Los nacimientos de dos niñas, los genes de las cuales han sido modificados por el laboratorio del biofísico chino He Jiankui para hacerlas resistentes al virus del sida, es uno de los avances científicos más relevantes del siglo. También es un ejemplo de lo que ocurre cuando la ciencia insiste en operar al margen de la sociedad. Pero sobre todo es un toque de alerta: estamos ante un campo de minas y necesitamos una estrategia para atravesarlo sin hacernos daño, si queremos disfrutar de lo que hay al otro lado.
La respuesta de los expertos en el anuncio del doctor He ha sido bastante unánime. Aunque algunos han alabado la innegable importancia de su trabajo, la mayoría ha destacado el comportamiento poco ético: ha desoído las recomendaciones y ha puesto en riesgo la vida de personas que no pueden dar su consentimiento (aún no se conocen los efectos secundarios de las técnicas) a cambio de unos beneficios dudosos (el mismo objetivo se puede conseguir de maneras más seguras y sencillas). Su universidad ya se ha desmarcado de los experimentos y ha anunciado que investiga acciones legales porque, a pesar de que China no tiene leyes que prohíban estas modificaciones genéticas, sí hay una normativa ética. El doctor He, que parece que no ha calibrado bien las consecuencias de su investigación, ha optado por desaparecer hasta que las aguas se calmen.
Partes de este caso remiten a recuerdos oscuros como el estudio de Tuskegee, en el que el Gobierno experimentó con granjeros negros de Alabama sin informarles ni preocuparse por el dolor causado. Esta tragedia es uno de los motivos por los que ahora existen normas para regular la participación de humanos en estudios médicos. El hecho de que el doctor He haya elegido un gen implicado en una enfermedad que se puede evitar de otras formas refuerza la idea de que el experimento se ha hecho sobre todo para demostrar que la técnica es factible y no teniendo en cuenta la salud de los sujetos implicados. Esto es un error mayúsculo.
Por otra parte, el hecho de que sea posible alterar los genes antes de nacer es un cambio de paradigma que nos lleva al territorio del transhumanismo, la corriente filosófica y científica que cree que debemos aprovechar la ciencia para ir más allá de las posibilidades actuales, evolutivamente hablando. Las niñas nacidas en China podrían ser el primer paso hacia los poshumanos, una nueva especie de homínidos más avanzados que el 'Homo sapiens'. Dicho así puede hacer un poco de miedo.
Pero como muchos otros avances, la modificación genética no es necesariamente mala. Puede evitar enfermedades hereditarias o protegernos contra otras más frecuentes, como el cáncer o el alzhéimer. La mayoría de gente estaría de acuerdo con estas intervenciones, siempre y cuando se pueda garantizar que no tendrán efectos negativos. Más polémico será si proponemos mejorar el ser humano haciéndolo más fuerte, más inteligente o potenciando cualquier otra característica que nos parezca positiva. Mientras que los transhumanistas abogarán por liberalizar el acceso a las modificaciones, los más bioconservadores lucharán por dibujar aquí la línea roja. El siguiente nivel sería el de las alteraciones puramente estéticas, caprichosas o con pocas utilidades prácticas, que seguramente generarán más rechazo.
El hecho de que el doctor He haya comenzado por una edición genética que, según cómo, se podría incluir en este último grupo, complica innecesariamente las cosas. Sin poder justificar la urgencia de su intervención, está generando una ola de quejas que puede terminar en un paro total de esta línea de investigación. Los efectos de haber hecho las cosas sin pensarlas bien es que se levantan obstáculos que dificultarán los avances en un campo con el potencial de ser crítico para nuestro futuro como especie.
Parece que ya hay humanos modificados entre nosotros, y es lógico pensar que habrá más. Queda claro, por si alguien lo había dudado, que el transhumanismo es inevitable. La cuestión ya no es si debemos manipular o no embriones humanos, si no cómo debemos hacerlo. Y, sobre todo, cómo debemos regularlo. Debido a la asequibilidad de las técnicas de edición genética podría parecer que queremos poner vallas al campo. Si la energía atómica fuera igual de fácil de producir, cada país (y cada grupo terrorista) ya tendría bastante bombas para hacer saltar el planeta por los aires. Y, posiblemente, alguien lo habría conseguido. ¿Destruiremos la especie humana ahora que podemos jugar con nuestros genes a voluntad? Depende solo de nosotros. La clave es decidir cómo y hasta dónde queremos que cambie la humanidad y encontrar la manera de evitar desviarnos de este plan.
[Publicado en El Periódico, 8/12/18. Versió en català.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario