martes, 18 de diciembre de 2012
martes, 11 de diciembre de 2012
El sueño de los 'poshumanos'
Estos días hemos presenciado el descenso a los infiernos de uno de los ídolos de masas del siglo XXI. Lance Armstrong,con
una biografía que «si la hubieran escrito en Hollywood la gente no se
la creería», según dice su web, ha resultado ser un tramposo de
dimensiones olímpicas. Si algo no perdonamos a los que se erigen en
estándares planetarios de virtud y superación es que lo hayan conseguido
haciendo juego sucio.
El dopaje es el pecado definitivo del
deportista simplemente porque está prohibido. ¿Pero tiene sentido
impedir ciertas estrategias para incrementar el rendimiento y no otras?
La EPO, una hormona que aumenta la capacidad de la sangre de transportar
oxígeno, es ilegal. En cambio, entrenar a grandes alturas, donde las
concentraciones bajas de oxígeno te hacen producir más glóbulos rojos,
es una forma aceptada de conseguir el mismo objetivo.
EL TENISTA Novak Djokovic
usa una cámara de presión carísima para obtener efectos similares, y
esto tampoco está vetado. Entonces, ¿por qué no permitimos que los
atletas tomen sustancias químicas? ¿Por sus efectos secundarios? ¿Por
qué no están al alcance de todos? Los ejemplos anteriores lo
descartarían: en estos aspectos no hay muchas diferencias entre la olla a
presión de Djokovic y las inyecciones de Armstrong. Por
eso hay expertos que proponen que la mejor manera de evitar que los
atletas hagan trampas es autorizándolas todas: ya les estamos
presionando para rendir más allá de los límites habituales, hasta el
punto de poner en peligro su salud; aprobar el dopaje no lo empeoraría
mucho.
Es una opinión polémica, y más si ampliamos el punto de
mira. Porque las mejoras artificiales pueden ser útiles también fuera
del deporte. En la primera guerra del Golfo, por ejemplo, los pilotos
tomaban anfetaminas para estar despiertos durante periodos largos de
tiempo y actuar mejor en las situaciones de estrés. Un caso menos
extremo: el metilfenidato, que se usa para tratar el trastorno de
déficit de atención e hiperactividad, se cree que puede incrementar la
capacidad de concentración en adultos sanos. Y el Modiodal, que se da
para los trastornos del sueño, lo usan algunos para poder estudiar toda
la noche. En las universidades ya se habla de hacer controles antidopaje
antes de los exámenes para evitar ventajas no homologadas. Pero una
pastilla de metilfenidato tiene unos efectos bastante similares a una
taza de café, una droga legal que la mayoría de gente se toma sin
pensárselo dos veces. ¿Estamos siendo hipócritas?
Lo que pasa es
que todavía no tenemos claro qué hacer con todas las mejoras que nos
está proporcionando la ciencia. Hay quien cree que deben dejar de
considerarse deshonestas. Esto técnicamente se llama transhumanismo, una
nueva doctrina filosófica que propone que debemos usar todos los
recursos disponibles para mejorar nuestras capacidades. No todo el mundo
lo ve con buenos ojos, sobre todo porque es difícil ponerle un límite.
Una
cosa son las píldoras, pero luego podrían venir las prótesis, que ya se
usan para tratar algunas deficiencias. ¿Será el próximo paso un
«supersoldado» biónico? ¿Hasta dónde nos podría llevar el
transhumanismo? ¿A ser cada vez más perfectos y menos humanos? La
última frontera sería la manipulación genética: modificar el ADN de un
embrión para cambiar las características de la persona antes de que
nazca. De momento es ciencia ficción porque lo hemos decidido así:
alterar el genoma que pasamos a nuestros hijos es uno de los pocos
límites científicos incluidos en la legislación de todos los países.
Pero técnicamente no está tan lejos de nuestro alcance.
¿Estamos
yendo hacia un futuro donde la evolución de nuestra especie no estará en
manos de la selección natural sino de los científicos? Esta visión ha
dado lugar al término poshumanos, que describe a aquellas
personas que se modificarían tanto, de forma química, quirúrgica,
genética y/o biónica, que se convertirían en una especie aparte. ¿Será
esto el final de los humanos tal como los definimos actualmente? ¿Es un
futuro deseable o temible?
LA RESPUESTA ES menos fácil de lo que
parece si dedicamos un rato a valorar los pros y los contras. ¿Y si
pudiéramos «crear» humanos resistentes a las peores enfermedades? ¿Y si
pudiéramos ser todos igual de inteligentes? ¿Nos negaríamos la
posibilidad de ecualizar de una sola vez muchas de las desigualdades que
hacen que este sea un planeta injusto? ¿O precisamente lo que nos hace
humanos es el hecho de que todos tenemos virtudes y defectos diferentes
que hemos de aprender a aprovechar y a superar a nuestra manera?
¿Estaríamos
abriendo así las puertas a quienes quisieran que todos fuéramos altos y
rubios, la piedra angular de muchas distopías? Son cuestiones que nos
pueden parecer fantásticas e inútiles ahora mismo, pero que es muy
posible que nuestros hijos y nietos tengan que debatir seriamente.
El Periódico, Opinión, 3/11/12. Versió en català.
El Periódico, Opinión, 3/11/12. Versió en català.
martes, 4 de diciembre de 2012
Solidaridad para salvar la ciencia
Mi hijo de 5 años llegó de la escuela el otro día con una nota de su
profesora. Nos pregunta si podemos contribuir con alguna lata a una
cesta gigante que subastará una oenegé involucrada en financiar
proyectos de investigación. No era ninguna fecha especial. En el Reino
Unido se hacen todo tipo de colectas para la ciencia a lo largo del año,
y de mil maneras diferentes: en escuelas, oficinas, tiendas, por
internet... Esta generosidad no es porque el país se haya librado de la
crisis, que también la sufrimos, sino que es la consecuencia de un
desarrollado espíritu solidario, mucho más extendido en los países
anglosajones que, en general, en los mediterráneos.
Son tiempos difíciles para todos y la
ciencia no se escapa. Como es de esperar, los gobiernos han recortado,
en mayor o menor medida, los presupuestos de investigación. Tendremos
que tratar de sobrevivir como podamos hasta que el panorama mejore. Pero
hay diferentes maneras de hacer las cosas. ES ESPECIALMENTE
preocupante que los políticos españoles, que controlan el grifo que
alimenta a buena parte de los laboratorios catalanes, sean los que más
alegremente aplican medidas de austeridad, aparentemente sin preocuparse
demasiado de las consecuencias a largo plazo.
Podríamos dar un
montón de cifras deprimentes, pero quizá la más significativa es que, en
los dos últimos años, el Gobierno central ha reducido un 34% los fondos
que destina a I+D. Por si había que añadir más leña al fuego, la
inversión de las compañías farmacéuticas en investigación en España ha
caído por primera vez en una década, una consecuencia hasta cierto punto
previsible de la crisis. No podemos esperar, pues, que el dinero
privado cubra, ni siquiera en parte, las graves deficiencias de la nueva
financiación pública. De acuerdo con que se debe proteger al máximo la
sanidad, la educación y otras áreas esenciales, pero no a costa de
decapitar el futuro de la ciencia. Esto es contraproducente para todos.
En un país donde hay un buen número de grupos de calidad excepcional,
que posiblemente acapararán los pocos medios disponibles si se utilizan
criterios puramente de excelencia para repartirlos, lo que ocurrirá es
que los científicos que ahora emergen y empiezan a establecer sus grupos
de investigación no podrán acceder ni a las migas del pastel. ¿Qué
opción les quedará?
Hace poco recibí un tuiteo de un estudiante
de ciencias que decía que se deprimía cuando veía el futuro laboral que
le esperaba. Le contesté que no se desesperase, porque algún día las
cosas cambiarán. Y que, mientras tanto, la opción de salir fuera sigue
siendo válida. Esta es la realidad: el país está en plena travesía del
desierto y no se vislumbra un final cercano. La consecuencia podría ser
perder toda una generación de científicos. La fuga de cerebros de hace
unas décadas será solo un ensayo comparado con la que puede venir ahora.
El Gobierno no se da cuenta porque, reconozcámoslo, en España la
ciencia nunca ha sido prioritaria. Queda demostrado con el hecho de que
el Reino Unido tiene 82 científicos con Nobel y España solo dos (y uno
de ellos hizo carrera en el extranjero). Me gustaría ser menos negativo,
pero los datos no invitan a una previsión demasiado alegre.
Todos
podemos contribuir con algún granito de arena a cambiar esta tendencia
siguiendo el ejemplo británico. En Catalunya, por ejemplo, tenemos La Marató de
TV-3, que este año recoge dinero para luchar contra el cáncer.
Permítanme que aproveche las últimas líneas para hacer un
publirreportaje, porque creo que es una iniciativa que merece todo
nuestro apoyo, sobre todo ahora. No compensará la falta de un sistema de
apoyo social constante a la investigación como el que tienen en el
Reino Unido, pero su impacto es clave para construir un futuro mejor.
A
PESAR DE QUE ninguno de los donativos acabará en mi laboratorio, soy
parte interesada en el tema por varias razones. Como investigador, sé
que los fondos que recaude La Marató serán un salvavidas que
permitirá que sobrevivan una serie de proyectos interesantes en una
época de especial incertidumbre para la investigación en nuestro país.
Como ciudadano, me interesa la riqueza que la ciencia aportará al país y
también avanzar lo más rápidamente posible en el diseño de nuevas
terapias contra el cáncer. Y como escritor, estoy metido porque he
contribuido al libro de La Marató, que precisamente gira en torno
al concepto de solidaridad que citaba al principio. Al honor que
representa participar, debo añadir el placer de ver mi texto junto al de
nombres consagrados de las letras catalanas como Sebastià Alzamora,Maria Barbal o Josep Maria Fonalleras.
Haga un esfuerzo. Compre el libro o el disco y mire TV-3 y envíe lo que
pueda en un par de semanas. Es una de las mejores soluciones en estos
momentos para ayudar a nuestra ciencia a salir del bache en el que la
han metido los políticos.
lunes, 8 de octubre de 2012
Somos y seremos manipulables
He leído un artículo que me ha inquietado. Es un estudio de unos científicos de la Universidad de Lund, en Suecia, publicado en la revista PLoS One la semana pasada. El experimento es sencillo. Dan a una serie de voluntarios una encuesta donde se les pide su opinión sobre temas polémicos, desde la prostitución al conflicto entre Israel y Palestina. Son cuestiones sobre las que todos suelen tener una preferencia clara. Los participantes reciben el formulario sobre una mesita de madera, con las preguntas a la izquierda de la página y las posibles respuestas a la derecha. Aquí viene el truco. Sin que se den cuenta, cuando pasan página después de contestar, la banda de la hoja donde estaban las preguntas pega con la cara posterior de la tableta y deja al descubierto otro grupo de preguntas que estaban escondidas debajo y son opuestas a las originales. Por ejemplo, donde ponía «¿debería estar prohibido el aborto?», ahora dice «¿debería estar permitido el aborto?» Las respuestas quedan igual, siguen siendo las mismas. Y ahora el trozo que da miedo: cuando devuelven la hoja y los investigadores les piden que lean la pregunta y justifiquen la opción que han elegido, un 53% de los voluntarios defienden muy convencidos lo que ven escrito, es decir, justo lo contrario de lo que opinaban cuando contestaban el cuestionario.
Esto demuestra que con un simple juego de manos podemos cambiar, al menos temporalmente, las convicciones morales que se supone que una persona debe tener fuertemente interiorizadas. Asusta un poco que sea tan fácil alterarle los principios a alguien. Y también fascina ver la capacidad inagotable de los seres humanos de dejarnos manipular, tanto a título personal como cuando formamos parte de una masa. El artículo me ha hecho pensar sobre todo en la fragilidad del sistema democrático, que cuenta precisamente con la capacidad del ciudadano de decidir su destino según lo que le dictan las creencias personales. Será porque en este momento de inflexión de nuestra historia, que aún no sabemos a dónde nos llevará, cuesta hablar de algo que no esté relacionado con la política.
Para empezar, el estudio nos dice que podemos empujar a alguien a responder lo que queramos. No es ninguna novedad, cierto, pero detengámonos un momento a considerar cómo las encuestas pueden influir en el voto. Si te convencen de que un partido sacará mayoría absoluta, tal vez te dejarás llevar por la corriente y lo votarás o quizá ni te tomarás la molestia de salir de casa. Ambas cosas pueden cambiar el resultado de unas elecciones. Por lo que hemos explicado, hay muchas formas de conseguir los resultados que esperas cuando le das un cuestionario a alguien. Uno puede sospechar de este tipo de partidismos, pongamos por caso, cuando compara las previsiones para la próxima cita que los catalanes tenemos con las urnas publicadas estos días. En una encuesta un partido saca mayoría absoluta y en otra tiene nueve escaños menos. Quizá es un margen demasiado grande para obedecer a un error estadístico, sobre todo si consideramos cómo encaja cada resultado en la ideología del medio que la imprime.
No es un caso aislado: el uso de la manipulación sutil para hacernos comulgar con ruedas de molino es el pan de cada día de la política. Si hay estudios que demuestran que elegimos el líder que mejor habla o mejor planta tiene, no el más capacitado para el trabajo, no es de extrañar que después aceptemos cegados decisiones propias de un partido de derechas cuando estamos convencidos de que votamos a izquierdas. O al revés. No es culpa de los políticos, sino de nuestro cerebro, que da más relevancia a las apariencias que a los contenidos de un programa. Por eso en manos de alguien con suficientes conocimientos de márketing podemos acabar siendo víctimas propiciatorias en el altar de la democracia que tanto reverenciamos. Esto nos aleja de las nobles ideas incubadas en la Atenas del siglo VI antes de Cristo. Quizá el punto más distante lo hemos visto hace poco cuando, ante la aquiescencia de muchos, líderes supuestamente democráticos invocaban la fuerza, o incluso las leyes que deben preservar la salud del sistema, para evitar precisamente que la gente ejerza el derecho a opinar sobre su futuro. Todo ello indica que los principios originales sobre los que se construye el gobierno del pueblo son fácilmente pervertibles si uno es lo suficientemente pícaro para aplicar un poco de prestidigitación y sofisma para sacar provecho de la debilidad biológica de la voluntad humana.
Vista con ojos de científico, a la democracia se le pueden encontrar muchos puntos oscuros. El problema es que la psicología y la estadística solo nos permiten describir las pegas, no aportar soluciones. Quizá los politólogos deberían sentarse algún día a diseñar un sistema que fuera más impermeable a la tendencia innata a ser manipulados que tiene nuestra especie. Si es que esto es posible.
miércoles, 19 de septiembre de 2012
Amazings cumple años
Queremos felicitar desde este blog a la gente de Amazings, Noticias de la Ciencia y la Tecnología, que llevan 15 años metidos en esto de la divulgación científica por internet. Se dice pronto. Feliz cumpleaños y que sigáis al pie del cañón por lo menos 15 más!
miércoles, 5 de septiembre de 2012
Las preguntas del cáncer: agradecimientos.
La semana pasada se empezó a comentar en los periódicos, así que ya os puedo explicar por qué os pedí que me hiciérais preguntas sobre el cáncer. El proyecto es un libro que se llamará Qué es el cáncer, y ya os iré hablando de él en el futuro. Justo acabo de entregar el manuscrito, y quería aprovechar para agradeceros que me enviarais las preguntas a través de twitter, email, blog o facebook. Fueron más de 100, de las cuales seleccioné 50 para contestar, entre ellas las que se repetían más.
Siguiendo mi promesa, voy a poner en los Agradecimientos el nombre de todos los que contribuisteis. Os dejo la lista para que comprobéis los datos. Si me he dejado a alguien o preferiríais no salir o salir con otro nombre, comunicádmelo cuanto antes.
Albert Majó Sabater, Alberto Morán Millán, Amadeu Leblanc, Anna Maria Villalonga, Ariadna Belver Comin, Aris, Assumpta, bea puig, Carme Dolz, Chryssula Kokossulis, Clidice, Cristina, Cristina Grau Mestre, David Gálvez Casellas, Eladi, Elfreelang, Encarna McCoy, El fem fatal, Enric H. March, Fausto43, Fernando del Álamo, Gabriel, Galgo Viejo, Helena Arumí, Javier Salvador, jo rai!, Joan Vissi, jomateixa, Jordi Font-Agustí, Jordi Garcia, Josep Brâut, Josep Manel Vidal, kalamar, M Àngels Vázquez Quintas, Manel Riera, Mar Creixell, Maria, Marta, Martina Golafre, McAbeu, Merce Rokins, Montserrat Brau, Montserrat Segura, Montserrat Vilardosa, Nuria Vilabella, Oscillator, Pilar Troncho, Rocío Carmona, Sergio Paredes, Sterxu, Tomas Romero Sanchez, Wrailito, XeXu, Xico Xabelç i Yáiza.
martes, 4 de septiembre de 2012
Una cuestión de imagen
El joven dice: «Somos lo que comemos, debemos comer bien». El viejo dice: «Somos lo que vestimos, hemos de vestir bien». Es un fragmento de una canción de Génesis de 1973, pero el problema que ilustra no ha perdido vigencia. Quizá necesitamos la sabiduría de los años para darnos cuenta de que interaccionamos socialmente a través de nuestro aspecto y que, por tanto, la imagen es parte de la identidad al igual que lo son las moléculas que nos forman. En algunas situaciones, tenemos claro que es así: Plutarco ya dejó constancia de que «la mujer del César no solo debe ser honesta, sino que también debe parecerlo». Pero sorprende que muchas veces ni siquiera procesemos la información conscientemente, un hecho que da aún más relevancia a la apariencia.
Pensaba en esto tras leer un estudio publicado el mes pasado, que aseguraba que las camareras que van de rojo reciben un 26% más de propinas por parte de los clientes masculinos que las que visten otros colores. Es más que una anécdota. Ya estaba demostrado que los hombres dejamos más dinero si nos sirve una chica vestida provocativamente o bien maquillada, somos así de simples. Pero eso es otra historia: en principio el rojo no debería acentuar los estímulos sexuales. Hace tres años, otro trabajo revelaba que los deportistas con equipamiento rojo ganan un 10% más de veces, independientemente de la competición. La explicación era que se trata de un color que se asocia con agresividad y dominancia, y eso puede intimidar a los contrarios. Quizá también es lo que nos hace ser más generosos con las camareras.
Si una elección cromática tan simple puede afectar a cómo nos tratan nuestros congéneres, debemos deducir que el conjunto de nuestro aspecto envía muchas más señales de las que controlamos. Visto así, la moda no es un concepto tan absurdo ni frívolo. Aparte de definir un periodo de tiempo determinado como lo pueden hacer las manifestaciones culturales, nos proporciona una serie de elementos importantes para relacionarnos con el entorno. Yendo a los extremos, un esclavo de la moda está haciendo una declaración de principios y el que argumenta que todo esto le importa un bledo está radiando un mensaje igual de claro. Lo decían los canadienses Rush, en los años 70, cuando hablaban del libre albedrío: «Si eliges no decidir, también has tomado una decisión». Nadie se escapa de la tiranía de la imagen.
No es que la sociedad moderna esté especialmente obsesionada con este tema. Como especie lo hemos estado siempre, siguiendo el ejemplo de los animales que usan sus atributos para definir el estatus o atraer a la pareja. Por ejemplo, aunque se asume que los hombres tenemos los testículos expuestos porque la temperatura exterior es más favorable a la producción de los espermatozoides, de vez en cuando reaparece la teoría de que en algún momento podrían haber funcionado también como las plumas de los pavos reales, es decir, para impresionar a las hembras con una muestra de masculinidad. Está claro que si esto hubiera sido tan importante no habríamos inventado nunca los pantalones, pero sí es verdad que lo que definimos como atracción física no es más que la forma sutil de la evolución de señalarnos qué individuos tienen más garantías de ser buenos padres o madres para nuestros hijos.
Creemos que nos hemos desprendido de estos condicionamientos primitivos, pero en algunos aspectos no estamos tan avanzados como creemos. Nos maquillamos, nos ornamentamos, vamos al gimnasio para poder lucir músculo en la playa, anunciamos nuestro poder adquisitivo con todo tipo de complementos, llevamos camisetas con eslóganes, nos tatuamos, nos hacemos piercings, nos teñimos el pelo de colores absurdos, buscamos la manera de estar más feos, vamos al cirujano para estar más guapos, nos ponemos cualquier cosa, tardamos horas en elegir la ropa, nos acicalamos diez veces al día, no nos duchamos en una semana... Todo ello son formas que tenemos de encajar en el grupo social en el que queremos establecer los lazos afectivos y elegir nuestro lugar en la sociedad. Siempre buscamos ser aceptados y admirados por nuestros iguales, y somos juzgados constantemente, de forma voluntaria o automática, por la imagen que proyectamos.
El problema viene con el flujo global de información. Antes solo tenías que competir con los de la tribu o el pueblo. Ahora nos debemos comparar con los mejores del mundo en cada apartado, que son los que vemos en los medios presumiendo de sus atributos y marcando los estándares a seguir. No es una lucha justa, y no es de extrañar que más de uno caiga intentando ir más allá de sus posibilidades. ¿Cómo lo solucionamos? Siendo un poco menos animales. Y a la vez admitiendo que tampoco podemos dejar de serlo del todo. Quizá a partir de ahora, cuando vayamos a dejar propina deberíamos fijarnos en cómo va vestida la camarera, más que nada para entender que la decisión que estamos tomando puede que no sea tan libre como creemos.
El Periódico, Opinión, 1/9/12. Versió en català.
jueves, 23 de agosto de 2012
¡Ayudadme! Hacedme preguntas sobre el cáncer
Estoy trabajando en un proyecto relacionado con el cáncer y una de las cosas que tenía pensado incluir era un listado de las preguntas más frecuentes sobre el tema.
¿Me ayudáis? Enviadme cualquier pregunta relacionada con el cáncer (tan general o específica como queráis) y la añadiré a la lista.
Podéis dejarlas en los comentarios del blog, del facebook, por twitter, email, etc.
¡MUCHÍSIMAS GRACIAS!
jueves, 9 de agosto de 2012
Tan cerca, tan lejos
[En pleno descanso estival del artículo de Opinión de El Periódico, aprovecho para comentar la llegada del Curiosity a Marte...]
Si en los años 70 hubiéramos preguntado a un niño cómo se imaginaba el siglo XXI, la mayoría habrían incluido en su visión de futuro al menos una base en Marte. Muchos seguro que veían incluso ciudades enteras y la posibilidad de pasar las vacaciones haciendo castillos de arena roja. Es lógico: los que hemos crecido con Star wars como referente cultural y con la llegada del hombre a la Luna como un hito reciente siempre hemos dado por descontado que conquistaríamos el espacio y que, además, no tardaríamos mucho. El primer paso de esta expansión, después del ensayo lunar, debía ser por fuerza nuestro vecino Marte, mucho más asequible que el inhóspito Venus y todos los demás planetas lejanos del sistema.
Marte siempre ha fascinado a los humanos, quizá por ser tan cercano y a la vez tan desconocido. Nuestros bisabuelos podían especular sobre sus habitantes y sufrir por una invasión tan realista como la que H.G. Wells describía en La guerra de los mundos. Después fuimos aprendiendo más cosas y nos dimos cuenta de que, por suerte o por desgracia, estaba vacío. Así se borraba la última oportunidad de tener compañía inteligente en este rincón de la galaxia y pasábamos a imaginar el planeta rojo como un segundo hogar que esperaba pacientemente a sus colonos. Este es mi Marte: el de Las crónicas marcianas de Ray Bradbury o la trilogía de K.S. Robinson. Una tierra de oportunidades.
La llegada del Curiosity al cráter Gale es un avance científico importante, sin duda, pero también la constatación de cuan improbable es que la generación X llegue a ver nunca una huella humana sobre el óxido de hierro que da el color rojizo al planeta. La NASA nos lo había anunciado como prioridad durante décadas, pero en el 2010 el presidente Obama ya avisaba de que deberían pasar al menos 20 años para que un hombre orbitase alrededor de Marte (y quién sabe cuánto hasta que pudiera aterrizar). Tal y como están las cosas, eso suena demasiado optimista. Todavía hay que resolver problemas importantes, como la adaptación física y psicológica a un entorno aislado y con gravedad y luz diferentes de las nuestras, la exposición a los rayos cósmicos o cómo planificar el viaje de vuelta. Y luego, cómo sobrevivir periodos largos en un terreno prácticamente baldío. Quizá gracias a la información que compilará el Curiosity nuestros hijos tendrán más suerte y verán el sueño convertido en realidad.
Hemos enviado sondas a otros planetas, más de una docena de ellas a Marte, pero esta es la más avanzada de todas. De momento deberemos conformarnos con esto. La crisis nos obliga a replantearnos las prioridades, y es evidente que podemos hacer cosas más útiles con el presupuesto que tenemos que no viajar por el espacio. Pero no deja de ser una decepción que en el 2012 sea un robot y no un astronauta quien nos comunique vía Twitter que ha aterrizado sano y salvo en la superficie de Marte.
[Publicado en El Periódico, 7 de Agosto de 2012 (Versió en català).]
martes, 3 de julio de 2012
Opciones
El otro día leía en internet el avance de un artículo sobre dos políticos homosexuales que debía publicarse en un dominical y donde los entrevistados explicarían «cómo se vive su opción sexual con un cargo público». Sorprendido, tuve que recurrir al diccionario para asegurarme de que la palabraopción no había cambiado de significado. Desconocemos aún muchas cosas sobre la homosexualidad masculina (más aún sobre la femenina), pero en las últimas décadas ya hemos descartado que sea un castigo, una enfermedad o algo que uno pueda escoger (que es precisamente lo que implica hablar de opciones). Estos avances parece que todavía no han llegado a integrarse de una forma fluida en nuestro vocabulario, quizá porque siguen predominando en la sociedad unas percepciones ancestrales arraigadas en la ignorancia, a veces bienintencionada, como imagino que es este caso, y a veces quizá no tanto. Esto seguramente se solucionaría si identificáramos de una vez los factores biológicos que determinan por qué sexo nos sentimos atraídos. Pero aún estamos muy lejos de conseguirlo.
Desde el punto de vista evolutivo, la homosexualidad no tiene lógica. La selección natural, obsesionada en elegir todo lo que nos permite reproducirnos más y mejor, hace milenios que debería haberla eliminado. En cambio, siempre ha sido un hecho frecuente. Esto podría indicar que no tiene un origen genético sino ambiental, y, ciertamente, estudios realizados en gemelos idénticos apuntan hacia aquí. Pero otros han detectado patrones de heredabilidad, como una mayor frecuencia de una variante del ADN de la región q28 del cromosoma X. ¿Cómo puede ser que se haya transmitido de padres e hijos si históricamente los homosexuales no solían pasar sus genes a la siguiente generación? Lo explicaría, por ejemplo, que lo mismo que define la homosexualidad en los machos aumentase la fertilidad en las hembras. Efectivamente, se ha visto que los gais pertenecen a familias en las que las mujeres suelen tener más hijos.
Por otra parte, se cree que los niveles de hormonas que llegan al feto durante el embarazo definen cómo se modela el cerebro y, por lo tanto, nuestra identidad sexual. No se conoce del todo qué los determina. Podrían ser los genes de la madre o incluso el orden de nacimiento. Lo más probable es que la homosexualidad se explique por una combinación de factores y que haya orígenes diferentes. Lo único seguro es que la orientación sexual de los hombres queda fijada en etapas muy iniciales de la vida, no por el entorno social, y que ya no se puede cambiar. Es, pues, la consecuencia de una serie compleja de reacciones biológicas fuera de nuestro control.
Esta respuesta aún tiene demasiado agujeros. Nos haría falta invertir mucho más tiempo y dinero para poder llegar al fondo de la cuestión. Esto es poco probable que suceda, al ritmo que vamos: la cantidad de investigación realizada sobre este tema en los últimos años es escasa. ¿Los motivos? Algunos dicen que no hace ninguna falta, que es más útil invertir recursos en estudiar enfermedades o problemas que haya que solucionar. En países conservadores como Estados Unidos, además, hay una resistencia religiosa muy activa que suele complicar la vida a los científicos que piden dinero al Estado para este tipo de trabajos. Sin embargo, hay quien piensa que sería un paso más para entender cómo somos y normalizar una situación que aún hoy se marginaliza en todo el mundo. Se podría discutir la prioridad de los temas que hay que investigar en el laboratorio en las próximas décadas, pero siguiendo este argumento parecería lógico añadir en algún lugar de la lista el de la homosexualidad.
¿Qué pasaría si finalmente consiguiéramos catalogar sus causas? Entre otras cosas, probablemente podríamos definir marcadores que nos permitirían calcular la posibilidad de tener un hijo gay. Pensemos en las consecuencias. ¿Cuántas parejas decidirían abortar si les saliera el test positivo? En lugar de convertir la homosexualidad en un hecho tan explicable como tener los ojos azules, correríamos el riesgo de etiquetarla otra vez como un defecto, ahora fácilmente evitable. ¿Seríamos capaces de borrar la homosexualidad del planeta si tuviéramos esa opción? Recordemos que no hace mucho un político de la extrema derecha húngara usó unos tests de ADN, en principio pensados para predecir el riesgo de enfermar, para «demostrar» la pureza de su raza, un concepto que científicamente no es posible ni tiene ningún sentido. Pervirtiendo una prueba biológica válida, este individuo logró hacer llegar el mensaje a sus fieles y, si lo dejasen, la usaría para justificar la discriminación y quién sabe si incluso el genocidio.
Debemos ir con cuidado. Es triste que las ganas de hacer avanzar el conocimiento y resolver enigmas biológicos den armas a los intolerantes, pero por desgracia es también inevitable. Quizá para ganarse el derecho a escoger, lo primero que debe hacer una especie es madurar.
El Periódico, Opinión, 30/6/12. Versió en català.
miércoles, 6 de junio de 2012
martes, 5 de junio de 2012
Educación y salud
La educación de nuestros hijos es muy importante, eso lo tenemos todos claro. O quizá no, porque últimamente hemos oído los argumentos de ciertos políticos que están convencidos de que imponer algunos recortes a la escolarización básica puede ser beneficioso para la recuperación económica de un país, sin que vean efectos secundarios a largo plazo. Un estudio publicado el mes pasado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, hecho por dos científicos de la Universidad de Estocolmo, nos demuestra que las repercusiones de jugar con la enseñanza pueden ser más importantes de lo que parece, no solo desde el punto de vista intelectual y social, cosa previsible, sino también a nivel sanitario, como ahora veremos.
Antes tenemos que retroceder unos cuantos años. Estamos en Suecia, justo después de la segunda guerra mundial, y el Gobierno, como tantos otros contemporáneos, decide que es hora de reformar el sistema educativo vigente. La situación recuerda en cierto modo a la actual: Europa está en crisis y busca maneras de rehacer una economía maltrecha. En este contexto, los suecos entienden que es clave asegurar el futuro del país (lo que quizá hoy en día no parece una verdad tan obvia). Una opción inteligente es fijarse en los americanos, a quienes parece que les van bien las cosas. En Estados Unidos, los principios incluyen una escuela pública única, sin distinciones basadas en la capacidad intelectual de los alumnos, y una etapa más larga de escolarización obligatoria. Los británicos ya han decidido prolongar ellos también la enseñanza básica hasta los 15 años (antes de la guerra el límite eran los 14), pero los suecos no saben qué hacer. Al final, siguiendo un razonamiento tremendamente científico pero a la vez un poco irresponsable, optan por poner en marcha el estudio sociológico más grande de la historia. Dividen a sus niños en dos grupos de manera aleatoria: uno seguirá el modelo actual de ocho años de enseñanza obligatoria, con diferencias diseñadas expresamente para los más dotados, y el segundo recibirá una enseñanza igual para todos durante un total de nueve años. La idea es ver si un año más de escuela tiene un efecto importante sobre el nivel cultural medio del alumnado y si el nuevo sistema hará que los estudiantes buenos se vean lastrados por el resto de la clase si no se les da un trato especial. En el experimento participaron de manera forzada 1,2 millones de chicos y chicas y duró de 1949 a 1962, el año en que el Gobierno se dio cuenta de que los resultados eran mucho mejores con el modelo nuevo y decidieron homogeneizar los sistemas.
Cinco décadas después, los científicos que mencionábamos al principio han tomado los resultados de este gran experimento y los han comparado por primera vez con los datos disponibles del censo y de las defunciones en Suecia. La conclusión que han sacado es que entre la educación y la mortalidad existe una relación causa-efecto: el grupo que siguió con el modelo antiguo tiene un riesgo más elevado de morir entre los 40 y 70 años de edad que el otro, sobre todo por culpa del cáncer, enfermedades cardiovasculares e incluso a consecuencia de un accidente. Esto confirma la correlación ya sabida entre el nivel de alfabetización de un país y su salud, sobre todo en ciertas franjas de edad: cuanto mejor sea nuestra educación, más capaces seremos de entender cuáles son los peligros sanitarios obvios, qué podemos hacer para prevenirlos y qué quieren decir los consejos que nos dan los médicos cuando nos visitan, lo que nos permite aumentar notablemente tanto la calidad como la esperanza de vida. El artículo de los científicos suecos demuestra además que las decisiones en temas de enseñanza reverberan más allá de un posible impacto cultural. Hay que ir, pues, con mucho cuidado cuando se hacen cambios de este tipo, y pensar bien en las posibles consecuencias, incluso con respecto a la salud.
Los datos obtenidos por el Gobierno sueco durante aquellos 13 años son realmente únicos. No se había hecho nunca un estudio de esta magnitud sobre la importancia de la educación en el futuro de un país, que incluso ahora está aportando conclusiones nuevas. Y seguramente nunca se volverá a repetir. Por suerte, porque hoy en día a nadie se le escapa la crueldad implícita en el diseño del experimento, que condenaba un número importante de niños a sufrir una más que posible deficiencia educativa en nombre del rigor científico.
Ningún resultado, por importante que sea, justifica poner en peligro el futuro de un grupo de ciudadanos, sea pequeño o tan grande como este. La ética que actualmente regula cualquier trabajo experimental nos impediría ir tan lejos. Está claro que nuestros políticos no tienen estos problemas morales. Quizá tardaremos décadas en ver los efectos que tendrá sobre la generación que sube en estos tiempos de incertidumbre el pequeño paso atrás en materia de educación que ahora nos proponen hacer, pero algo me dice que no serán muy positivos.
martes, 22 de mayo de 2012
Comunicarse: necesidad biológica.
El lenguaje es un virus que ha venido del espacio exterior, proponía William S. Burroughs. En realidad no hay que salir del planeta para encontrar el origen, pero no deja de ser fascinante ver cómo los humanos aprendemos a comunicarnos. Lo vivo estos días a través de mi hijo de 4 años, que está iniciándose en la segunda fase del proceso: leer y escribir. Aquí en el Reino Unido esto se enseña con el sistema llamado Phonics, basado en familiarizarse poco a poco con los grafemas que representan cada uno de los más de 40 fonemas que tiene el inglés. Semejante, por lo que tengo entendido, a cómo se hace en otros lugares. Un experimento llevado a cabo en la Universidad de Marsella, y publicado recientemente en la revista Science, sugiere que el cerebro sabe usar caminos más directos para lanzarse a la lectura.
EL DOCTOR Jonathan Grainger y su equipo enseñaron 8.000 combinaciones de cuatro letras a unos babuinos. La mayoría eran asociaciones aleatorias y solo 500 correspondían a palabras reales. Si apretaban un botón cuando el ordenador les presentaba una de estas palabras, los monos recibían una recompensa. Tras un mes y medio, ya los reconocían el 75% de las veces. Hay que pensar que los monos no sabían el significado: a pesar de no poder asignarle un concepto o una cadena de sonidos, como hacemos nosotros, eran capaces de identificarlos. Es decir, el lenguaje no tiene nada que ver. Las palabras se pueden recordar por sus formas y sus partes, como si fueran objetos. Si incluso unos parientes lejanos como los babuinos saben hacerlo, a nuestras crías no les debería costar mucho.
¿Estamos desestimando entonces nuestra capacidad visual de aprender a leer, en favor de un sistema innecesariamente complicado? Cuando empezamos a hablar, asociamos sonidos a una imagen. ¿No podríamos hacer lo mismo con grupos de letras? Si los niños acaban reconociendo la morfología de una silla, también deberían ser capaces de distinguir los seis signos que juntos forman su nombre.
Un argumento en contra es que hay tantas palabras en un idioma que un proceso así sería poco práctico. Pero dicen que alguien de nivel universitario solo sabe unas 20.000, las mismas que se ha calculado que Shakespeare usó en sus obras. De hecho, se considera que si conoces 15.000 palabras puedes entender el 98% de los textos escritos en inglés y que un nativo habitualmente solo usa unas 3.000 para comunicarse. Si un mono puede identificar medio millar en cuestión de semanas, ¿hasta dónde podría llegar un chaval de párvulos?
Puede que este debate en el fondo no sea relevante y que los humanos tengamos la habilidad de aprender a leer y escribir independientemente de los métodos que se empleen, casi como si fuera una necesidad orgánica. Lo demostraría el hecho de que cada país utiliza su sistema, radicalmente diferente en algunos casos, y al final los resultados son los mismos. Recordemos que los diarios hablaban hace unos días de una maestra andorrana que había sido expulsada de la escuela porque sus alumnos ya sabían leer y empezaban a escribir, actividades que no están incluidas oficialmente en el currículo de P4. En cambio, esto es precisamente lo que ha estado aprendiendo mi hijo este año. Mientras en Andorra consideran que a esta edad no están preparados para ciertos retos, aquí han creído que era el momento oportuno. ¿Serán menos diestros con las letras los andorranos que los británicos por culpa de eso? Es poco probable.
No es extraño que el lenguaje se infiltre en nuestras mentes con independencia de las puertas que le abrimos. Sería imposible imaginar los progresos de la humanidad sin este intercambio de ideas. Se cree que nuestros cerebros se abrieron al lenguaje a la vez que las manos aprendían a hacer herramientas. Por lo tanto, hay un sustrato físico que nos condiciona.
PODRÍA SER en medida responsable un gen llamado Foxp2, que el año pasado se descubrió que favorece las conexiones entre neuronas. La capacidad de comunicarnos es, pues, fruto de unos cambios biológicos, aunque las lenguas sean un producto de la cultura. Y para cerrar el círculo, el lenguaje también modifica el cerebro. Según el último estudio sobre el tema, publicado hace solo unos días, los que dominan dos idiomas son más hábiles a la hora de bloquear el ruido de fondo y distinguir la voz de quien les habla, e incluso podrían ser más refractarios a las demencias.
El lenguaje es el cemento de la sociedad, pero además nos permite acceder a un grupo de mundos reales y ficticios que nuestras mentes construyen solo con palabras. Gracias a él podemos también condensar sentimientos indescriptibles en unos cuantos versos, el mismo Shakespeare era un maestro de esto, o incluso resumir las frustraciones de una vida con una sola palabra, como el moribundo Charles Foster Kane hizo con su «rosebud». Hemos de agradecer a la evolución que nos haya forzado a inventar una cosa tan bonita.
lunes, 14 de mayo de 2012
Entrevista para Tangentes.
Aquí podéis leer una entrevista que me han hecho para la interesante revista digital Tangentes. Gracias!
miércoles, 14 de marzo de 2012
La genética y la raza
Hace unos días, la empresa californiana Life Technologies anunciaba que dentro de poco tendría a punto una máquina que, en un solo día, sería capaz de leer todo el ADN de una persona por menos de 1.000 dólares. Es el objetivo, casi irreal, que la comunidad científica se había marcado a principios de siglo, después de que se hiciera pública la primera secuencia del genoma humano. Aquel esfuerzo pionero costó más de 11 años de trabajo y la factura final ascendió a unos 3.000 millones de dólares. La diferencia es abismal. Los avances tecnológicos han sido tan espectaculares en esta última década que disponer de nuestros datos genéticos completos pronto será asequible para muchos bolsillos.
Se ha hablado mucho de la utilidad que puede tener esta información para la medicina personalizada (la que nos permitiría elegir el mejor tratamiento para cualquier enfermedad en función de nuestros genes), pero esto todavía está lejos de ser una realidad. De momento, los datos que hemos sacado de los miles de genomas que ya se han secuenciado, completa o parcialmente, sí nos han servido para entender mejor la diversidad humana. Estamos descubriendo qué es exactamente lo que nos hace únicos, pero también lo que compartimos unos y otros dentro de la variedad, es decir, cuáles son las semejanzas genéticas de una población, qué dice eso de nuestros orígenes y qué impacto puede tener en nuestras vidas.
Como era de esperar, estos estudios han modificado lo que entendemos por raza. En esta era posgenómica se ha puesto de moda en nuestro país proclamar que, de hecho, las razas no existen, y así me consta que se enseña en muchas escuelas. Uno de los objetivos parece ser diluir la tendencia al racismo de una comunidad que se está pluralizado rápidamente. Es una decisión absurda a muchos niveles. Primero, porque el racismo no existe como entidad independiente: no es más que una de las muchas caras de la xenofobia, el miedo u odio a quien no pertenece a nuestro grupo. En realidad, no menospreciamos a alguien por el color de su piel, sino por no ser como nosotros. Si elimináramos el aspecto físico, nos fijaríamos en la lengua, la religión, la orientación sexual, el equipo de fútbol que uno sigue o si es del barrio de al lado. Es un sentimiento tan humano como el amor o la amistad, por eso cuesta quitárnoslo de encima. Incluso algunos dicen que esta desconfianza hacia lo desconocido podría haber sido seleccionada evolutivamente como mecanismo de defensa, que para nuestros antepasados que vivían en cuevas habría resultado más segura que la política de puertas abiertas. En una sociedad moderna, en cambio, es un anacronismo peligroso.
Sin embargo, la idea de raza hoy en día está muy presente, y tiene tantos elementos genéticos como culturales. En el Reino Unido, expertos en corrección política te piden en los cuestionarios estadísticos que declares a qué «grupo étnico» consideras que perteneces. Al margen del eufemismo, es interesante que subrayen la condición subjetiva de pertenecer. Refuerza la teoría de que es la cultura, tanto o más que el ADN, lo que define actualmente a los grupos sociales. Las divisiones puramente genéticas serían más fragmentarias y menos claras. Precisamente la razón principal que muchos enarbolan para declarar la muerte de las razas es que la genómica ha diluido sus límites. Es obvio que un caucásico del norte de Europa y un negro del África subsahariana están genéticamente alejados, pero son mucho más frecuentes las diferencias bastante sutiles como para no ser visibles. Por ejemplo, según un estudio de hace unos años los ibéricos de la costa este tienen más en común genéticamente con otros pueblos mediterráneos, fruto de los intercambios que ha habido a lo largo de la historia, que con los ibéricos de la Meseta, aunque consten como una sola unidad política.
Aunque las seis grandes razas se hayan fragmentado en decenas de etnias más o menos definidas, los humanos todavía podemos ser agrupados según nuestro ADN. Y eso, aparte de dar combustible a quienes buscan excusas para cerrar filas, tiene importancia desde el punto de vista biomédico. Cada grupo con semejanzas genéticas comparte unas características que lo pueden predisponer a ciertas enfermedades y protegerlo de otras. La genética de poblaciones nos permitirá hacer así los primeros pasos hacia la medicina personalizada, precisamente porque las razas existen. Es obvio que el concepto ha cambiado mucho, y quizá merece un nombre nuevo, pero es poco práctico eliminarlo del currículo cuando quizá defina nuestra interacción con la medicina a lo largo de este siglo.
Sabemos que los seres humanos solamente divergimos en un 1% de nuestro genoma. En este espacio tan pequeño cabe toda la información que nos hace únicos, pero también la que nos hace semejantes a algunos de nuestros congéneres y diferentes de otros. Formar parte de un grupo genético no debe ser una excusa para desatar el chovinismo, pero tampoco tenemos que avergonzarnos.
martes, 13 de marzo de 2012
Estupidez, honradez y desesperación
Tenemos una extraña tendencia a jugárnosla cuando se trata de cuestiones de salud. El ejemplo más claro es que todavía hay muchos que fuman a pesar de ser conscientes de los peligros que tiene engancharse al tabaco. Demasiadas veces optamos por ignorar voluntariamente la realidad en beneficio de una duda que el sentido común nos desaconseja. Es más evidente cuando hablamos de medidas que, en teoría, tienen el objetivo de curar o proteger: somos capaces de tragarnos cualquier píldora por poco que nos la presenten en un envoltorio atractivo.
Regirnos por la ley del ¿y si funciona? no parece una estrategia demasiado sensata. Y sorprende que esta proclividad a comulgar con ruedas de molino sea independiente de nuestro nivel educativo: hay mucha gente con títulos universitarios que toma suplementos por déficits vitamínicos que no tiene o se somete a dietas basadas en principios tan aleatorios como la inicial del nombre de los alimentos que deben evitarse. ¿Por qué nos dejamos engañar por el primer vendedor de humo que nos propone una solución, por fantasiosa que sea, al problema que nos preocupa?
Hay varios culpables: la habitual estupidez humana, la poca honradez de algunos avispados y a menudo, por desgracia, la terrible desesperación de quien está enfermo.
Pensaba en esto leyendo estos días el caso de Celltex Therapeutics, una compañía de Tejas que vende tratamientos de células madre. El nombre empezó a sonar el año pasado por su relación con el gobernador Rick Perry, que no solo le ha apoyado públicamente sino que ha confesado ser cliente. El problema es que las terapias «revolucionarias» que ofrece Celltex no se han sometido a los controles de calidad y seguridad necesarios. La semana pasada, la revista Nature destapaba los pagos que Celltex había hecho a unos médicos para que inyectaran estas células a sus pacientes con la excusa de ser parte de un ensayo clínico para probar su eficacia. El pretendido estudio no había sido aprobado por ninguna autoridad competente y, además, costaba a los pacientes hasta 25.000 dólares por tanda. Pensamos que este tipo de irregularidades solo se ven en clínicas clandestinas escondidas en callejones oscuros de algún rincón de Asia (que también existen), pero la realidad es que en los países civilizados encontramos un montón de ejemplos.
Aprovechados siempre los habrá, pero la falta de ética es un síndrome que un fajo de billetes puede provocar también en profesionales que han hecho el juramento hipocrático, y esto es más grave. Un médico que ha participado en el negocio de Celltex admitía que no podía demostrar científicamente que las inyecciones funcionaran y se excusaba diciendo que, en el peor de los casos, todo lo que podía pasar es que no tuvieran ningún efecto. Aparte de poco honorable, esto es falso, ya que algunos de estos tratamientos ilegales han causado complicaciones graves.
Lo más triste de todo es el abuso de personas en situación vulnerable. Al hijo de un compañero de trabajo, de veintipocos años, le diagnosticaron hace unos meses un tumor cerebral incurable. Es imposible entender qué se debe sentir cuando te sentencian a muerte antes de que hayas podido comenzar realmente a vivir. Su respuesta, muy natural, fue luchar con todas las armas que tenía al alcance. La medicina no le podía ofrecer ninguna, así que comenzó a probar las terapias alternativas que iba encontrando en internet, lo que no deja de ser especialmente irónico si tenemos en cuenta que su padre es un prestigioso hematólogo que lleva años investigando para encontrar nuevos tratamientos para el cáncer. Un curandero le impuso las manos a cambio de unos cientos de libras por sesión, un dietista le recomendó un régimen de queso fresco y ahora se toma un aceite de cannabis que importa de Canadá a precio de oro.
No dudo de que más de uno de estos personajes debe creer que lo que predica es cierto. Tenemos que confiar en la buena voluntad de la gente, pero hasta cierto punto. Todos ellos saben perfectamente que no existen datos que confirmen los efectos positivos de ninguno de estos tratamientos. Además, no hay ningún mecanismo lógico detrás que pueda explicar su pretendida efectividad y las únicas pruebas que pueden aportar son del tipo «conozco a una persona a la que le fue muy bien». Los científicos insistimos en que esto no es suficiente, que antes de concluir que un producto tiene una acción beneficiosa se necesitan años de estudios serios para asegurarnos de que no nos equivocamos. Y la mayoría de la gente también es consciente, pero si la motivación es lo suficientemente fuerte prefiere olvidarlo.
Nadie puede predecir qué haría en una situación límite como esta. Es comprensible que un enfermo grave se aferre a cualquier fábula que le expliquen: preferir la esperanza a la razón puede ser la única alternativa aceptable. Lo que no deberíamos tolerar de ninguna manera es que cuatro avispados, con o sin título, hagan el agosto a partir de las tragedias de los demás.
El Periódico, Opinión, 11/3/12. Versió en català.
lunes, 16 de enero de 2012
¿Límites a los científicos?
Paul Berg organizó un encuentro científico especial en Asilomar, un parque de la península de Monterrey. En lugar de ser el típico congreso donde los expertos hablan de las últimas novedades, la Conferencia de Asilomar se llevó a cabo para decidir si había que detener en seco la investigación con ADN recombinante. Los avances de los últimos 20 años, desde la publicación del artículo de Watson y Crick sobre la estructura de la doble hélice, habían hecho posible cortar y pegar (recombinar) trozos de ADN a voluntad. Es decir, manipular la información genética. Las posibilidades eran infinitas, pero el mal uso que se podía hacer y los efectos inesperados no estaban del todo claros. Y eso asustaba a todo el mundo. De la conferencia salieron unas normas para garantizar la seguridad y la ética de los experimentos, y así se pudo levantar la moratoria que los propios científicos se habían impuesto. Berg acabó recibiendo el Premio Nobel en 1980 por sus trabajos pioneros en ADN recombinante. La tecnología se usa actualmente de forma rutinaria en todos los laboratorios y es parte integral de la mayoría de avances biomédicos de las últimas décadas, sin que haya ocurrido ningún desastre.
Asilomar es un ejemplo de cómo la comunidad científica se regula ella misma, de cómo actúa con precaución cuando hay una técnica que aún no controla y que tiene un potencial cataclísmico si no se utiliza de forma responsable. Es preferible eso a que este trabajo lo hagan políticos que, por la formación que tienen, no pueden captar el alcance real de sus decisiones. El principal argumento es obvio: imponer barreras a la ciencia ha dado lugar a algunas de las épocas más oscuras de la humanidad. Basta pensar en los problemas que tuvoGalileo con la Inquisición. Algunos verán ciertos paralelismos con las dificultades que ha habido en Estados Unidos últimamente para investigar con células madre, motivadas por las quejas de los grupos religiosos que se oponen. Se trata, pues, de un dilema muy actual. ¿Debemos fiarnos de los científicos y dejar que ellos mismos se hagan de policías o debemos marcarles los límites cuando se acercan a áreas polémicas?
El debate ha resucitado recientemente al saberse que unos virólogos han conseguido modificar el virus de la gripe aviar (el H5N1), que es muy agresivo, pero afortunadamente se transmite muy mal, hasta convertirlo en un microbio capaz de infectar animales de laboratorio con una rapidez sorprendente. Es la prueba de que este tipo de supervirus son posibles, aunque algunos expertos pensaban que no. Además, esto nos debe permitir entender y controlar mejor la evolución del H5N1 en la naturaleza y empezar a buscar estrategias para hacer frente a una posible pandemia. El problema vendría si escapase del laboratorio el que ya se ha descrito como uno de los peores virus que se conocen, o si unos terroristas aprovechasen la información publicada para construir su propia arma biológica definitiva. Ha habido quejas dentro y fuera de la comunidad científica y, finalmente, una censuraparcial de los datos de los artículos después de que un consejo de bioseguridad de Estados Unidos lo haya recomendado.
Esto ha irritado a muchos virólogos, que argumentan que compartir toda la información es precisamente lo que hace que la ciencia avance y que sería peor que el virus apareciera (de forma espontánea o malintencionada) y no estuviéramos preparados. Dicen que los beneficios de este tipo de investigación son superiores a los riesgos, que los laboratorios modernos están bien controlados y que los terroristas tienen acceso a otras armas más fáciles de producir que esta. Los detractores contestan que no es tan imposible que se libere un virus por error (de hecho, ha pasado más de una vez), y que, por lo que respecta a los terroristas, ¿quién sabe hasta dónde pueden llegar si tienen las ganas y los recursos adecuados?
Nos hallamos ante un caso bastante único. Que la receta para obtener un microbio terriblemente letal esté al alcance de todo el mundo parece tan peligroso como explicar en internet cómo se hace una bomba atómica. Peor aún, porque fabricarlo requiere una inversión de dinero mucho menor que la de un programa de investigación nuclear. Pero esta investigación no tiene solamente una vertiente destructiva, sino que conocer mejor el virus nos debe servir para protegernos de él. Es lo que se conoce como tecnología de uso dual, que tanto puede servir para cosas buenas como malas. ¿Qué debemos hacer? ¿Debemos correr el riesgo de un accidente o el de no estar preparados para una posible tragedia? ¿A quién debemos escuchar? ¿Dónde tenemos que poner los límites? ¿Quién los debe poner? Quizá sí es el momento de recuperar y ampliar el espíritu de Asilomar y empezar a discutir hacia dónde nos debe llevar la ciencia durante el siglo XXI, dejando que los expertos decidan, claro está, pero escuchando todas las opiniones razonables.
El Periódico, Opinión, 14/1/12. Versió en català.
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