Quizá uno de los avances más sorprendentes de la biomedicina de este siglo ha sido conseguir fabricar tejidos humanos en el laboratorio. Es el primer paso de lo que se ha denominado medicina regenerativa: producir las piezas de recambio que necesitaría un cuerpo enfermo para funcionar de nuevo. Gracias a la habilidad de las células madre de poderse convertir en cualquiera de los tipos de célula que hay en un organismo hemos podido generar fragmentos de hígado, de pulmón e incluso partes de un ojo, que se han comportado como sus homólogos una vez se han introducido en animales o, incluso, en los primeros voluntarios humanos. Sin ir más lejos, el grupo del doctor Juan Carlos Izpisúa, del Centro de Medicina Regenerativa de Barcelona, anunciaba recientemente en la revista Nature Cell Biology que había creado por primera vez un tejido de riñón funcional usando células madre de embriones de ratones.
Todo esto nos está llevando hacia los trasplantes a la carta, que un día podrían solucionar problemas tan comunes como la diabetes o la insuficiencia renal. De momento solo se han probado versiones más sencillas, como por ejemplo los estudios que el doctor Paolo Macchiarini hace con tráqueas. Su técnica, desarrollada en el 2008 en el Hospital Clínic de Barcelona, empieza tomando una tráquea de un donante, que se limpia de células. La estructura resultante se llena con células madre del paciente, que terminan formando el tejido necesario para que la tráquea funcione sin rechazo una vez sustituya a la que está estropeada.
Pero las cosas se están complicando rápidamente. El grupo del doctor Juergen Knoblich publicaba hace poco un artículo en la revista Nature donde explicaba que, con la ayuda de una mezcla especial de sustancias químicas, había creado en un plato de cultivo lo que, a efectos prácticos, se podrían considerar minicerebros. En su laboratorio pusieron un puñado de células madre en una sustancia gelatinosa parecida a la que existe entre los tejidos en el cuerpo humano. Después le añadieron las condiciones adecuadas de temperatura, oxígeno y nutrientes y dejaron que las células se reprodujeran a su ritmo. Al cabo de unos días habían comenzado a formar espontáneamente unas pequeñas estructuras de tres o cuatro milímetros de diámetro que recordaban mucho el cerebro de un feto de nueve semanas. Efectivamente, cuando las miraron en el microscopio vieron que, aunque no se parecían del todo a ninguna construcción cerebral real, se organizaban en áreas neuronales diferentes que interaccionaban entre ellas, tal como lo haría un órgano vivo.
El cerebro es una parte de nuestro cuerpo que tiene una relevancia especial, precisamente porque lo que nos separa de los otros seres vivos es tener un córtex más desarrollado que nos permite una serie de funciones superiores únicas. La más relevante es posiblemente la habilidad de darnos cuenta de que existimos, que desde el principio nos ha llenado de incertidumbre necesaria para empujarnos a inventar almas, paraísos o reencarnaciones que justifiquen nuestra presencia en este planeta. Ahora, gracias a una sencilla combinación de células madre y productos químicos podemos formar partes de un cerebro en un plato de cultivo. ¿Quiere decir esto que un día seremos capaces de construir unidades artificiales conscientes de estar vivas? Las consecuencias éticas serían enormes. Ya fueron muy polémicos los trabajos de Craig Venter, que años atrás confeccionó un ser vivo prácticamente de cero, solo acoplando sus piezas básicas en el laboratorio. En aquel caso se trataba de una simple bacteria. ¿Qué pasaría si en el futuro pudiéramos crear vida con unas capacidades cerebrales más parecidas a las nuestras? ¿Será posible obtener un cerebro artificial a partir de un puñado de células, con todas las complejidades físicas y mentales que esto implica?
Hay que subrayar que la importancia de los trabajos del doctor Knoblich, de momento, radica sobre todo en haber proporcionado a la comunidad científica una manera de estudiar el cerebro humano que puede ser más precisa que las que se usan actualmente. Ningún animal tiene un cerebro tan complejo como el nuestro, y por eso es difícil extrapolar resultados. Además, experimentar con otros primates, los parientes más cercanos, genera casi tantos problemas morales como hacerlo con humanos. Disponer de fragmentos de cerebro para manipular en el laboratorio nos puede ayudar a entender mejor cómo se desarrollan, se relacionan y funcionan las neuronas y, a la vez, nos proporciona un modelo para estudiar su respuesta a tratamientos que podrían mejorar enfermedades cada vez más frecuentes, como el párkinson o el alzhéimer. Esto, por sí solo, ya es un avance considerable. Pero lo que nos espera a la vuelta de la esquina puede ser realmente rompedor.
2 comentarios:
Me gusta mucho el reportaje que ha hecho Salvador sobre esto.Enorabuena
Gracias, Daniel!
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