El día de Navidad me sentía un poco culpable ante la escudella y carn d'olla que habían preparado en casa siguiendo la tradición de estas fechas. Me había pasado las últimas semanas, durante la promoción de la Maratón de TV-3 y de mi nuevo libro de divulgación, repitiendo en las entrevistas que uno de los factores que menos tenemos presentes a la hora de hablar de la prevención contra el cáncer es la dieta: se ha visto que mantener un peso equilibrado y evitar el abuso de algunos alimentos, como la carne roja, reduce de manera importante el riesgo a desarrollar ciertos tipos de tumores. El sobrepeso no es bueno.
De hecho, un estudio reciente publicado en The Lancet decía que muere más gente en el mundo por culpa de la obesidad que de hambre. Parece increíble si pensamos en los terribles problemas de mortalidad infantil que tienen en algunos lugares de África y Asia, donde el hambre es casi endémica. Pero es que normalmente vemos la obesidad solo como un factor de riesgo de enfermedades cardiovasculares y olvidamos que hasta un tercio de los cánceres podrían evitarse si nos mantuviéramos dentro de los parámetros de la normalidad que corresponden a nuestra complexión. Si sumamos todas las víctimas (son dos de las tres principales causas de muerte en los países desarrollados), los números salen. Hay buenos motivos, pues, para insistir en vigilar siempre el peso. No es muy justo que saque el tema precisamente ahora, cuando la mayoría de nosotros sufre las consecuencias de una semana de excesos, pero quizá esta será una manera de encontrar la motivación para hacer bondad hasta que podamos volver a ganarle un ojal al cinturón.
Hay dos teorías que explican por qué nos engordamos. Una es la tradicional, basada en la primera ley de la termodinámica: la energía que guardamos en forma de grasa es la que ingerimos menos la que gastamos. Todos sabemos que para perder peso el secreto es comer menos y hacer más ejercicio. Claro que si fuera tan fácil, la obesidad no existiría. Por un lado, la selección natural nos ha empujado a tener predilección por los alimentos hipercalóricos (a la mayoría de nosotros nos cuesta resistir los dulces, por ejemplo), porque es una manera de asegurar que se acumula tanta energía como sea posible para cuando vengan épocas de sequía. En el mundo occidental no tiene ninguna utilidad, ya que solemos tener acceso constante a todo tipo de manjares, pero todavía nos cuesta resistir la urgencia evolutiva.
Además, existe la pura satisfacción psicológica que nos proporciona la comida, convertida en las civilizaciones que no deben sufrir por su subsistencia más en un arte y un placer que una necesidad. Todo esto son considerables palos en las ruedas a la hora de alimentarse de forma equilibrada.
Hay una segunda teoría sobre el aumento de peso: la hormonal. Esta es fruto de años de investigación, y es la que ha dado forma a la mayoría de dietas modernas. De forma simplificada, dice que no todos los alimentos engordan de la misma manera. O sea que no es una cuestión del número absoluto de calorías que ingerimos sino de la forma en que se nos presentan. Por eso los azúcares refinados irían prácticamente directos a las reservas de grasa, mientras que otros carbohidratos se metabolizan lentamente. Según estos nuevos descubrimientos, hay todo un sistema hormonal en nuestro cuerpo, dirigido por la insulina y sus parientes, que determina cómo se utiliza y se guarda la energía que entra. Un corolario de esta teoría es que no todo el mundo procesa de la misma manera los alimentos, y esta es una verdad que no hace falta que nos la digan los científicos: es evidente que nuestros genes determinan que seamos de los que pueden ingerir lo quieran sin miedo a engordarnos o de quienes parece que con un vaso de agua tienen suficiente para desequilibrar la báscula (y todo el espectro que hay entre estos dos polos). La teoría hormonal integraría estos datos bioquímicos y genéticos. Aunque todavía le quedan unos cuantos puntos oscuros para explicar, ya se ha usado para diseñar dietas innovadoras y, a veces, un poco demasiado extremas, que no todos los expertos apoyan.
Como siempre ocurre en biología, la explicación del fenómeno será compleja y seguramente combinará factores de ambas teorías. Está claro que no nos podemos saltar las leyes de la física, pero también que en nuestro cuerpo dos más dos no siempre suman cuatro. ¿Qué significa esto para los que ahora nos pondremos a hacer régimen para recuperar el peso ideal perdido? Que cada uno debe encontrar la dieta que le funcione, sobre todo la que le permita vencer el techo psicológico más allá del cual cuesta seguir haciendo el esfuerzo. Pero hay que tener presente que no hay ninguna mágica y que algunas de las más radicales pueden ser perniciosas. No cuesta nada pedir antes consejo a su médico.
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