La gran revolución filosófica del siglo XXI está llegando por un lado inesperado: las ciencias biológicas. La genética, la biomedicina y demás disciplinas nos van acercando uno de los sueños de los pensadores clásicos: desnudar al ser humano para que podamos entender de una vez qué somos. Y lo que somos tiene mucha menos mística de lo que nos han estado vendiendo a lo largo de milenios. Descubrir que los humanos ocupábamos la última rama de un árbol familiar poblado de animales ya fue en su momento una cura de humildad. Ahora vamos más allá y estamos entendiendo que lo que nos hace realmente diferentes, la capacidad de pensar, se puede explicar por una serie de reacciones bioquímicas y biofísicas medibles (y, por tanto, manipulables), sin tener que recurrir a ninguna entidad superior que las justifique.
Porque el cerebro, por muy fantástico que sea, no deja de ser un montón de células. Hace unas semanas, la revista 'Nature' anunciaba que unos científicos de la Universidad de Yale habían conseguido restablecer la actividad metabólica básica de un cerebro de cerdo horas después de que hubiera sido separado del cuerpo de su propietario. No es exactamente que lo hayan 'resucitado', que era la palabra que más salía en los titulares de la prensa, porque en ningún momento se hablaba de haber reactivado las funciones cerebrales, pero el experimento demuestra que la diferencia entre estar vivo o muerto es puramente bioquímica. Esto hace pensar que, con la combinación adecuada de factores, podría ser que en el futuro aprendiéramos a 'reiniciar' un organismo después de que haya perdido la capacidad de ser consciente. No habíamos estado tan cerca de convertir en realidad las pesadillas de Mary W. Shelley o las cabezas cortadas dentro de peceras de la serie 'Futurama'.
¿Cuál es la consecuencia inmediata de este conocimiento sobre la vida y la muerte que estamos acumulando, aparte del placer filosófico de entendernos un poco mejor? Sobre todo darnos cuenta de que la vida se puede 'hackear'. Este es un regalo aún más fantástico que nos está haciendo la ciencia. No solo podemos definir qué nos hace como somos, lo que significa estar vivo, sino también empezar a pensar en cambiar las normas del juego. Esto abre la puerta a hablar de los 'posthuman', el posible siguiente escalón de nuestra evolución, y el transhumanismo, la teoría que propone que debemos aprovechar los avances científicos para 'mejorarnos' por todos los medios (genéticos, químicos, biónicos) posibles.
Precisamente, el club de Roma, con la colaboración de la Obra Social la Caixa, organizó el año pasado un ciclo de charlas alrededor del transhumanismo, en las que tuve el honor de participar. La idea era incentivar el debate sobre un tema que cada vez tendrá más impacto en la sociedad. Ahora acaba de publicarse el libro que resume aquellas ponencias. Entre los meses que transcurrieron desde mi conferencia al día que recibí las galeradas para repasar el texto, la situación había cambiado tanto que tuve que reescribir unos cuantos párrafos. Así de rápido estamos avanzando. Lo más interesante de este libro no es que en sus páginas se discuta si debemos promover o evitar el transhumanismo: la mayoría de los participantes admitimos que es inevitable. Por tanto, el debate debería centrarse ahora en cómo logramos controlarlo y llevarlo hacia un lugar seguro. Bien utilizado, el transhumanismo puede llevarnos a un futuro espléndido, pero también tiene el poder de estropearlo todo si no se usan las herramientas con sabiduría.
Cuando doy una charla en un instituto, siempre acabo diciendo a los alumnos que es la mejor época de la historia de la humanidad para dedicarse a la ciencia. Lo creo firmemente: con los recursos que tenemos hoy en día, el único límite es la imaginación. Al ritmo que vamos, en 30 años ellos podrán decir exactamente lo mismo a la siguiente generación. La era de las maravillas apenas está comenzando, y parece que va para largo. Y aún nos puede traer muchas novedades, tanto buenas como malas. Los humanos aprendemos a golpes, y es muy probable que el uso indebido o poco controlado de la nueva biología nos lleve a las puertas de alguna catástrofe, tal vez del estilo de Hiroshima, intencionada, o del de Chernobyl, accidental, por poner dos de los ejemplos más sonados de tragedias científicas del siglo pasado.
Haríamos bien en leer más distopías, un género literario que lleva décadas catalogando los futuros alternativos más oscuros, para prepararnos para todas las posibilidades y evitar así males mayores. Casi nada de lo que las fértiles mentes de los escritores de ciencia ficción han imaginado será imposible. Más vale estar preparados.
[Publciado en El Periódico, 25/5/19]
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