lunes, 23 de octubre de 2017

Violencia

La violencia es prevalente en la naturaleza. Muchos animales la utilizan para alimentarse, aparearse o mantener las estructuras sociales propias de su especie. La violencia es también uno de los engranajes de la selección natural, y así ha contribuido a la evolución de organismos físicamente más resistentes. Desde el punto de vista biológico tiene una utilidad innegable, por eso los humanos la hemos practicado desde los inicios. Pero con el paso de los milenios hemos desarrollado un nivel de complejidad en el que es necesario que el individuo tenga unos derechos básicos por encima del bien de la comunidad. En este contexto, la violencia contra un miembro de la misma especie puede llegar a ser contraproducente e ir en detrimento del progreso, por eso hemos inventado maneras de regularla.

Podríamos pensar entonces que el hombre no es violento por defecto. Este es un tema que siempre ha preocupado a los filósofos. Recordemos que Hobbes creía que nacemos con el impulso de la violencia ya implantado, mientras que Rousseau daba la culpa al entorno, que nos obliga a escoger un camino u otro. La ciencia moderna puede ofrecer respuestas y ayudar a resolver estas dudas. Por ejemplo, un estudio del año pasado calculaba que, cuando aparecieron los primeros mamíferos, el 0,3% de las muertes eran debidas a violencia entre congéneres. A medida que los animales evolucionaban, la cifra aumentaba, y cuando surgieron los primates ya superaba el 2%. Entre ellos, los humanos éramos los peores, con unos porcentajes de muertes violentas hace 200.000 años seis veces más altos que la media de todos los mamíferos. Gracias a los análisis sabemos que estos comportamientos deben estar determinados genéticamente, ya que especies evolutivamente próximas presentan cifras similares. Parecería, pues, que la intuición de Hobbes era correcta.

Pero si continuamos investigando la historia veremos que al final las cosas cambian. Aunque hace entre 500 y 3.000 años conseguíamos cifras récord de 15-30% de muertes causadas por nosotros mismos, un siglo atrás ya habían bajado en picado y llegaban a los niveles actuales, cercanos al 0,01%. Son unas 200 veces menos de lo que nos tocaría, biológicamente hablando. Esto querría decir que, aunque la naturaleza nos hubiera hecho intrínsecamente violentos, seríamos capaces de modificar significativamente nuestras tendencias innatas. ¿Cómo lo habríamos conseguido?

Hoy el miedo a recibir el castigo legal es suficiente para evitar que queramos usar la violencia
La violencia se puede modular de muchas maneras. Hay teorías que dicen que la dieta puede tener un efecto: comer mejor frenaría las respuestas agresivas. De hecho, un estudio en las cárceles británicas concluyó hace 15 años que los suplementos dietéticos reducían un 35% los incidentes entre los reos. Las temperaturas también tienen un impacto. Se ha visto que los crímenes aumentan cuando hace más calor y que cualquier desviación sustancial de los patrones habituales de una zona induce a la violencia. Se cree que el hecho de que las condiciones climáticas extremas sean más frecuentes gracias al calentamiento global podría haber incrementado un 16% los conflictos en algunas áreas. A nivel molecular, la testosterona se ha relacionado con la violencia, pero aunque es cierto que la hormona masculina fomenta la agresión en respuesta a provocaciones, también es responsable de la generosidad en otras circunstancias, así que el vínculo no es tan directo. También se ha visto que bloquear la serotonina aumenta los ataques entre ratones machos, lo que hace pensar en elevar los niveles para tratar a los individuos más peligrosos.

Pero la victoria sobre la violencia no ha venido por ninguno de estos lados. Nuestro éxito principal es haber transferido el poder al grupo: la violencia ha dejado de ser un derecho personal para convertirse en un monopolio de los estados. Una cesión tan simple la ha convertido en prescindible. Ahora solo hay que aplicarla en ocasiones puntuales, porque, en el resto, el miedo a recibir el castigo legal es suficiente para evitar que la queramos usar. La violencia, que liberalizada era una amenaza para los niveles extremadamente regulados de orden que requieren las comunidades modernas, se ha convertido en uno de los fundamentos de la paz social una vez contenida.

Por eso los que la controlan tienen una gran responsabilidad. Solo la pueden utilizar contra la población cuando está justificado, y nunca para resolver conflictos de naturaleza pacífica. Un Estado que legitima la fuerza innecesaria como herramienta resolutiva o no la corta de raíz cuando surge espontáneamente está franquiciándola de nuevo a los particulares, que se sienten empoderados para aplicarla a su gusto. Este es el camino más rápido para volver a la edad media.

[Publicado en El Periódico, 14-10-17. Versió en català.]

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