debería haber la voluntad de hacer una contribución a la sociedad. Sin una vocación firme, no hay ni que plantearse escoger esta opción laboral. Cuando yo tenía su edad me fascinaba la ciencia, como a tantos otros que hemos terminado en un laboratorio, porque veía que me podría ayudar a entender el mundo. Parece que esto ya no es suficiente.

He descrito un caso específico, y seguro que no se puede generalizar, pero creo que hay que cambiar la percepción que se tiene de la ciencia, a todos los niveles. Mucha gente la ve como un mal necesario, una disciplina hermética que nos aporta beneficios pero que, como el motor de un coche, sabemos que está allí y hace su trabajo sin querer saber cómo funciona. No sé si es una actitud que nos podamos permitir hoy en día, y menos aún nuestros hijos y nietos. Ha de haber más ciencia en las escuelas. Hay que educar en cómo funciona el razonamiento científico, que es la base del progreso en todos los ámbitos. Hay que explicarlo de la misma manera que hay que explicar filosofía. Hay que enseñar a pensar a los alumnos usando todas las herramientas que la cultura (ciencias y humanidades) nos pone al alcance. Hay que entender que la ciencia es necesaria para todo, que es compleja pero puede hacerse accesible, y que no le podemos dar la espalda. Acaso no nos hará ricos, pero que es una de las tareas más apasionantes que hay. En esta campaña, que no solo debería dirigirse a las escuelas, deberíamos colaborar todos: científicos, profesores, periodistas, pensadores...

Hay muchas maneras de conseguir que los valores de la ciencia se integren en nuestras vidas. Por ejemplo, para Sant Jordi podemos regalar libros que nos ayuden a perder el miedo. Como cada año, os recomendaré algunas novedades. '14 maneras de destruir la humanidad', de Màrius Belles y Daniel Arbós, es una forma divertida de contemplar el fin del mundo. Más serio es 'El cerebro convulso', de Suzanne O'Sullivan, casos clínicos sorprendentes explicados como si fueran historias de detectives por una neuróloga. O 'La ciencia de The Big Bang Theory', de Ramon Cererols y Toni de la Torre, que usa el anzuelo de la televisión para hacer llegar la física a todos, descargable gratuitamente en esteve.org. Si os gustan los superhéroes, mi serie 'Hijos de la Séptima Ola' es un 'thriller' de acción sobre la manipulación genética. Y para los pequeños, 'Max Einstein', de James Patterson, convierte la ciencia en una aventura. ¡Buenas lecturas!

[Publicado en El Periódico, 30/3/19. Versió en català.]

martes, 12 de marzo de 2019

Las consecuencias del liberalismo extremo: un debate que hay que tener

Hace unos días, el periodista Arcadi Espada fue expulsado de un programa de televisión después de que justificara por qué cree que los padres que deciden salir adelante con un embarazo sabiendo que el feto tiene alguna carencia tendrían que ser obligados a sufragar todos los costes de la atención que la persona necesitará a lo largo de su vida. El argumento principal era que se trataba de una decisión egoísta que pagábamos todos, y que había que liberar al Estado de la obligación de cuidarse de los ciudadanos nacidos en estas condiciones. Merece la pena analizar la propuesta.

No es la primera vez que alguien expone una hipótesis parecida: otros intelectuales han pedido expulsar de la sanidad pública a las personas obesas o a las que fuman a pesar de que saben que esto les perjudica. Espada lleva este razonamiento al límite defendiendo una eugenesia que podría parecer construida sobre fundamentos científicos sólidos. Al fin y al cabo, es lo que hace la naturaleza: la selección natural no es otra cosa que la supervivencia de los individuos más aptos y la eliminación del ADN de los más débiles del genoma global de la especie. Esto es lo que nos ha permitido evolucionar hasta lo que somos ahora. Pero quienes festejan estas teorías se olvidan de un hecho básico: la civilización significa precisamente alejarse de la dictadura de las leyes naturales. Cuanto más avanzada es una sociedad, más protege e integra a sus miembros débiles. Además, todos los intentos de aplicar la eugenesia han topado con una triste realidad: para que funcione hay que pisar algunos derechos humanos esenciales, y no podemos permitir que esto pase otra vez.

Presionar para hacer abortar un feto con “imperfecciones”, que es lo que proponía el señor Espada, transfiriendo la carga económica a los padres si hace falta, tiene un problema clave, que es definir cuál es el ideal que se debe perseguir. Es un concepto demasiado nebuloso para darle tanta relevancia. ¿Quién decidirá los límites? ¿Los políticos? Si algún día se pudiera predecir 'in utero' la orientación sexual de una persona, hay partidos que argumentarían que sería mejor que solo nacieran ciudadanos heterosexuales. ¿Prohibirían también que gente como yo tuviéramos hijos para que no les traspasáramos la miopía (o, ya que estamos, la calvície o la nariz gorda), cosa que alejaría a mis descendientes de los estándares deseables? Cuando se coge este camino, el desnivel cada vez es más pronunciado, y pronto nos damos cuenta que no podemos frenar. La historia nos tendría que haber enseñado que al final siempre nos espera un abismo.

Las teorías del señor Espada no se pueden descartar sin más por el hecho de ser una 'boutade', porque por desgracia son factibles más allá de entornos dictatoriales. De hecho, son un ejemplo, sin duda extremo, de una teoría social apoyada en los principios liberales. Podemos ver la aplicación en un país tan civilizado como Estados Unidos, donde este liberalismo se está exagerando desde la llegada de Trump al poder, hasta el punto que el Estado desatiende alguna de las necesidades básicas (salud, educación...) de una buena parte de sus habitantes. Todo perfectamente justificable según su manera de entender la democracia. En general, Europa parte de un código ético diferente, pero hay cada vez más partidos admiradores del modelo americano que querrían que el Estado redujera un gasto social que consideran injusto.

Por lo tanto, este es un debate que hay que tener, en lugar de intentar esconderlo bajo la alfombra. Hay que recordar que el señor Espada es uno de los ideólogos y fundadores de un partido al cual hoy en día votan millones de personas, que tenemos que suponer que se han leído y aceptan su programa o, cuando menos, comulgan con las líneas maestras de su pensamiento básico. El auge reciente de este partido, y otros de la misma cuerda, que discuten la socialización de algunos servicios o ciertas prerrogativas individuales, nos podría abocar a un estado donde se considere aceptable este liberalismo profundo.

Por eso creo que fue un error sacarse de encima al señor Espada en lugar de rebatirle las teorías con sus mismas armas, a pesar de que no dudo que la decisión hizo subir la audiencia del programa, que al fin y al cabo es lo que importa en estos casos. Hubiera sido más importante, socialmente hablando, dar la oportunidad al espectador de entender que hay un formato de gobierno, en principio democrático, en el cual casos próximos al que se planteaba no serían del todo impensables. Lo digo sobre todo porque pronto habrá unas elecciones, y estaría bien que la gente supiera en qué valores cree el partido que tienen la intención de votar.

[Publicado en El Periódico, 02/03/19. Versió en català.]

martes, 12 de febrero de 2019

Haciendo limpieza en el mundo académico

Estaba viendo el otro día por enésima vez 'The party', la comedia que aquí se conoce como 'El guateque', y me volvió a chocar la dura trama de abusos a las jóvenes aspirantes a actriz que, a pesar de ser tratada tangencialmente, es uno de los temas clave de la película. El año 1968, Blake Edwards ya denunciaba que esta era una práctica habitual en su entorno, ampliamente tolerada y aceptada. Lo más sorprendente es que, 50 años después, la situación no había cambiado mucho: el personaje del productor utiliza en la película unas tácticas parecidas al que dicen que era el modus operandi de Harvey Weinstein. Ha hecho falta el movimiento #MeToo para que la indignación se colectivizara suficientemente y provocara una reacción lo bastante fuerte como para destronar a estos depredadores.

En este último año se ha evidenciado hasta qué punto es todavía prevalente el sometimiento de la mujer al deseo sexual de los hombres poderosos. Que esto pasara en Hollywood era una cosa que se podía sospechar, porque parecía poco probable que la figura histórica del pez gordo que se aprovecha de las 'starlets' hubiera desaparecido de la noche a la mañana. Simplemente, los abusadores habían pasado a actuar con más discreción, y se continuaban beneficiando de la cultura del silencio que reina en la mayoría de cofradías. Pero ha sido impactante ver cómo este patrón se repetía también en otros entornos, como en el académico.

Las noticias de los abusos en universidades y centros de investigación han pasado más desapercibidos, quizá porque los implicados son poco conocidos fuera de sus círculos. Últimamente se ha revelado que más de un investigador de prestigio también aprovechaba la posición ventajosa que les había dado el éxito de su investigación para imponerse a las mujeres que estaban por debajo de ellos, desde estudiantes a profesoras más jóvenes, y que, a pesar de que eran hechos conocidos, habían actuado con total impunidad durante años, debido al estatus que habían conseguido. También hay depredadores en las élites intelectuales.

Internet ha permitido destapar estas situaciones de abuso crónico, que estaban muy soterradas en el mundo académico y no eran solo de tipo sexual. Por ejemplo, en el Reino Unido se ha retirado por primera vez la financiación a una investigadora importante, acusada de maltratar a la gente de su grupo. Además, ahora hay webs que permiten denunciar anónimamente irregularidades en artículos científicos, sin miedo a las represalias o a ver cómo las quejas son desestimadas por las universidades implicadas. Este tipo de comportamientos poco éticos, a menudo tolerados por estructuras de poder corruptas construidas sobre capas de amiguismo, antes tenían un impacto mucho más limitado, pero ahora no pueden ignorarse una vez la información llega a los canales adecuados y se globaliza.

Por eso la fuerza de las masas es, hoy en día, más real que nunca. Las redes sociales han creado una herramienta fantástica que nos permite aplicar una forma de justicia alternativa cuando los mecanismos oficiales no funcionan, que es a menudo. Así podemos romper por fin el círculo de protección que los que ocupan lugares privilegiados se han dispensado siempre los unos a los otros. Pero tenemos que ser conscientes de la responsabilidad que tenemos. La propia naturaleza de internet la hace incontrolable y, muchas veces, manipulable. Lo que pasa tiene un impacto inmediato en el mundo real, y esto quiere decir que nos hemos convertido a la vez en jueces y ejecutores de una condena que no siempre es proporcional al pecado. Tenemos que conseguir evitar por encima de todo el linchamiento virtual, tan temible como su versión física, y no olvidar nunca que uno de los pilares de las sociedades avanzadas es la presunción de inocencia. 

Pero a pesar de los riesgos evidentes, de momento el balance parece positivo, también en el entorno de la ciencia. En respuesta a los movimientos sociales, muchos centros han reforzado sus políticas de igualdad y están demostrando una tolerancia cero con los comportamientos despóticos, por desgracia habituales en este ámbito. A la vez, los científicos que han manipulado datos de forma chapucera están siendo escarnecidos en público, y su reputación se resiente. Todos ellos se lo pensarán dos veces antes de volverlo a hacer.

La ciencia requiere vocación y sacrificio, pero parece que hay tantos estafadores, malas personas y depredadores como en cualquier otra profesión. La globalización de la información nos ofrece la posibilidad de cambiarlo. Nosotros también estamos haciendo limpieza y el resultado será un entorno de trabajo más sano y unos avances científicos más fiables. Y así, entre todos, construiremos finalmente un mundo más justo.

[Publicado en El Periódico, 2/2/19. Versío en català.]

martes, 15 de enero de 2019

Un nuevo universo bajo tierra

En la mayoría de las historias de ciencia ficción en las que aparecen extraterrestres, ya sean escritas o en algún medio audiovisual, los alienígenas tienden a ser diseñados siguiendo criterios antropomórficos (parecen humanos disfrazados, para entendernos) o, como mucho, mezclan elementos de varios animales conocidos para construir bestias frankensteinianas que parecen salidas de una alocada sesión de patchwork biológico. Pero es muy posible que cuando encontramos los primeros organismos de fuera de este planeta no tengan nada que ver con todo esto, sino que sean simples microbios.

Al fin y al cabo, los microorganismos de la Tierra son mucho más abundantes que todos los demás seres vivos juntos, y es lógico pensar que si hay vida en otros rincones del universo habrá comenzado también en formato unicelular, que es el más simple, igual que aquí. Qué caminos habrá seguido después ya es más difícil de imaginar, porque las opciones son infinitas, pero al menos podemos presuponer que el punto de partida se parecerá al nuestro. En lugar de hombrecillos verdes, pues, deberíamos estar especulando sobre bacterias y virus que cruzan el espacio sideral a lomos de un cometa, que sería un escenario más realista.

Pero no necesitamos salir de la atmósfera para toparnos con formas de vida que no hemos visto nunca antes. Sabemos que solo hemos descubierto una pequeña fracción de los microbios con los que compartimos la Tierra: cerca de nosotros se esconden millones de seres que aún no hemos conseguido describir y que es muy posible que nunca llegamos a catalogar por completo. Este es un hecho conocido desde hace tiempo, pero lo que no esperábamos era que, a parte de los microbios que habitan la superficie del planeta con nosotros, bajo nuestros pies había todo un universo microscópico escondido que esperaba a ser descubierto.

Este ha sido uno de los regalos de esta Navidad para los biólogos: hace unas semanas se anunciaron en un congreso los resultados de los últimos diez años de investigación de un equipo de 1.200 científicos de 52 países, llamado Deep Carbon Observatory, que, entre otras cosas, han estado buscando formas de vida invisibles. El truco ha sido mirar dentro de la Tierra, no encima. Los científicos han utilizado sondas para perforar hasta cinco kilómetros de profundidad y allí han encontrado un ecosistema vasto y riquísimo que sobrevive en condiciones que nosotros consideraríamos extremas: sin luz, con muy pocos nutrientes y con altas temperaturas y presiones. A partir de estas observaciones han estimado que bajo el suelo hay hasta 23.000 millones de toneladas de microorganismos, que juntos pesarían cientos de veces más que todos los humanos. Algunos de las bacterias que se han encontrado parece que han sobrevivido miles de años, usando un metabolismo de mínimos, un hecho insólito.

Una peculiaridad de este complejo reino biológico acabado de detectar es que no la ha pisado ningún humano. Lleva, pues, milenios evolucionando al margen de nuestra actividad. A pesar de que hemos alterado sustancialmente la corteza del planeta, no parece que hayamos tenido gran influencia en los millones de organismos que viven dentro y que, hasta ahora, nos habían pasado desapercibidos. Esto hace pensar que si algún día nos extinguiéramos todos los animales, e incluso las plantas, el planeta seguiría vertiendo vida en millones de formas diferentes, confortablemente protegida bajo kilómetros de tierra y rocas, sin ni siquiera necesitar la energía del sol. Aunque, evolutivamente hablando, los humanos somos muy complejos, no somos ni mucho menos los organismos más abundantes ni los más resistentes. Si desapareciéramos, el planeta no nos echaría mucho de menos.

Los trabajos no se publicarán hasta dentro de unos meses y entonces sabremos todos los detalles de las nuevas investigaciones, que solo recogen una pequeña muestra de todo lo que se esconde en el interior de la Tierra. En todo caso, podemos decir que es fascinante que, a pesar de todos los siglos que llevamos escudriñando los cinco continentes, aún haya zonas vírgenes cargadas de tesoros inimaginables.

La exploración del espacio es un sueño antiguo de la humanidad, pero plantea una serie de retos difíciles de resolver a corto plazo. El principal es la enormidad de la escala de distancias que se utiliza a nivel interplanetario, muchos órdenes de magnitud superior a lo que nos es conveniente. Mientras tanto, caminamos sobre un mar de vida inexplorada que esconde mil sorpresas más. Todo esto demuestra que no conocemos todavía bastante bien la casa que hemos poblado. Para los biólogos, posiblemente sea más productivo mirar menos hacia las estrellas y más hacia el suelo que pisamos.

[Publicado en El Periódico, 05/01/19. Versió en català.]