En esta fase de la pandemia, se hace más evidente que nunca que los humanos vamos a dos velocidades: la mitad del planeta está luchando todavía por sobrevivir al virus, mientras que la otra mitad se puede permitir hacer ver que la crisis ya ha pasado. La diferencia principal son las vacunas. Por cada 100 dosis que se han administrado en Europa, en África se han dado solo siete. En los Emiratos Árabes, un 76% de los habitantes han recibido la pauta completa. En la otra banda del golfo Pérsico, en Irán, esta cifra es del 10%. Y si cruzamos la frontera y entramos en Afganistán, solo encontraremos un 1%. Son datos tristes, y más todavía si tenemos presente una información que se dio a conocer la semana pasada: desde marzo, Estados Unidos ha tirado 15 millones de dosis de vacunas. A saber cuántas habrán desaprovechado los otros países que se llaman desarrollados.
La idea de que la pandemia de covid-19 es un acontecimiento global y, en consecuencia, se tiene que solucionar de manera global, ya hace tiempo que la hemos abandonado. Aquí no nos preocupa tanto cuándo se acabará, sino cuándo dejará de importunarnos. Esta necesidad, por otro lado muy comprensible, de querer recuperar la vida normal, está haciendo que algunos políticos tomen decisiones que chocan frontalmente con los principios epidemiológicos más básicos.
El nuevo abanderado de este movimiento, que se podría calificar de negacionismo estatal, es el Reino Unido. El 19 de julio, en el punto más álgido de la ola de verano, el primer ministro, Boris Johnson, anunció que, contra todo pronóstico, seguiría adelante con su plan de eliminar definitivamente la gran mayoría de restricciones. No parecía el mejor momento. Contra toda lógica, las cifras de contagios empezaron a bajar, pero fue un espejismo que duró poco: desde principio de agosto están subiendo a un ritmo comparable al de olas anteriores. A pesar de todo, Johnson todavía no se ha echado atrás y en el Reino Unido se vive prácticamente como si la pandemia ya no existiera.
La clave, una vez más, son las vacunas. Como funcionan bien y han hecho que la mortalidad por covid-19 se reduzca muchísimo, algunos líderes se han abonado a la sinécdoque y actúan como si toda la pandemia estuviera bajo mínimos. Solo hay que mirar los datos para ver que no es así: los casos en el Reino Unido están al mismo nivel que en la Navidad del año pasado. Johnson y sus fans argumentarán que las cifras de muertos no son comparables y que cuando una persona vacunada coge el covid-19, lo más posible es que la viva solo como un resfriado leve. Y es cierto. Pero tendemos a olvidar que la pandemia es mucho más, y hay que continuar insistiendo: hay el covid persistente, que afecta a un porcentaje importante de los positivos; una cierta mortalidad, que aunque sea poca es eminentemente evitable, y también las mutaciones.
Precisamente, hace unos días se anunciaba que se había detectado una subvariante de la delta en 5.000 personas que se habían contagiado en un festival de música al aire libre en Cornualles. Los británicos han descubierto esta mutación porque tienen los recursos para hacerlo, pero no sabemos qué puede haber pasado en otros países donde la vigilancia es más laxa. Todavía no se puede decir si alguna de las mutaciones recientes habrá hecho el virus más agresivo, pero el hecho es el mismo: permitir que la gente se contagie sin tomar ninguna medida disuasoria es como comprar billetes de lotería. Cuanto más lo hacemos, más posibilitados tenemos de que nos toque el premio gordo de una variante que las vacunas no puedan parar.
A pesar de todas estas evidencias, y siguiendo un plan de acción que algunos pueden considerar eminentemente práctico y otros un ejercicio de cinismo incomparable, parece que Johnson haya calculado qué cifra de víctimas es aceptable para poder recuperar la normalidad, en especial la económica. El peligro ahora es que otros países de Europa se inspiren ahora en estas teorías y empiecen a valorar qué riesgos merece la pena correr para no tener que continuar frenando la actividad del país.
A lo largo de los próximos meses sabremos si la jugada de abandonar la prudencia sale bien. Como siempre, las consecuencias serán diferentes en cada lugar, porque las condiciones no son exactamente las mismas. España empieza el otoño con una media de 150 casos por millón. En el Reino Unido hay casi 500. Los niveles de inmunización en adultos son parecidos, pero allá todavía no se ha empezado a vacunar a los menores de 16 años. Catalunya, en cambio, tiene más de la mitad de los niños de entre 12 y 14 protegidos con al menos una dosis, y un 70% de la franja de 15 a 19 años. Veremos qué impacto tiene todo esto en resultado final.
[Publicado en El Periódico, 6/9/2021. Versió en català.]
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