El joven dice: «Somos lo que comemos, debemos comer bien». El viejo dice: «Somos lo que vestimos, hemos de vestir bien». Es un fragmento de una canción de Génesis de 1973, pero el problema que ilustra no ha perdido vigencia. Quizá necesitamos la sabiduría de los años para darnos cuenta de que interaccionamos socialmente a través de nuestro aspecto y que, por tanto, la imagen es parte de la identidad al igual que lo son las moléculas que nos forman. En algunas situaciones, tenemos claro que es así: Plutarco ya dejó constancia de que «la mujer del César no solo debe ser honesta, sino que también debe parecerlo». Pero sorprende que muchas veces ni siquiera procesemos la información conscientemente, un hecho que da aún más relevancia a la apariencia.
Pensaba en esto tras leer un estudio publicado el mes pasado, que aseguraba que las camareras que van de rojo reciben un 26% más de propinas por parte de los clientes masculinos que las que visten otros colores. Es más que una anécdota. Ya estaba demostrado que los hombres dejamos más dinero si nos sirve una chica vestida provocativamente o bien maquillada, somos así de simples. Pero eso es otra historia: en principio el rojo no debería acentuar los estímulos sexuales. Hace tres años, otro trabajo revelaba que los deportistas con equipamiento rojo ganan un 10% más de veces, independientemente de la competición. La explicación era que se trata de un color que se asocia con agresividad y dominancia, y eso puede intimidar a los contrarios. Quizá también es lo que nos hace ser más generosos con las camareras.
Si una elección cromática tan simple puede afectar a cómo nos tratan nuestros congéneres, debemos deducir que el conjunto de nuestro aspecto envía muchas más señales de las que controlamos. Visto así, la moda no es un concepto tan absurdo ni frívolo. Aparte de definir un periodo de tiempo determinado como lo pueden hacer las manifestaciones culturales, nos proporciona una serie de elementos importantes para relacionarnos con el entorno. Yendo a los extremos, un esclavo de la moda está haciendo una declaración de principios y el que argumenta que todo esto le importa un bledo está radiando un mensaje igual de claro. Lo decían los canadienses Rush, en los años 70, cuando hablaban del libre albedrío: «Si eliges no decidir, también has tomado una decisión». Nadie se escapa de la tiranía de la imagen.
No es que la sociedad moderna esté especialmente obsesionada con este tema. Como especie lo hemos estado siempre, siguiendo el ejemplo de los animales que usan sus atributos para definir el estatus o atraer a la pareja. Por ejemplo, aunque se asume que los hombres tenemos los testículos expuestos porque la temperatura exterior es más favorable a la producción de los espermatozoides, de vez en cuando reaparece la teoría de que en algún momento podrían haber funcionado también como las plumas de los pavos reales, es decir, para impresionar a las hembras con una muestra de masculinidad. Está claro que si esto hubiera sido tan importante no habríamos inventado nunca los pantalones, pero sí es verdad que lo que definimos como atracción física no es más que la forma sutil de la evolución de señalarnos qué individuos tienen más garantías de ser buenos padres o madres para nuestros hijos.
Creemos que nos hemos desprendido de estos condicionamientos primitivos, pero en algunos aspectos no estamos tan avanzados como creemos. Nos maquillamos, nos ornamentamos, vamos al gimnasio para poder lucir músculo en la playa, anunciamos nuestro poder adquisitivo con todo tipo de complementos, llevamos camisetas con eslóganes, nos tatuamos, nos hacemos piercings, nos teñimos el pelo de colores absurdos, buscamos la manera de estar más feos, vamos al cirujano para estar más guapos, nos ponemos cualquier cosa, tardamos horas en elegir la ropa, nos acicalamos diez veces al día, no nos duchamos en una semana... Todo ello son formas que tenemos de encajar en el grupo social en el que queremos establecer los lazos afectivos y elegir nuestro lugar en la sociedad. Siempre buscamos ser aceptados y admirados por nuestros iguales, y somos juzgados constantemente, de forma voluntaria o automática, por la imagen que proyectamos.
El problema viene con el flujo global de información. Antes solo tenías que competir con los de la tribu o el pueblo. Ahora nos debemos comparar con los mejores del mundo en cada apartado, que son los que vemos en los medios presumiendo de sus atributos y marcando los estándares a seguir. No es una lucha justa, y no es de extrañar que más de uno caiga intentando ir más allá de sus posibilidades. ¿Cómo lo solucionamos? Siendo un poco menos animales. Y a la vez admitiendo que tampoco podemos dejar de serlo del todo. Quizá a partir de ahora, cuando vayamos a dejar propina deberíamos fijarnos en cómo va vestida la camarera, más que nada para entender que la decisión que estamos tomando puede que no sea tan libre como creemos.
El Periódico, Opinión, 1/9/12. Versió en català.
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