El debate era especialmente relevante debido a las recientes novedades en las herramientas de edición genética, concretamente el procedimiento conocido como CRISPR / CAS9, que ha hecho que el concepto de jugar con nuestro genoma pase del reino de la ciencia ficción a ser una posibilidad inminente. De hecho, hace unos días se anunció que en China se había usado el CRISPR por primera vez de forma terapéutica. En un ensayo clínico, un enfermo de cáncer de pulmón recibió una inyección de sus células de la sangre, que previamente se le habían extraído y modificado vía CRISPR para hacerlas más 'fuertes'. Es una forma de inmunoterapia, otra palabra de moda, con tratamientos que buscan reactivar el sistema inmune para ayudarle a vencer enfermedades, en este caso, a destruir células malignas.
Si ya alteramos genes para curar, no tardaremos mucho en poder hacerlo también por 'mejorar', es decir, para hacer cambios en personas teóricamente sanas. Aquí es donde está el peligro de cruzar una posible frontera moral, sobre todo si pensamos que esto se podría aplicar a los embriones para acabar teniendo hijos 'a la carta'. Una de las ideas comentadas fue que los padres tal vez no debemos presuponer este tipo de derecho sobre los hijos, el de poder tomar decisiones que les afectarán toda la vida. Por otra parte, es una prerrogativa que en cierto modo ya tenemos, si pensamos que elegimos para ellos la escuela, el barrio o los hábitos alimenticios, que tendrán un impacto imborrable en su futuro. Cuando la manipulación genética sea una opción real, quizá las diferencias no serán tan claras.
Si ya alteramos genes para curar, no tardaremos en poder hacerlo para 'mejorar'
Aprovechando un público motivado, hicimos un pequeño experimento para ver hasta dónde estaríamos dispuestos a llegar para beneficiar nuestros descendientes usando la manipulación genética. El auditorio no tuvo ningún problema para votar a favor de permitir que los hijos fueran inmunes al cáncer o incluso un poco más inteligentes. Cuando preguntamos si los harían más altos empezaron las dudas, aunque es una característica física que puede dar evidente ventaja social a una persona.
La línea roja la pusimos en modificaciones del aspecto para disimular las raíces étnicas (aclarar el color de piel, corregir una nariz ganchuda...), incluso con el supuesto de vivir en una sociedad xenófoba en la que tendrían problemas para tener los mejores puestos de trabajo. Consideramos que no se debería permitir borrar la identidad cultural, para prevenir corrientes eugénicas o acabar homogeneizando la especie.
Es interesante que este fuera el límite marcado por una muestra de un centenar largo de personas, en su mayoría caucásicas y de clase media, reunidas en un barrio acomodado de una ciudad grande en un país desarrollado. Si hubiéramos hecho la pregunta a los emigrantes europeos que, a inicios del siglo XX, trasladaban su familia a EEUU huyendo de la miseria, la respuesta seguro que habría sido diferente. La pista es que muchos cambiaron sus apellidos precisamente para disimular sus orígenes judíos o de Europa del Este.
Definir los límites éticos de la ciencia es una tarea mucho más compleja de lo que puede parecer. Los principios morales de cada país, sociedad, época e individuo hacen que la cuestión tenga algunos blancos y negros pero, sobre todo, muchos grises. Costará definir una norma universal que todas las culturas puedan suscribir, y mientras esto no ocurra, los riesgos de cometer errores es muy elevado. Por eso es tan importante que el debate no se detenga.