Un efecto inesperado de esta década convulsa que estamos viviendo ha sido la recuperación de imágenes que deberían estar ya superadas. Una serie de monstruos pretéritos, que suponíamos muertos y enterrados hacía tiempo, van saliendo de sus tumbas y se pasean de nuevo por países supuestamente civilizados. Si miramos a Estados Unidos, por ejemplo, durante cierto tiempo el paradigma de sociedad avanzada que nos servía de referente, volvemos a tener fascistas gritando orgullosos por las calles; libertades recortadas en nombre de la seguridad; la separación de poderes, eslabón fundacional de la democracia, cada vez más diluida; medios de comunicación convertidos en altavoces de la demagogia de quien les paga las facturas, como la cadena Fox, mientras se difama, amenaza o silencia a otras, como la CNN; discriminación sistemática de una parte de la población, sea por sexo, color de piel o ideología; políticos enrocados en ideas obsoletas, empezando por su presidente, que han perdido el miedo a que la mentira sea el fundamento donde edifican su programa; y, en medio de todo ello, una mayoría que se deja manipular sin cuestionarse prácticamente nada. Quienes pensaban que la última revolución ideológica, la de los 60 y 70, había eliminado para siempre estas reliquias históricas han pecado de optimistas.
El hombre no tropieza dos veces en la misma piedra: lo hace constantemente. Y eso ocurre porque ciertos comportamientos están integrados en nuestra especie gracias a la selección natural, gracias a que en algún momento clave de nuestro pasado nos dieron algún tipo de ventaja esencial. El estado basal de los humanos es la xenofobia, el machismo, el totalitarismo y el sistema de castas. A pesar de todos los esfuerzos que hacemos para evitarlo, nunca dejaremos de sentirnos atraídos por eso. No culpen a nadie más que a la biología: es la estructura social que adoptamos espontáneamente en función de lo que nos permitía sobrevivir mejor, como lo han hecho los demás animales del planeta.
Pero nosotros somos diferentes. Nuestro cerebro privilegiado nos ha dado la capacidad de cambiar las cartas que nos venían dadas. Poco a poco, hemos ido encontrando alternativas a este sistema operativo que teníamos instalado por defecto. Nos pasamos buena parte del siglo XX desobedeciendo una serie de instintos que nos coartaban el progreso, para poder construir así un modelo diferente, más acorde con el nuevo formato de justicia que se formaba en el imaginario colectivo. Tenemos que estar orgullosos, pues, de no estar ya a merced de los dictados biológicos, de habernos salido del camino marcado a nivel social. Por eso duele ver que, tras la cortina impoluta de la civilización moderna, seguimos siendo tan bestias como siempre. Se trata de no bajar nunca la guardia, porque, llegados a este punto, evolucionar significa evitar que la evolución nos imponga sus normas.
¿Funciona también la premisa a nivel individual? Parte fundamental de la construcción de esta sociedad más igualitaria que perseguíamos era cargarse la máxima sagrada de la supervivencia de los fuertes. Esto significa favorecer que no solo los más aptos aporten sus genes a la mezcla que define la especie. Esto significa, una vez más, pervertir los principios de la selección natural. Y así lo estamos haciendo. Por ejemplo: la medicina moderna ha permitido que no solo las personas con los mejores sistemas inmunes sobrevivan a la infancia o que un porcentaje inusualmente alto llegue a la vejez.
¿Qué efecto a largo plazo tendrán estas injerencias? Aún es pronto para saber el impacto, porque nuestra unidad de tiempo es el año, mientras que la de la selección natural es el siglo. Pero sabemos que el genoma humano no es estático: a pesar de todo, no hemos frenado la evolución. Un estudio publicado hace un par de semanas en la revista 'PLoS Biology' lo confirmaba. El análisis de más de 200.000 muestras de ADN concluía que, en tan solo un par de generaciones, la humanidad ha incorporado variantes genéticas que favorecen la longevidad. Esto es inaudito. La selección natural solo actúa sobre las características que nos hacen procrear mejor. No tiene ninguna necesidad de alargarnos la existencia, por eso nuestra esperanza de vida media antes de que interviniéramos era de menos de 40 años. ¿Por qué está cambiando la norma? Porque hay algo que relaciona el éxito reproductivo y la longevidad, y todavía no sabemos qué es. Por mucho que pensemos que controlamos la situación, la biología siempre tendrá alguna carta escondida. La ciencia debe continuar ayudándonos a luchar para ser los que elijamos si queremos aceptarla o no.
[Publciado en El Periódico, 16/9/17. Versió en català.]
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