La educación de nuestros hijos es muy importante, eso lo tenemos todos claro. O quizá no, porque últimamente hemos oído los argumentos de ciertos políticos que están convencidos de que imponer algunos recortes a la escolarización básica puede ser beneficioso para la recuperación económica de un país, sin que vean efectos secundarios a largo plazo. Un estudio publicado el mes pasado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, hecho por dos científicos de la Universidad de Estocolmo, nos demuestra que las repercusiones de jugar con la enseñanza pueden ser más importantes de lo que parece, no solo desde el punto de vista intelectual y social, cosa previsible, sino también a nivel sanitario, como ahora veremos.
Antes tenemos que retroceder unos cuantos años. Estamos en Suecia, justo después de la segunda guerra mundial, y el Gobierno, como tantos otros contemporáneos, decide que es hora de reformar el sistema educativo vigente. La situación recuerda en cierto modo a la actual: Europa está en crisis y busca maneras de rehacer una economía maltrecha. En este contexto, los suecos entienden que es clave asegurar el futuro del país (lo que quizá hoy en día no parece una verdad tan obvia). Una opción inteligente es fijarse en los americanos, a quienes parece que les van bien las cosas. En Estados Unidos, los principios incluyen una escuela pública única, sin distinciones basadas en la capacidad intelectual de los alumnos, y una etapa más larga de escolarización obligatoria. Los británicos ya han decidido prolongar ellos también la enseñanza básica hasta los 15 años (antes de la guerra el límite eran los 14), pero los suecos no saben qué hacer. Al final, siguiendo un razonamiento tremendamente científico pero a la vez un poco irresponsable, optan por poner en marcha el estudio sociológico más grande de la historia. Dividen a sus niños en dos grupos de manera aleatoria: uno seguirá el modelo actual de ocho años de enseñanza obligatoria, con diferencias diseñadas expresamente para los más dotados, y el segundo recibirá una enseñanza igual para todos durante un total de nueve años. La idea es ver si un año más de escuela tiene un efecto importante sobre el nivel cultural medio del alumnado y si el nuevo sistema hará que los estudiantes buenos se vean lastrados por el resto de la clase si no se les da un trato especial. En el experimento participaron de manera forzada 1,2 millones de chicos y chicas y duró de 1949 a 1962, el año en que el Gobierno se dio cuenta de que los resultados eran mucho mejores con el modelo nuevo y decidieron homogeneizar los sistemas.
Cinco décadas después, los científicos que mencionábamos al principio han tomado los resultados de este gran experimento y los han comparado por primera vez con los datos disponibles del censo y de las defunciones en Suecia. La conclusión que han sacado es que entre la educación y la mortalidad existe una relación causa-efecto: el grupo que siguió con el modelo antiguo tiene un riesgo más elevado de morir entre los 40 y 70 años de edad que el otro, sobre todo por culpa del cáncer, enfermedades cardiovasculares e incluso a consecuencia de un accidente. Esto confirma la correlación ya sabida entre el nivel de alfabetización de un país y su salud, sobre todo en ciertas franjas de edad: cuanto mejor sea nuestra educación, más capaces seremos de entender cuáles son los peligros sanitarios obvios, qué podemos hacer para prevenirlos y qué quieren decir los consejos que nos dan los médicos cuando nos visitan, lo que nos permite aumentar notablemente tanto la calidad como la esperanza de vida. El artículo de los científicos suecos demuestra además que las decisiones en temas de enseñanza reverberan más allá de un posible impacto cultural. Hay que ir, pues, con mucho cuidado cuando se hacen cambios de este tipo, y pensar bien en las posibles consecuencias, incluso con respecto a la salud.
Los datos obtenidos por el Gobierno sueco durante aquellos 13 años son realmente únicos. No se había hecho nunca un estudio de esta magnitud sobre la importancia de la educación en el futuro de un país, que incluso ahora está aportando conclusiones nuevas. Y seguramente nunca se volverá a repetir. Por suerte, porque hoy en día a nadie se le escapa la crueldad implícita en el diseño del experimento, que condenaba un número importante de niños a sufrir una más que posible deficiencia educativa en nombre del rigor científico.
Ningún resultado, por importante que sea, justifica poner en peligro el futuro de un grupo de ciudadanos, sea pequeño o tan grande como este. La ética que actualmente regula cualquier trabajo experimental nos impediría ir tan lejos. Está claro que nuestros políticos no tienen estos problemas morales. Quizá tardaremos décadas en ver los efectos que tendrá sobre la generación que sube en estos tiempos de incertidumbre el pequeño paso atrás en materia de educación que ahora nos proponen hacer, pero algo me dice que no serán muy positivos.
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