lunes, 19 de diciembre de 2011

Cosas que puedes hacer con 20 años

Albert Einstein tenía 26 años cuando, durante el famoso Annus mirabilis, comenzó a publicar los artículos que revolucionarían la concepción que tenemos del mundo que nos rodea. Werner Heisenberg enunció su principio de incertidumbre a los 25. Más o menos a la misma edad, Wolfgang Pauli y Paul Dirac ya habían hecho las contribuciones que los llevarían a ganar sus respectivos premios Nobel. Tanto Dirac como Einstein llegaron a decir que un físico podía considerarse muerto cuando pasaba de los 30. Un siglo después, ¿cuántos científicos contemporáneos podemos decir que hayan llegado a la cima antes de esta edad? Pocos. ¿La época dorada de la física teórica fue un golpe de suerte o es que los humanos somos cada vez menos inteligentes?

Es cierto que las genialidades ahora nos llegan más tarde. Un estudio reciente concluía que, desde 1980 a la actualidad, la media de edad de los investigadores en el momento de hacer los descubrimientos que les han reportado un Nobel es de 48 años, mientras que desde principios del siglo XX a 1980 era de unos 36. Si nos centramos solo en el de química, por ejemplo, en 1900 el 66% de los premiados había reunido méritos para ganar la medalla antes de los 40. En el año 2000 este porcentaje había bajado hasta cerca de cero. ¿Qué nos está pasando?

Sería demasiado fácil proponer que hay algo en la comida o en el aire que respiramos hoy en día que hace que se nos encallen las neuronas. Los motivos deben ser más complejos, y esto se hace evidente cuando consideramos todas las cosas que han cambiado en los últimos 100 años. Para empezar, el periodo de aprendizaje se ha alargado, sobre todo en las ciencias experimentales. Hay más conocimientos que se deben absorber, más técnicas complejas que es preciso aprender. Cada día sabemos más y lo que queda por descubrir está más escondido. A menudo se necesitan años y millones de euros para obtener suficientes datos para confirmar o refutar una hipótesis, mientras que antes experimentos más sencillos eran suficientes para proporcionar datos suficientemente relevantes (pero esta no es la única explicación: el retraso en los avances importantes se ha visto también en las ciencias teóricas). Además, está el tema de la saturación del mercado. No es extraño tener que hacer estudios posdoctorales de 10 años o más para poder conseguir una preciada plaza de investigador, cuando hace unas décadas era normal obtener la independencia apenas terminado el doctorado. Hay muchos más licenciados y el sistema no los puede absorber a todos, lo que hace que una buena parte acabe tirando la toalla antes de hacer ninguna contribución importante. Pero de todos modos, esto no debería impedir que continuaran sobresaliendo los más brillantes.

Quizá el mayor problema de nuestro tiempo es que vivimos a cámara lenta. Cuando a finales del siglo XIX nacía Einstein, la esperanza de vida global era de unos 30 años. Hoy en día está alrededor de los 67, más del doble. No sería de extrañar que esto retrasara la urgencia de lanzarse de cabeza a la vida que tenían nuestros antepasados. Leía el otro día en el blog de un amigo que Emily Brontë murió a los 30 años, John Keats a los 25, Bartomeu Rosselló-Pòrcel a los 24 y Egon Schiele a los 28. Al igual que los científicos que citábamos al principio, todos estos artistas aprovecharon al máximo su juventud. En cambio, ahora las etapas de desarrollo, la infancia y la adolescencia, se dilatan de manera considerable, hasta el punto de que nos encontramos una proporción elevada de individuos con edad biológica de ser abuelos que aún no han abandonado el núcleo familiar paterno ni se han independizado en ningún otro sentido. Nos da la sensación de que tenemos todo el tiempo del mundo para dejar nuestra huella, no tenemos ninguna prisa, y acabamos haciendo a los 30 años lo que nuestros bisabuelos hacían a los 20.

Se podría argumentar que los jóvenes del siglo XXI lo tienen más difícil, condenados a vivir en un mundo regido por unos valores que no comparten y que no les ofrece ninguna posibilidad de demostrar su valía. Pero dudo de que ninguno de ellos prefiriera haberse hecho hombres en medio de una guerra mundial y la crisis profunda de la consecuente posguerra. Oportunidades para sobresalir y cumplir tus objetivos siempre ha habido pocas, e indignarte cuando lo descubres no es la respuesta más útil. Lo que sí tenemos ahora es muchas más maneras de malgastar el tiempo. Parece que el ocio se haya convertido en el objetivo central de nuestra existencia más que en una actividad complementaria a la productividad. El hombre del siglo XXI está más satisfecho consumiendo que generando.

No caigamos en la tentación de creer que hace un siglo eran más listos o más afortunados. De hecho, es muy posible que fuera al revés. Una persona de 20 años hoy en día se puede comer el mundo. Es cuestión de levantarse temprano, como decía aquel, y trabajar duro en tu sueño. No hay que tener 30 para empezar a ponerte a ello.´

El Periódico, Opinión, 17-12-11. Versió en català.

jueves, 24 de noviembre de 2011

El ocaso del sabio loco

La ciencia da miedo. Da miedo porque es una gran fuente de poder. Que tanto poder esté en manos de los pocos que son capaces de entenderlo nos hace desconfiar. Por eso en las películas el malo suele ser un sabio loco sin ninguna consideración por sus compañeros de especie. ¿Pero somos realmente peligrosos los científicos? Si hacemos caso a los periódicos, parece que últimamente nos hayamos vuelto más corruptos. Diría que es más bien al revés: los que se saltan las normas cada vez son menos porque los descubrimos más fácilmente. La tentación de actuar al margen de la ley para conseguir algún beneficio está presente en todas las profesiones, la nuestra no podía ser una excepción. Pero lo que parece que hacemos mejor que otros ramos es asegurarnos de que paguen el precio los que se pasan de la raya.
Como el caso de Diederik Stapel, descubierto a finales de octubre. Stapel era un psicólogo que con solo 45 años había logrado convertirse en uno de los más respetados y productivos de Holanda. Hasta que se descubrió que se había inventado los datos de la mayor parte de sus trabajos de investigación. Dos de sus colaboradores encontraron muy extraño que nunca les dejara ver las cifras originales de los estudios que decía que había hecho y lo acabaron denunciando. Pocos días después de empezar el alboroto, la presión hizo que Stapel admitiera su culpa y devolviera el título que le había dado la Universidad de Ámsterdam.
Hoy en día las farmacéuticas, el coco preferido de mucha gente, tampoco se libran cuando cometen irregularidades. A principios de mes, GlaxoSmithKline daba 3.000 millones de dólares en Estados Unidos para resolver una serie de investigaciones sobre la comercialización fraudulenta de sus fármacos. Pfizer tuvo que pagar 2.300 en el 2009, el mismo año que Eli Lilly & Co desembolsó 1.400. Son señales de advertencia suficientemente estridentes como para que las compañías entiendan que no hacer las cosas de una manera ética tiene serias consecuencias. Es una lección que estoy seguro de que van aprendiendo. El problema del fraude científico, tanto a nivel personal como corporativo, es que los efectos se esparcen como las ondas que crea una piedra cuando la tiramos a un lago, hasta que al final son los enfermos quienes los acaban recibiendo. Esto no nos lo podemos permitir y debemos actuar con toda la celeridad posible.
Escándalos como estos seguirán ocurriendo, es inevitable: la ambición, la codicia y la arrogancia siempre serán malas consejeras. Pero ahora tenemos las armas para detenerlos. En otras épocas de la historia no era así y hemos visto cómo se han cometido abusos increíbles en nombre de la ciencia. Como el experimento de Tuskegee (1932-1972), en el que el Gobierno de Estados Unidos infectó con la sífilis a un grupo de granjeros negros de Alabama y les privó de tratamiento solo para ver cómo evolucionaba la enfermedad. Entre 1946 y 1948, también los norteamericanos hicieron estudios similares con más de 1.500 presos y enfermos mentales de Guatemala, un hecho que no se descubrió hasta el 2005. El Gobierno pidió disculpas oficialmente a Guatemala el año pasado y estableció un comité de expertos para asegurarse de que nunca más volvería a suceder algo parecido. Más conocida es la experimentación en humanos llevada a cabo durante la segunda guerra mundial, tanto en los campos de concentración nazis como en la tristemente célebre Unidad 731 del Ejército japonés.
Sería normal pensar que con antecedentes como estos los científicos nos hemos ganado a pulso la animadversión del público. Pero una vez consigues superar el horror de las imágenes que conjuran estas historias de puro desdén por la dignidad humana te viene a la cabeza una pregunta lógica: ¿qué se obtuvo de todos aquellos trabajos? Uno de los principales problemas que tenemos los investigadores biomédicos es que no podemos probar las hipótesis en nuestro sujeto de estudio, el hombre, o al menos no hasta que se han superado una serie importante de pruebas de control. Esto hace que la investigación avance muy lentamente. ¿Qué descubrieron aquellos a los que su falta de ética les permitió saltarse estas normas básicas? La ciencia debería haber dado un paso adelante importante en algunos campos, aunque el coste se hubiera pagado en sufrimiento y vidas humanas. Pero no fue así. Salvo casos muy concretos, ninguno de estos experimentos nos ha aportado la más mínima información útil. ¿No es sorprendente?
Pues no. La razón es muy clara: aquellos criminales no tenían nada de científicos. Locos, sí, pero no les podemos llamar sabios. El diseño de sus experimentos era tan absurdo como cruel y por eso los datos generados resultaron del todo irrelevantes. Ser un megalomaniaco sin piedad parece que no es compatible con nuestro trabajo. Y es que, a pesar de la mala reputación que tenemos a veces, esto demuestra que alguien que no ame y respete al ser humano nunca podrá ser un buen científico.
El Periódico, Opinión, 20/11/11 (versió en català).

lunes, 21 de noviembre de 2011

Cambio de ciclo

A partir de este mes, se interrumpe mi colaboración con los blogs de Código Salud de El Mundo. Han sido dos años y medio muy interesantes (¡por lo menos para mí!), dos años y medio de repasar la actualidad científica un par de veces al mes, de intentar acercar lo que hacemos los científicos en el laboratorio al público general y de trabajar para aclarar las dudas más habituales. He procurado discutir las noticias más relevantes de la biomedicina y, de vez en cuando, dar alguna opinión al respeto. Incluso se ha generado alguna polémica en los comentarios, lo que demuestra que estos son temas que invitan al debate y merecen ser tratados en los medios.

Pero los tiempos cambian y en plena crisis parece que la ciencia ha dejado de ser una de las prioridades en muchas publicaciones. Es una lástima que el público se pierda los nuevos descubrimientos biomédicos por una cuestión de presupuesto. Porqué la ciencia avanzará a pesar de que no le estemos prestando atención, y el mundo seguirá cambiando a nuestro alrededor. Nos esperan décadas de avances aún más espectaculares en el tratamiento de las enfermedades. Estamos en una coyuntura única, empezando por fin a aplicar todos los conocimientos que hemos adquirido en las últimas décadas estudiando los genes y las proteínas que nos definen.

A pesar de que seguramente veremos un frenazo debido a la reducción global de fondos para investigar, esto ya no se va a parar. Parafraseando el título de mi primer libro de divulgación, publicado en el 2008, cada día seremos un poco más inmortales y perfectos. Y sanos y felices, esperemos. Es importante que no dejemos de hacernos preguntas y de buscar respuestas. Al fin y al cabo, la curiosidad es una de las características más importantes de nuestra especie, quizás la que más nos ha hecho avanzar a lo largo de los siglos.

Confío en reencontrar a los lectores que han compartido ese espacio conmigo a lo largo de todo este tiempo en algún otro rincón de internet, de la prensa o de las librerías. De momento continuaré divulgando en este blog (espero poder recuperar un poco el ritmo que tenía al principio), en los artículos de Opinón de El Periódico, así como a través de mi cuenta de twitter (@DrMacip).

lunes, 24 de octubre de 2011

Por qué Eduard Punset ha de morir

En una célebre entrevista televisiva del año pasado, Eduard Punset dijo que no estaba escrito que él debía morir. Esta frase me la han citado amigos y periodistas un montón de veces desde entonces, quizá en parte porque en mi laboratorio estudiamos el envejecimiento y la muerte celular. Por desgracia, sacada de contexto parece más una de esas máximas que te encuentras en las galletas de la suerte de los restaurantes chinos que un pensamiento con ánimos de estimular las neuronas, que con toda seguridad era la intención original. Así que he pensado que hoy aprovecharía este espacio para discutirla con calma y hacer justicia a un tema tan interesante. Que quede claro antes de empezar que le deseo una larga vida al señor Punset, y que el hecho de que haya contribuido más que nadie en este país a hacer llegar la ciencia a la gente de la calle merece todo el agradecimiento del mundo. Pero me temo que ni él ni yo ni nadie que lea este artículo puede escapar del destino que nos espera al final.

La idea de que podemos vencer a la muerte proviene sobre todo de una corriente liderada por el doctor Aubrey de Grey, un gerontólogo de Cambridge que hace unos años propuso que, si consiguiéramos proteger nuestras células de los elementos que las dañan, nada nos impediría vivir para siempre. Es cierto que nuestros organismos tienen una fecha de caducidad. Una serie de órdenes escritas en el genoma de las células las hace envejecer y morir en respuesta a agresiones y el paso del tiempo. Lo que en realidad dice el doctor De Grey es que debe haber una manera de evitar obedecerlas. Hace tiempo que buscamos en el laboratorio alguna forma de ejercer una insumisión al menos parcial a estas leyes y así poder alargar la esperanza de vida. La diferencia es que De Grey asegura que esto es posible hasta extremos que nunca antes nadie se había atrevido a proponer, en contra del dogma aceptado hasta ahora.

A lo largo de las épocas más oscuras de nuestra historia, la ciencia ha sobrevivido y ha avanzado gracias a unos cuantos inconformistas que iban contra el sistema. El heroísmo legendario de figuras como Galileo y Copérnico se ha filtrado a través de los siglos hasta imprimir en el imaginario colectivo la idea de que los pensadores más revolucionarios siempre deben luchar contra la incomprensión de políticos y académicos apoltronados que temen los cambios que los pueden dejar sin trabajo. Hay una parte de esta imagen que se ajusta a la realidad: los científicos más influyentes suelen ser los que saben ver más allá de las fronteras actuales del conocimiento. Pero debemos evitar caer en la generalización fácil: no todo el mundo con una hipótesis radical debe tener automáticamente razón. La biomedicina contemporánea avanza sobre todo por el trabajo progresivo de equipos coordinados de investigadores repartidos por todo el mundo, y no tanto gracias al individualismo de estrellas superdotadas. Los descubrimientos son más fruto de pequeños pasos incrementales que de grandes movimientos sísmicos originados por la chispa de una idea alocada que se enfrenta a la doctrina imperante en un momento dado.

Dar voz a los que proponen teorías rompedoras puede ser una forma interesante de generar diálogo, siempre y cuando detrás haya un razonamiento que cumpla las normas científicas más elementales. Muchos creen que las teorías del doctor De Grey tienen su lógica, aunque todavía no tenemos suficientes datos experimentales que nos permitan suponer que pueden ser ciertas. De momento no pasarían de ser ideas provocadoras que habría que validar. Pero otros expertos opinan que es un charlatán más cercano a la seudociencia que al rigor que se espera de un investigador y que solo haciendo un acto de fe se puede comulgar con su imaginativo punto de vista. ¿Y si tienen razón?

Debemos vigilar no poner en el mismo saco manzanas y naranjas con la excusa de la libertad de expresión y la obligación de presentar todos los puntos de vista de un debate. Hay razonamientos que simplemente pertenecen a diferentes disciplinas y no tiene sentido enfrentarlos, como la lucha absurda que han organizado entre la idea religiosa de un diseñador inteligente y el concepto científico de evolución. Es como si en una mesa redonda sobre las mejores novelas del siglo, de pronto alguien se pusiera a hablar de las Páginas Amarillas. Aunque tengan formato de libro, tenemos que saber ver que ni siquiera son literatura.

Los que saben más de estos temas aún no han acordado a qué lado de la frontera están las propuestas del doctor De Grey. Por eso debemos ser cautelosos y no hacer bandera de ellas sin dejar a continuación un espacio para alertar de las abundantes dudas razonables que generan. Mientras no se demuestre lo contrario, todos nuestros nombres están escritos con letras de oro en los archivos de Hades. Quizá algún día inventaremos una goma que nos permita borrarlos, pero yo no contaría con que ninguno de los aquí presentes lo llegue a ver.

El Periódico, Opinión, 22/10/11. Versió en català.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Bebés de diseño


Estos días estoy terminando de escribir un libro sobre el impacto ético y social de los nuevos avances biomédicos. Quizá por este motivo me ha llamado la atención que recientemente el Gobierno alemán haya decidido autorizar en ciertos casos el llamado diagnóstico genético preimplantacional, una técnica que permite analizar los genes de un embrión obtenido por fecundación in vitro antes de implantarlo en el útero de la madre. Eliminando los embriones que no cumplen los requisitos podemos elegirciertas características genéticas de los hijos. Esto se hace, sobre todo, para evitar que nazcan niños con algún trastorno hereditario que tienen los padres. ¿Por qué se oponían los alemanes (y todavía lo hacen Austria, Irlanda y Suiza), si el beneficio es tan obvio?
Todo depende de lo que consideremos que vale la pena seleccionar. En el caso de una patología determinada por los genes, no hay mucha discusión. ¿Qué pasará cuando seamos capaces de predecir la predisposición a sufrir otras enfermedades, por ejemplo el cáncer? Parecería lógico rechazar los embriones con más posibilidades de enfermar. Pero cuando pasamos de hablar de certidumbres a probabilidades es como si declaráramos a una persona culpable de un crimen que aún no ha cometido. ¿Es justo descartar una combinación de genes solo porque podría ser que no fuera muy favorable?


Todo esto recuerda peligrosamente a aquella corriente filosófica y científica conocida como eugenesia, que fue muy popular en la primera mitad del siglo XX. Su objetivo era perfeccionar la raza humana asegurándose de que solo los mejores genes pasaban a la próxima generación. Sobre el papel puede parecer una idea loable, pero su aplicación práctica choca con escollos importantes. Lo que pronto podremos hacer con la ayuda de la genética, en aquellos tiempos solo era factible planificando quién se apareaba con quién, es decir, prohibiendo la reproducción de ciertos individuos en nombre del bien común. Este pisoteo flagrante de los derechos humanos se magnificaba cuando se decidía qué genes valía la pena preservar. Un grupo político tuvo muy claro que la elección debía estar basada en un ideal concreto, que pasaba por tener una cierta altura, color de piel y pelo, raza y sexualidad. Con eso se justificó uno de los mayores genocidios que ha vivido Europa y desde entonces la eugenesia ha quedado relegada al arsenal de los exaltados. ¿Estamos a punto de volver a caer en la misma trampa?
A medida que vamos descubriendo la función de más genes iremos encontrando información sobre la mayoría de nuestras características físicas y mentales. Si una pareja puede elegir entre un embrión con una inteligencia normal y uno que posiblemente superará la media, ¿qué escogerá? ¿Y entre uno que será guapo y uno feo? No es una decisión tan fácil como parece. ¿Puedes garantizar que tu hijo será más feliz o tendrá más éxito en la vida si su cociente intelectual es más elevado o si es más bien parecido? Unos padres bienintencionados podrían incluso decidir quedarse con el embrión que tiene genéticamente definida una orientación sexual aceptada por la mayoría para ahorrarle problemas de discriminación. ¿Cuántas cosas nos dejaremos perder si cedemos al afán de homogeneizarnos según los criterios de excelencia prevalentes en nuestra cultura?
Dado que estos análisis genéticos solo están disponibles en los casos de reproducción asistida, cualquier selección será necesariamente minoritaria. Pero ¿qué nos impide extenderla a todos los embarazos? La razón más clara es que es distinto deshacerse de un embrión que aún no ha sido implantado que inducir un aborto después de varios meses de gestación (por motivos técnicos, en los casos naturales solamente se puede analizar el genoma de un embrión en fases más avanzadas). Pero esto no es un problema insalvable. De hecho, los estudios que se hacen actualmente de forma rutinaria para determinar trastornos cromosómicos importantes (como, por ejemplo, la trisomía 21, que causa el síndrome de Down) ya terminan a veces con la interrupción del embarazo, y cada vez las pruebas se amplían a más enfermedades. A medida que avancen nuestros conocimientos genéticos será más fácil predecir cómo serán los hijos antes de que nazcan, y quienes quieran podrán decidir no seguir adelante si las perspectivas no les gustan. ¿Es este el futuro hacia el que nos encaminamos?
Que precisamente los alemanes estén abriéndose poco a poco a la posibilidad de elegir embriones, teniendo en cuenta sus antecedentes históricos en el tema de la eugenesia, no deja de ser un hecho significativo. Quizá marca hacia dónde irán las tendencias a medida que avance este siglo. Tras lograr saltarnos las normas milenarias de la selección natural favoreciendo la supervivencia de los que no son precisamente los más aptos, pronto estaremos en condiciones de escribir nuestras propias directrices evolutivas y decidir gen por gen cómo serán los humanos del futuro. Tanta responsabilidad da un poco de miedo.
El Periódico, Opinión, 24/09/11. Versió en català.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Móviles y cáncer: continúa la historia.

El tema estaba de moda hace unos meses. Un nuevo estudio contradice el informe de la OMS: no parece que el hecho que los jóvenes y los niños usen móvil cause un aumento en los cánceres de cerebro. Sigue siendo un tema controvertido, porqué de momento sólo contamos con estadísticas. Unas dicen que sí, otras que no. Hasta que alguien con consiga demostrar en el laboratorio que las radiaciones de un teléfono pueden transformar células en cancerosas cualquier asociación que se encuentre será solo una conjetura. Como dije hace un tiempo, y en contra de un alarmismo creo que un poco prematuro de la OMS, no creo que haga falta ninguna precaución especial. De momento.

[Actualización, 24 de Octubre de 2011: otro estudio más que no encuentra ninguna relación, y este es el mayor realizado hasta el momento, con 350.000 participantes.]

martes, 19 de julio de 2011

Singularidades


A menudo nos cuesta describir la normalidad. Quizá porque el concepto lleva implícito un juicio de valor: parece que deba ser sinónimo de correcto. Sin embargo, se trata solo de una definición estadística: normal es lo más frecuente. Esto no convierte algo en mejor ni peor, solo en común. Es cierto que muchos hacen de la normalidad un objetivo deseable en esta vida. Para otros, por contra, se trata de un demonio del que hay que huir. La paradoja es que sin aceptarla no podríamos diferenciar lo que se sale de lo habitual. No podríamos apreciar las singularidades. Y es precisamente en estos puntos que rehuyen la norma donde están los misterios científicos más interesantes que esconde nuestra especie.
Los investigadores estamos acostumbrados a trabajar con lo que llamamos la campana de Gauss. Es una gráfica en forma de montaña simétrica que representa los diferentes valores que encontramos en una muestra cualquiera. Por ejemplo, los cocientes intelectuales de una población suelen distribuirse siguiendo la famosa campana: la mayoría de cifras estarán alrededor de la media (el pico de la montaña), mientras que cuanto más nos alejemos del centro de la gráfica, hacia un lado o hacia el otro, menos puntos encontraremos. Los valores extremos son los más raros.
A menudo rechazamos por sistema precisamente esos puntos que se encuentran en los márgenes de la muestra. Los resultados muy altos o muy bajos son poco habituales y, lo que es peor, difíciles de explicar. Lo que hacen es añadir ruido: dispersar los datos y empañar las posibles conclusiones. Es más fácil etiquetarlos como errores de medida o simples anomalías accidentales y no tenerlos en cuenta. De esta forma, la normalidad queda mucho más homogénea y así podemos entender mejor, por ejemplo, qué efecto tiene cierta sustancia química sobre un grupo de personas, si funciona o no en la mayoría de los enfermos.
Pero quizá con este gesto artificial de querer cuadrar la naturaleza estamos eliminando los especímenes más interesantes de todos. Los que no responden al fármaco, por ejemplo, o los que responden a él de forma exagerada. No tienen ninguna utilidad estadística, es cierto, porque no pasan de ser anécdotas, pero esas singularidades pueden tener la clave para responder por la vía más directa a algunas de las preguntas que nos estamos planteando. Ahora que somos capaces de leer de arriba abajo el genoma de cualquier individuo con un coste razonable, nada nos impide buscar cuál es la variación genética que ha hecho que una persona sea especial. Esto podría ayudarnos a entender incluso qué genes nos protegen contra una enfermedad o cuáles nos hacen ser más propensos a ella.
Uno de los ejemplos más evidentes de singularidades médicamente valiosas son los controladores de élite, un porcentaje bajísimo de la población que es capaz de frenar la inexorable progresión del virus de la inmunodeficiencia humana una vez se ha infectado. ¿Qué es lo que los hace diferentes del resto, que sin la ayuda de los fármacos son incapaces de evitar que el VIH les acabe destruyendo el sistema inmunitario? Es fácil darse cuenta de que descubrirlo podría ser la clave para diseñar una vacuna o un nuevo tratamiento que se pudiera aplicar al resto de seropositivos. Por eso últimamente se han invertido muchos esfuerzos en buscar las características genéticas específicas que hacen que los controladores sean resistentes. Ya tenemos algunos resultados prometedores.
Las personas que reaccionan de forma inesperada a un estímulo existen en cualquier medida que realicemos. Son, en realidad, una característica típica de la humanidad. No olvidemos que ha sido precisamente la aparición de variantes inusuales, los mutantes que por azar han resultado ser más competitivos, lo que nos ha permitido sobrevivir y avanzar como especie. Además, a lo largo de la evolución ha habido una serie de embudos que han eliminado a buena parte de la población. El sida podría haber sido uno de ellos. Si no dispusiéramos de los conocimientos necesarios para detectarlo, prevenirlo y tratarlo, sería una pandemia que podría acabar diezmando a la humanidad. Las singularidades resistentes, los controladores de élite, podrían acabar entonces siendo los únicos supervivientes y pasar en unas pocas generaciones de ser una rareza a convertirse en la nueva normalidad. Seguramente somos hijos de alguna de esas singularidades afortunadas que hace miles de años pudo escapar de un mal contra el que la mayoría no tenía suficientes defensas.
Acabar en el cajón de las anomalías es, desde el punto de vista del individuo, una cuestión de suerte. Buena o mala, según el extremo de la campana donde te encuentres. Para el resto de la humanidad, que haya personas en los márgenes de las gráficas es todo un regalo. A menudo preferimos ignorar las singularidades que ponen a prueba nuestra forma de entender este mundo. Pero podrían llegar a ser la fuente de conocimiento más importante que tenemos.
Opinión, El Periódico, 18/6/11. Versió en català.

lunes, 20 de junio de 2011

¿Y si envejecer fuera solo un accidente?


La semana pasada tuve el placer de charlar con el profesor Thomas von Zglinicki, una de las personas de este planeta que más saben del envejecimiento celular. Era una tarde raramente soleada de primavera inglesa y estábamos sentados ante unos cafés mientras nos contábamos los últimos resultados de nuestros laboratorios. La conversación fue derivando hacia un tema que ha preocupado a la humanidad desde el principio de los tiempos: ¿qué sentido tiene que envejezcamos?
Entendemos la evolución como un proceso aleatorio que a lo largo de milenios ha transformado una simple bacteria en un animal capaz de plantearse el origen del universo. ¿Por qué, pues, se ha detenido a un paso de la perfección y no nos ha hecho inmortales? A menudo caemos en la tentación de creer que la evolución sigue una especie de plan casi divino. Como me recordó el profesor Von Zglinicki, su trabajo no es velar por nuestros intereses, sino simplemente aumentar nuestra capacidad de procrear.
Todo es culpa de cómo funciona el mecanismo. Las variaciones de nuestro ADN que hacen que generemos más descendencia se convierten, precisamente por este motivo, en más frecuentes en la siguiente generación. Si son suficientemente importantes, al final acaban formando parte de nuestro bagaje como especie. Es cierto que la selección natural también perpetuará genes que nos ayuden a sobrevivir, pero solamente cuando sus efectos nos conduzcan a reproducirnos con más eficacia. Si a lo largo de la historia una mutación nos hubiera hecho insensibles a una enfermedad que aparece solo en edades avanzadas, la selección natural no habría hecho ningún esfuerzo para conservarla, porque no nos hubiera dado ninguna ventaja a la hora de tener hijos. Por eso acabamos siendo víctimas de enfermedades cardiovasculares o del alzhéimer, contra las que solo estamos blindados mientras somos jóvenes y fértiles. Del mismo modo, no hemos desarrollado nada que nos salve del envejecimiento. Así es cómo con el paso del tiempo nos hemos convertido en unas máquinas perfeccionadas de esparcir genomas. El resto (la música, las guerras, la literatura, la filosofía, la política, la ciencia...) no son más que efectos secundarios.
Hay unas cuantas teorías prevalentes que explican por qué envejecemos. La más obvia es que nuestras células acumulan daños y llega un momento en que ya no los podemos reparar. También se ha propuesto que los mismos mecanismos que nos protegen durante la primera parte de nuestra vida nos empujan hacia un desgaste celular progresivo. Por ejemplo, los genes que frenan el cáncer pueden favorecer la acumulación de células envejecidas prematuramente. Una de las teorías más recientes y provocadoras va aún más allá y lo ve casi como una enfermedad infecciosa: las células viejas liberan una serie de productos tóxicos que podrían dañar a sus vecinas. De este modo, la progresión sería lenta, pero geométrica, porque se irían contagiando en cadena unas a otras. A partir de una masa crítica de células afectadas, el impacto sobre el organismo sería cataclismático.
«Todo eso nos lleva a la conclusión de que el envejecimiento es una consecuencia inevitable de respirar, como la polución que sale de un motor en marcha», resumí. El profesor Von Zglinicki se terminó el café de un trago, miró unas nubes grises que se acercaban y me dijo: «Pero ¿y si envejecer fuera solo un accidente, no la consecuencia de nada? La imagen de la balanza en equilibrio entre la vida y la decadencia tiene un indudable atractivo poético, pero hay otras opciones. Nos dejamos llevar por la idea de que la selección natural solo guarda las cosas buenas. Olvidamos que tampoco tiene ninguna presión para eliminar las malas, siempre y cuando estas nos afecten a partir de cierta edad. Quizá la cascada de acontecimientos que participa en el envejecimiento celular es una pequeña desviación accidental de otros mecanismos que ya existían en la célula, mecanismos útiles y necesarios en su forma original. La evolución no habría podido eliminar esta versión pervertida que habría aparecido de forma inesperada, simplemente porque solo se ven sus efectos nocivos cuando ya hemos pasado los genes a nuestros descendientes».
El resto de la tarde no pude dejar de pensar que quizá tenía razón. Si envejecer no es ningún impuesto que tenemos que pagar para poder estar vivos, sino solo un accidente trivial incorporado a nuestro genoma, de repente pierde todo el aura de castigo bíblico que siempre le hemos dado. El tiempo, nuestro gran enemigo, no lo sería por ninguna necesidad biológica ineludible, sino por casualidad. La moneda podría haber caído de la otra cara hace unos cuantos millones de años y ahora tal vez no sabríamos qué son las arrugas. Viviríamos en una sociedad de individuos casi eternos que se aferrarían a la vida y a los recursos con el egoísmo de quienes no quieren compartir sus bienes ni con los hijos. Y seguramente sería una pesadilla horrible.
Opinión, El Periódico, 18/6/11. Versió en català.

lunes, 6 de junio de 2011

Tercer Aniversario.



Casi se me pasa. Hoy el blog cumple tres años. He de reconocer que este último año he tenido que bajar el ritmo y pasar de una entrada semanal a una casi quincenal. Mis colaboraciones para El MundoEl Periódico y RAC1 no me dejan mucho tiempo! Pero la intención es mantener el blog tan activo como pueda y empezar a prepararlo para la llegada del nuevo miembro de la familia, el que será mi tercer libro de divulgación. Ya está bastante avanzado y la idea es que Destino (y La Campana en catalán) lo publiquen a principios del 2012. Más detalles en próximas entradas. ¡Gracias a todos!

lunes, 23 de mayo de 2011

La música del azar

Uno de los eternos debates de la medicina gira alrededor de si es la herencia o bien el entorno el factor que define los estados de salud y enfermedad, tanto cuando hablamos del cuerpo como de la mente. Tras miles de discusiones nos hemos dado cuenta de que no existe una respuesta universal que sirva para todos los procesos. Es prácticamente imposible, de hecho, encontrar una situación que nos permita poner todo el peso en un solo plato de la balanza. Por ejemplo, la ciencia moderna nos ha permitido identificar muchos factores ambientales que pueden acabar venciendo nuestras defensas, del mismo modo que nos ha llevado a reconocer la importancia de los genes a la hora de definir cómo nuestro cuerpo interaccionará con los elementos foráneos. Este es precisamente uno de los puntales de la medicina personalizada, un nuevo concepto que debería permitirnos diseñar tratamientos específicos no solo para cada enfermedad, sino también para cada enfermo, gracias a la capacidad que tendremos algún día de leer en el genoma el catálogo específico de sensibilidades y resistencias de cada organismo.

El dilema clásico, pues, se ha acabado matizando en forma de porcentajes: la preocupación actual es cuantificar en una situación concreta el peso específico de los elementos externos respecto de las susceptibilidades internas. Pero estas cifras no reflejan fielmente una división todavía más interesante desde el punto de vista sanitario: la fracción sobre la que tenemos alguna influencia y la que es estrictamente aleatoria. En otras palabras, ¿hasta qué punto podemos evitar ponernos enfermos? ¿Sirve de algo la prevención o tenemos que admitir que somos esclavos del azar? Si hacemos caso de los millones de euros que la gente invierte en terapias que se supone que tienen capacidades profilácticas casi mágicas, deberemos concluir que el ser humano no se resignará nunca a dejar su destino en manos de la suerte. Y, pese a todo, vivir no es más que lanzar una y otra vez los dados.

Un par de casualidades han convertido a dos hermanos en el experimento perfecto para demostrar la importancia del azar en la evolución de una patología. La primera, el hecho de ser gemelos y, por lo tanto, tener exactamente los mismos genes. La segunda, haberse infectado con el VIH el mismo día que nacieron por culpa de una transfusión. Treinta años después, uno de ellos mantiene un sistema inmune normal gracias a los antivirales, mientras que el otro presenta resistencias al tratamiento y su estado de salud es delicado. La razón son las variaciones genéticas que han ido adquiriendo de manera aleatoria los virus que llevan en la sangre, suficientes para que en uno de los hermanos hayan mutado hasta convertirse en excepcionalmente agresivos. El hecho de que partieran de una herencia idéntica y hayan sido sometidos al mismo entorno, pero, en cambio, su pronóstico sea radicalmente distinto constituye una prueba más de la impredecibilidad de la biología.

Hay demasiadas variables que se nos escapan. Por un lado, todavía no disponemos del modo de saber qué naipes nos han repartido antes de iniciar la partida, pese a que estamos descubriendo marcadores genéticos relacionados con el riesgo de sufrir ciertas enfermedades. Quizá eso, en un futuro, nos ayudará a definir estrategias para proteger nuestros puntos débiles y arrebatarle a la suerte esta superioridad inicial que tiene sobre nosotros. Pero la tragedia de los gemelos nos recuerda que la salud es, ante todo, un juego de azar en medio del que habrá siempre una caja negra cuyo contenido no podremos predecir.

¿Esto significa que debemos dejarnos vencer por el fatalismo? Los deterministas opinarán que no vale la pena esforzarse en cuidar nuestro cuerpo si el destino, en cualquier momento, puede poner en nuestro camino a un conductor con la tasa de alcoholemia por encima de los límites. Pero cualquier médico defenderá que es más razonable cumplir con nuestra parte, con la esperanza de que si tenemos la suerte del hermano con el virus menos maligno estaremos preparados para obtener todas las ventajas. La única opción viable es minimizar los riesgos que sí podemos controlar, y en algunas situaciones esto tiene un impacto extraordinario. En el caso del sida, no debemos confiar en la baja frecuencia de transmisión que tienen las relaciones heterosexuales, sino que tenemos que tomar siempre las medidas de protección necesarias. Si compramos los billetes suficientes, aumentan mucho las posibilidades de que nos toque la lotería, y la gravedad de la epidemia que sufre el continente africano es la prueba.

En la novela de Paul Auster de la que he sacado el título del artículo, los protagonistas se ven privados de su libertad debido a una apuesta que pierden con unos millonarios. Una lección fácil que podemos extraer de esta historia es que no podemos utilizar algo tan importante como nuestra vida para una apuesta. Ni siquiera cuando parece que el azar tiene todas las posibilidades de acabar ganando la partida.

El Periódico, Opinón, 20/5/11. Versió en català.

martes, 17 de mayo de 2011

"Les noves teràpies de la medicina del segle XXI"



Esta es una conferencia (en catalán) que en la Universidad de Vic el 5 de mayo del año pasado. Es una actualización de los temas de Inmortales y perfectos, centrada en las mejoras terapéuticas que seguramente veremos a lo largo de este siglo. [Si no os funciona el vïdeo haced clic aquí.]

lunes, 9 de mayo de 2011

Las moléculas del alma

Nos gusta pensar que somos dueños de nuestro destino. Al fin y al cabo, la habilidad de tomar decisiones conscientemente y de darnos cuenta de las implicaciones que tendrá cada elección nuestra es un componente vital de lo que nos separa del resto de seres vivos de este planeta: el don (y la maldición) de ser racionales. Por eso en su momento nos inventamos el alma. Porque asignar las cualidades únicas que definen nuestra especie a un concepto intangible legitima nuestra posición en el vértice de la pirámide evolutiva. Justo un escalón por encima de las otras criaturas, que ni siquiera se dan cuenta de que son esclavas del mundo físico.

Hemos pasado milenios satisfechos con las explicaciones que sacábamos de esta ruptura autoimpuesta entre cuerpo y mente. Pero a nuestra inteligencia le gusta complicarnos la vida. Desde que, a finales del siglo XIX, Ramón y Cajal dio el pistoletazo de salida a la neurociencia moderna, hemos aprendido más sobre el cerebro de lo que a muchos les gustaría. Hemos aprendido que los pensamientos tienen un origen tan físico como un dolor de muelas. Y ahora, en plena era posgenómica, la tentación es caer justo en el extremo contrario, en el determinismo genético que transfiere todas las características que nos hacen humanos al simple acto de unas neuronas liberando cócteles de neurotransmisores en la proporción adecuada.

Cuanto más avanzamos, mayor peligro hay de caer en este reduccionismo. Por ejemplo, a principios de abril, el equipo del doctor Ryota Kanai publicaba un análisis de 90 cerebros, hecho con técnicas de resonancia magnética. Habían asociado los datos anatómicos a las tendencias políticas de los sujetos de estudio y habían descubierto que, en un 75% de los casos, el cerebro de alguien de derechas se puede distinguir del de uno de izquierdas solo por su morfología. ¿Somos conservadores o liberales porque ya nacemos así?

La semana pasada se lanzó el primer atlas moderno del cerebro humano, abierto gratuitamente a todo el mundo. Allí podremos empezar a buscar respuestas. Reúne información sobre los genes activos e inactivos en cada zona del cerebro. Lo ha financiado Paul Allen, cofundador de Microsoft, con 55 millones de dólares de su propio bolsillo. Será una herramienta de incalculable valor para los investigadores, pero también dará alas a quienes promulgan que somos esclavos de las cartas que nuestro genoma nos reparte. Pese al intento de algunos abogados, hasta la fecha ningún juez ha admitido un argumento así como eximente de un crimen con violencia.

Desde que abrimos la caja oscura que era nuestro cráneo, no hemos parado de encontrar sorpresas. La primera, que no hay lugar para una alma, por muy incorporea que sea. Pero quizá la más turbadora es que con ciertas sustancias químicas basta para definirnos como personas, dependiendo de la cantidad que tengamos en un momento dado en el cerebro. Una vulgar píldora puede hacer que, hasta cierto punto, dejemos de ser depresivos, hiperactivos, tristes, agresivos, dispersos, obsesivos y otras muchas cosas que antes creíamos que eran parte irrenunciable de nuestro bagaje. Vivir mejor gracias a la química, como suele decirse. O la prueba definitiva de la correspondencia física que tienen los rasgos esenciales de nuestra personalidad.

¿Dónde queda entonces el libre albedrío? La ciencia no lo niega ni podrá hacerlo nunca. Haber descubierto las bases biológicas del comportamiento no nos libra de la responsabilidad de decidir. Solo nos explica de dónde partimos y cuáles son los mares por donde navegamos. Los puertos que elegimos visitar son cosa nuestra y de nuestra voluntad para luchar contra las mareas que nos encontraremos, más o menos fuertes según el caso de cada individuo. Todo lo que la medicina puede hacer es facilitarnos el viaje.

No sé si llegaremos nunca a entender del todo qué significa estar vivos y ser capaces de pensar. Uno de los problemas es que cuando la ciencia empieza a andar por el territorio que antes pertenecía exclusivamente a la filosofía, sus pasos nos parecen menos seguros. Nos cuesta asumir las respuestas que nos da porque llevamos una eternidad buscándolas en otros lugares. Además, no estamos acostumbrados al lenguaje molecular que usa. Quizá lo que ocurre es sencillamente que la materia de estudio, el cerebro, es a la vez la herramienta que necesitamos para llevar a cabo el análisis, y esto nos impide valorar los datos con la abstracción necesaria. Pero estas dificultades no evitarán que sigamos invirtiendo tantos esfuerzos como sea necesario. Es una pregunta demasiado importante para dejarla sin respuesta. Además, una de las cosas que nos hace humanos es precisamente ser sorprendentemente tercos. Aprovecho que es Sant Jordi para recomendar el nuevo libro del neurobiólogo David Bueno (El enigma de la libertad, XVI Premio Europeo de Divulgación Científica) a todos a quienes les interese profundizar en estos temas.

El Periódico, Opinón, 23/4/11. Versió en català.

martes, 29 de marzo de 2011

¿Qué es el cáncer?


Una célula que se divide sin ningún tipo de control. Esta podría ser la forma más simple de responder a la pregunta del título. Pero si algo tenemos claro es que el cáncer lo es todo menos una enfermedad simple. Ni siquiera de definir. Al contrario: es probablemente el problema sanitario más complejo que nunca tendremos que resolver. Y a pesar de todo, en su origen hay una sola célula que abandona la estricta disciplina de su tejido y empieza a generar copias anárquicas de sí misma.
¿Qué es lo que produce que la célula enloquezca hasta el punto absurdo de representar una amenaza para el organismo del que depende para sobrevivir? Es el misterio que hemos intentado resolver en las últimas décadas, desde que entendimos que al cáncer lo definen una serie de genes que no funcionan de forma adecuada. Si pudiéramos averiguar cuáles son, estaríamos mucho más cerca de la curación. Los adelantos han sido espectaculares, pero por cada capa de la cebolla que logramos pelar, descubrimos otra debajo tan llena de enigmas como la última. A pesar de todo, la imagen del cáncer a nivel molecular está cada vez más clara.
En este sentido, se acaba de publicar la actualización de un artículo científico que hace ya 11 años intentó por primera vez definir los pasos que una célula tiene que dar para convertirse en la iniciadora de un cáncer. Eran seis. Los más obvios: ser capaz de dividirse cuando no le toca (apretar el acelerador) y no escuchar las señales que le obligan a parar (desconectar los frenos). También necesita no envejecer nunca y eludir los mecanismos que quieren matarla. En estadios posteriores, tendrá que ser capaz de fabricar vasos sanguíneos para alimentar la masa tumoral que se forma. Y, por último, tendrá que encontrar el modo de abandonar su tejido de origen para ir a establecer colonias en otros órganos, la metástasis. Esta última habilidad es la que define la malignidad de un tumor y es la responsable de la mayoría de muertes que causa el cáncer.
Ha sido necesario el trabajo de una década para darnos cuenta de que esta era una visión parcial de la historia. En la nueva versión se han añadido cuatro condiciones más para definir la célula tumoral. Son las que reflejan los descubrimientos oncológicos más recientes y las nuevas posibilidades terapéuticas. Por ejemplo, ahora sabemos que nuestro sistema inmune intenta luchar contra la célula que quiere huir del orden establecido, talmente como si quisiera frenar la invasión de un virus nocivo. Si la célula quiere seguir a lo suyo, tiene que lograr escaparse de las defensas propias, y es por ello por lo que una vacuna que las refuerce podría ser un tratamiento efectivo. También sabemos ahora que una inflamación acompaña siempre a los tumores, y que aprovechar esa reacción normal en respuesta a una agresión les ayuda a seguir creciendo. Por lo tanto, los antiinflamatorios podrían ser útiles.
Uno de los hallazgos más prometedores ha sido entender que las células de un tumor necesitan vías alternativas para conseguir energía. Tienen un metabolismo mucho más acelerado que el de sus compañeras, y procesar los alimentos que reciben de forma normal no es suficiente. Esto hace tiempo que se sabe, pero recientemente nos hemos dado cuenta de que puede ser uno de los puntos débiles por donde podemos atacar. Y el último que hemos añadido a la lista es la inestabilidad del genoma de la célula cancerosa. Es decir, que su ADN se volverá mucho más propenso a acumular errores, en principio de forma aleatoria. Esto es precisamente lo que produce que se activen y desactiven una serie de genes que, combinados de la forma adecuada, todavía no sabemos exactamente cómo, le otorgarán esas 10 características primordiales que acabamos de enumerar.
El cáncer es, pues, un caso extremo de mala suerte. Una acumulación de imprevistos que encajan como un rompecabezas en el espacio minúsculo del núcleo de una célula. Que sea posible solo se entiende si pensamos en que el cuerpo humano lo forman 100 billones de células constantemente atacadas por agresiones que pueden herir su ADN e iniciar la reacción en cadena. Desde que se da este pistoletazo de salida, la célula afectada puede tardar décadas en completar los 10 pasos que la convertirán en un peligro para el organismo. Por desgracia, los mecanismos que tiene nuestro cuerpo para evitarlo fallan tan a menudo como para que una de cada tres personas desarrolle un cáncer a lo largo de su vida.
Cuando empezamos a entender esos procesos es cuando nos damos cuenta de la absurdidad del concepto de diseño inteligente. Si alguien realmente nos hubiera diseñado se le podría llamar de todo menos inteligente. La maravilla que es el cuerpo humano funciona gracias a un equilibrio perfecto, pero precario, que se aguanta con parches acumulados a lo largo de millones de años de evolución. Una sola célula puede hacer tambalear esta paz. La verdadera demostración de inteligencia será encontrar la forma de pararla.
El Periódico, Opinión, 26/3/11. Versió en català.

martes, 8 de marzo de 2011

Buscando dinero bajo las piedras

"En España, un 28% dice haber contribuído a las campañas para recaudar fondos para la investigación biomédica, por debajo de la media europea (39%). En el Reino Unido esta cifra es del 70% y en Holanda del 78%" (En Nature Medicine hoy).

Podemos hacer más de lo que creemos, especialmente en tiempos de crisis, cuando los gobiernos recortan presupuestos. La ciencia es patrimonio de todos y todos nos beneficiamos de sus descubrimientos. Tenemos que ser un poco más conscientes de ello.

lunes, 28 de febrero de 2011

La medicina personalizada esta ahí


No hay enfermedades: hay enfermos. Recuerdo que en la facultad, hace más de 20 años, trataban de inculcarnos esta máxima a quienes queríamos ser médicos. Un paciente no es un libro de texto. Al contrario: cada persona es un mundo y no debemos pretender encontrar soluciones universales a problemas que son radicalmente diferentes dependiendo de quién los sufre. Esto se aplica no solo en la parte psicológica, en cómo el enfermo vive e interioriza su lucha para recuperar la salud, sino también en cómo nuestro cuerpo reacciona a las agresiones a las que está sometido y a los tratamientos que le administramos para curarlo. A pesar de ser un concepto vital para la medicina, apenas empezamos a entender el porqué de estas variaciones personales y a poder pensar en hacer algo. La diferencia es que ahora podemos leer nuestros genes.
Hace 10 años que se completó el Proyecto Genoma Humano, la tarea faraónica (al menos en el inicio) de secuenciar todo nuestro ADN, en la que participaron 3.000 investigadores durante más de una década y cuyo coste final fue de 3.000 millones de dólares. Valió la pena: los resultados nos permiten a los científicos trabajar más rápido y llegar más lejos en nuestros experimentos de cada día. Pero la sociedad todavía espera la gran revolución biomédica que se le prometió, sin darse cuenta de que ya hemos completado las primeras etapas. Y es que estamos avanzando poco a poco, pero de forma segura, hacia un concepto de medicina totalmente nuevo.
El Proyecto Genoma Humano representó solo la obtención de los datos iniciales: la fotografía de los genes de una persona sana. Ahora intentamos entender la genética de las enfermedades, saber qué ocurre cuando se nos estropea el ADN, y también definir las características que nos protegen o nos hacen más sensibles a ciertos problemas o a ciertos fármacos. Tener esta información nos permitirá dar el siguiente paso en la evolución de la sanidad: la medicina personalizada. En otras palabras, elegir para cada individuo y enfermedad el mejor tratamiento y el que tendrá menos efectos secundarios.
¿Estamos muy lejos de esta promesa? El cáncer es el primer campo en el que estamos viendo cambios importantes, quizá porque se trata de una enfermedad genética, una conspiración de genes que se ponen de acuerdo para saltarse todas las normas establecidas y guiar una célula elegida (y sus hijas clónicas) hacia una inmortalidad absurda que acabará destruyendo el organismo que las mantiene vivas. Gracias a los espectaculares adelantos técnicos de los últimos años, ahora podemos conseguir lo mismo que el Proyecto Genoma Humano en menos de una semana e invirtiendo solo unos cuantos miles de euros. Esto nos ha permitido secuenciar el ADN de diferentes tipos de cánceres. El último de ellos, el de próstata. Tenemos, pues, mapas exactos de todos los genes estropeados de estos tumores, que nos dicen que no solo son muy diferentes entre sí, sino que varían de persona a persona. Además, los errores que hay en las células cancerosas son más de los que nos creíamos. En el de próstata, por ejemplo, se ha descubierto que el ADN se desmonta y reorganiza como si fuera un rompecabezas, lo que desregula un montón de genes importantes.
Nos encontramos en un momento extraño. Nuestra capacidad para obtener información no evoluciona en paralelo a la habilidad de entenderla y aplicar los nuevos conocimientos. Los estudios genéticos generan una cantidad de datos que los ordenadores que tenemos actualmente no pueden procesar. Es lógico: cada una de nuestros células contiene en su ADN las instrucciones para crear un ser vivo y mantenerlo funcionando durante décadas. Si encima añadimos que cada tumor tiene su manual propio, con un puñado de variaciones, es fácil entender que la información nos supera. Acabamos con un montón de cifras sobre la mesa que no sabemos interpretar en su totalidad. Nos faltan bioinformáticos que nos las traduzcan y nos faltan ordenadores para extraer lo que es realmente importante.
Esto no nos PARA. Los primeros tratamientos específicos basados en análisis genéticos ya se están aplicando. En algunos casos muy concretos podemos escoger el mejor de los fármacos que tenemos en función de las mutaciones que encontramos secuenciando un cáncer. Pero todavía nos queda mucho camino para convertir la medicina personalizada en una realidad al alcance de todos.
Cuando nos piden a los investigadores que especulemos sobre el futuro solemos responder con evasivas, porque las predicciones en biomedicina tienen la extraña tendencia a no cumplirse. Es una de las gracias de esta profesión: lo que sabemos cambia constantemente y nunca deja de sorprendernos. Pero no creo que nadie tenga demasiados problemas para reconocer que la medicina del siglo XXI será cada vez más personalizada, y que la genética marcará el ritmo.
El Periódico, Opinión, 29/01/11. Versió en català.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Los móviles y el cáncer

¿Es una leyenda urbana o hablar por el móvil da cáncer? Es una pregunta que me hacen a menudo. La respuesta no es tan directa como parece. Hasta ahora no se ha podido demostrar claramente que haya una relación entre hablar por teléfono y los tumores cerebrales. Algunos estudios estadísticos parece que indicarian un cierto aumento del riesgo, pero muchos otros no encuentran nada.

Y aquí es cuando entra en juego un factor que los que nos dedicamos a la ciencia tenemos claro pero que no siempre sabemos transmitir: con la estadística no basta. Aunque dos hechos se presenten juntos muy frecuentemente no quiere decir que uno es la causa del otro. Por eso hacen falta experimentos más biológicos antes de llegar a una conclusión, como el que se ha publicado recientemente, uno de los pocos en este campo que no es simplemente una estadística.

De forma resumida, usando una técnica llamada PET, han visto que un móvil encendido cerca de la oreja durante un buen rato aumenta un 7% el metabolismo de las neuronas de la zona. O sea, que las radiaciones del teléfono sí que tienen un efecto físico mesurable sobre nuestras células. ¿Quiere esto decir que pueden causar cáncer? Un 7% es un aumento mínimo (una actividad cerebral como mirar un ordenador aumenta un 50% el metabolismo de ciertas neuronas) y el efecto es transitorio. Es poco probable que esto pueda transformar una célula en cancerosa.

Este estudio es un paso importante porque demuestra una conexión biológica entre radiaciones del teléfono y cambios en el cerebro, algo nuevo. Pero no da argumentos de peso a los partidarios del sí. Yo, de momento, seguiré usando mi móvil...

sábado, 29 de enero de 2011

¿Y ahora por qué no hablamos de la gripe?


El año pasado por estas fechas estábamos poniendo el grito en el cielo. Los diarios llenaban las portadas con noticias de una gripe que no parecía nada del otro jueves. Mientras tanto, los gobiernos enviaban mensajes confusos y la gente solo veía que se había malgastado un montón de millones en unas vacunas que no usaríamos nunca. Unos meses después, la crisis de la gripe A parecía olvidada. Solo quedaba en la memoria colectiva un sentido de estafa que no se correspondía mucho con el peligro potencial que había habido, ni con todos los esfuerzos coordinados para prepararnos para el peor de los casos, que por suerte nunca llegó. Se ha escrito mucho sobre este tema y se ha discutido hasta el agotamiento sobre quién tenía razón. No vale la pena seguir dándole vueltas: es más importante mirar hacia adelante y asegurarnos de que la próxima vez lo haremos todos mejor.
Actualmente estamos de lleno en la temporada de gripe estacional, la que nos llega de forma puntual cada año. La mayoría de casos de gripe de este invierno se asemejan bastante a los de la pandemia del 2009-2010. El responsable es en buena parte el virus H1N1, en una versión ligeramente diferente. Por eso las vacunas anteriores no nos sirven. La diferencia principal es que esta vez nadie está haciendo mucho caso, si exceptuamos alguna noticia perdida en las páginas interiores de los diarios. Y en cambio, el brote es hasta cuatro veces más intenso que el de la temporada pasada y está muriendo más gente. ¿Por qué no se dice casi nada de todo esto? Probablemente sea responsable de ello la saturación mediática de la vez anterior. Ni las autoridades quieren que se las vuelva a acusar de gritar «que viene el lobo» ni el público quiere oír hablar más de ello.
Lo cierto es que el papel de los gobiernos a la hora de preparar una campaña sanitaria para afrontar la gripe no es nada simple. Hay que predecir la intensidad del brote y comprar suficientes vacunas para proteger a la población de riesgo. Quizá no haya para todos los que las necesitan, como está pasando este año en algunos lugares. El problema es que no siempre se sabe cuán agresivo será el virus, especialmente si es nuevo, y esto puede provocar importantes errores de cálculo. Por ejemplo, en el Reino Unido ha habido un exceso de confianza que ha conducido a no hacer campaña para que la población se vacune. Pero debido a los recelos generados durante la última pandemia, menos gente de la habitual ha ido estos meses a ponerse la inyección. Algo parecido hemos visto aquí.
El resultado ha sido que la gripe estacional se ha esparcido a una velocidad espectacular. Esto es debido a que, si no se vacuna un porcentaje mínimo de la población, perdemos lo que se denominainmunidad de rebaño, es decir, la capacidad de frenar la propagación de un virus porque hay bastante gente que es resistente al mismo. En vez de enfrentarse a este problema tan pronto como se detectó, la estrategia de algunos gobiernos ha sido intentar evitar críticas de exceso de celo y suponer que esta gripe sería relativamente leve. Pero lo que está en juego es mucho más que el buen nombre de un ministerio o un grupo de expertos. Hay que ser más agresivos, porque la mayoría de la población de riesgo no se da cuenta de que, más allá de una elección personal, vacunarse es también un acto altruista y de respeto hacia la sociedad. Y aquí deberíamos incluir al personal sanitario, que a menudo suele pasar por alto este hecho.
Se pueden aprender muchas lecciones de cómo se ha gestionado la respuesta a las últimas gripes. Quizá la más importante es que no podemos tomar decisiones de sanidad pública sin implicar al público. Parece una obviedad, pero los hechos demuestran que aún no lo hemos resuelto. Si quienes mandan no son capaces de comunicar con claridad qué está pasando, sin los alarmismos del año pasado ni los silencios de este, solo conseguiremos generar desconfianza. Esto va más allá de una cuestión de satisfacción de los clientes, que en este caso somos todos nosotros: nos estamos jugando la salud. Es muy difícil hacer que una población se vacune si no se consigue transmitir la idea de que la vacuna es necesaria.
Un plan de inmunizaciones coherente y razonado es clave para frenar cualquier epidemia, y por eso primero hay que explicar bien al público su importancia. Todavía existe la idea errónea de que las vacunas son peligrosas y que algunas pueden causar problemas irreversibles como el autismo. Los científicos han demostrado más allá de cualquier duda razonable que no es así, pero las leyendas urbanas a veces tienen más peso que la ciencia. Quizá algún día aprenderemos a escuchar a los expertos y no a quienes gritan más. Será preciso que nos esforcemos todos para conseguirlo.
La gripe puede ser mortal en un 15% de los casos. Cierto es que las víctimas, normalmente, no se cuentan por miles como podría pasar en el caso de una pandemia grave. Pero esto no es ninguna excusa. Toda muerte es una desgracia, pero las evitables son además una tragedia. 


El Periódico, Opinión, 29/01/11. Versió en català.

lunes, 10 de enero de 2011

What a difference a day/month/year makes...

Leyendo un artículo de opinión me he dado cuenta que los científicos y los médicos no somos nada claros cuando decimos que un fármaco contra el cáncer "funciona". Vemos noticias en la prensa cada vez que se descubre o se aprueba una sustancia que nos permite avanzar un paso en la lucha contra el cáncer, pero la mayoría de veces no se menciona qué criterios hemos usado para decidir que este nuevo tratamiento es útil.

Para empezar, que sea útil no quiere decir que cure. "Curar", en el sentido de eliminar completamente la enfermedad, no lo hace prácticamente ninguno de los fármacos de nueva generación, por lo menos por si solos (exceptuando algunas situaciones muy concretas). La utilidad se define en cambio como la capacidad de prolongar la vida del paciente. Pero ¿cuanto tiempo?

Y aquí está el problema. Estamos promocionando, vendiendo y usando fármacos que como mucho alargan unos meses la esperanza de vida del enfermo de cáncer. Meses, no años. Y a menudo solo unos pocos. Recordemos que estos tratamientos són muy caros (una consecuencia inevitable de todo el dinero que una compañía tiene que invertir para conseguir que uno de sus productos llegue al mercado) y tienen unos efectos secundarios importantes. Sin embargo, los organismos reguladores siguen aprobando este tipo de productos para su uso en enfermos, llegando hasta casos ridículos como los que se citan en el artículo que mencionaba: Tarceva, aprobada el 2005 para el cáncer de páncreas, aumenta la supervivencia una media de diez días; Vectibix frena el progreso del cáncer de colon durante una media de cinco días. ¿Por qué permitimos esto?
El tema es más complejo de lo que parece. No es tan fácil poner un límite al número de meses de "extensión" que se pueden considerar "útiles" (aunque cuando hablamos sólo de días la cosa es mas obvia). Y lo que es peor: si endurecemos los criterios de utilidad, menos fármacos recibirán la aprobación para ser usados y las farmacéuticas ingresaran mucho menos dinero. Hay que ser un poco inocente para ver que los perjudicados al final seríamos nosotros mismos: menos beneficios representa menos inversión farmacéutica en investigación, lo significa menos posibilidades de encontrar un fármaco que realmente funcione. ¿Es este el precio que tenemos que pagar? ¿Hay alguna alternativa?