lunes, 3 de abril de 2017

El verdadero peligro es la mentira

Internet figura prácticamente en todas las listas de grandes inventos de la humanidad, junto con la rueda, la electricidad o los antibióticos. Algunos incluso lo consideran el avance más decisivo de la historia por cómo está cambiando las sociedades. No hay que decir que tiene virtudes inmensas, pero también se ha tener presente que parte de su gran impacto se debe a las cosas negativas que arrastra. Una de las principales es que está redefiniendo la manera que tenemos de entender y recordar los hechos.

Se ha dicho que internet se está convirtiendo en una nueva forma de memoria, colectiva en lugar de individual, y no necesariamente fiel a los hechos. Los usuarios compartimos nuestras experiencias, que se convierten rápidamente en permanentes y comunitarias gracias a las redes sociales. El problema es que no hay ningún filtro que separe la realidad de la ficción. Así, el buen trabajo de internet a la hora de facilitar la difusión de datos se pierde por culpa de la gran capacidad de generar desinformación que ello conlleva.

Internet ya es una forma de memoria colectiva, y no necesariamente fiel a los hechos
Este es el gran peligro del siglo XXI. Cualquier cima que hayamos conquistado se puede derribar rápidamente bajo el peso de falsedades magnificadas. El tema de las vacunas es el mejor ejemplo de cómo promover la ignorancia y obviar la realidad puede costar vidas. Pero sin tener que ir a estos extremos, hemos visto a un eurodiputado polaco que nos quería convencer de la inferioridad biológica de las mujeres o una publicidad móvil que pretendía negar la existencia de ciertas variantes de la sexualidad humana. Estas campañas discriminatorias usan datos falsos para recubrirse de una pátina de credibilidad que, una vez en la memoria colectiva de internet, son difíciles de eliminar. Cinco minutos consultando las fuentes adecuadas desmontarían todas las falacias pero, por desgracia, una gran parte de la población no parece capacitada para hacer este pequeño esfuerzo.

Los científicos estamos acostumbrados a tener que demostrar todo lo que decimos. Escribir un artículo explicando nuestros descubrimientos, la principal forma de comunicación científica, es un ejercicio de humildad que debería enseñarse en las escuelas. Cada frase tiene que estar apoyada por algún dato, ya sea publicado por otros grupos u obtenido por nosotros, y tenemos que poner referencias a trabajos anteriores (no vale recurrir al «dicen que...») o presentar nuevos resultados. Si alguna conclusión no está cimentada en un dato bastante sólido, un tribunal de expertos nos pedirá que la cambiemos o borremos. Solo en la parte final del artículo, la discusión, se nos permite proponer hipótesis que incluyan algo de especulación, pero a pesar de ello se espera que la lógica y la contención sigan imperando. Pese a que en la ciencia también hay engaños, estas normas hacen que estén más controlados y se acaben descubriendo.

En la vida real estas medidas de seguridad no existen. Antes de internet, el daño que podían hacer los mentirosos estaba limitado a su entorno inmediato. Ahora su alcance es global. La demostración de que la falsedad gana la partida es que se ha elegido a un mentiroso compulsivo para la posición política de más poder en el mundo. Trump nos recuerda constantemente que la desinformación lleva a la victoria, un incentivo que puede abocarnos al oscurantismo más absoluto.

Nos cuesta aceptar que el mundo saldría ganando si adaptásemoslos principios básicos de la ciencia a nuestra actividad social. Los cortos de miras lo ven como un signo de prepotencia o de querer convertir la ciencia en una nueva religión. Es mucho más sencillo: regirse por el sentido común y seguir un método que a lo largo de los siglos se ha comprobado que funciona. La prueba son los conocimientos que nos ha proporcionado la ciencia, incluso los que, si no se usan con cuidado, podrían acabar con la civilización, como la energía atómica o el propio internet.

Instalar estos principios durante la educación primaria quizá reduciría la credulidad humana a unos niveles menos peligrosos que los que vemos actualmente y frenaría el auge de personajes tóxicos como Trump y otros populistas que basan su capacidad de atracción en hechos alternativos, 'posverdades' o, como siempre se han llamado, mentiras. Que ahora dispongan de un poderoso altavoz para amplificar sus patrañas requiere que contrataquemos con armas igual de poderosas, y nada nos puede proporcionar una protección mejor que abrazar el razonamiento científico en todos los ámbitos de la vida.

[Publicado en El Periódico, 25/3/17. Versió en català.]

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