En la Universidad de Stanford, en los años 60, el psicólogo Walter Mischel llevó a cabo el famoso 'test del marshmallow' , que medía la capacidad de entender el concepto de gratificación aplazada, o ser capaz de resistir la tentación para obtener un beneficio mayor a medio plazo. Cogió niños de entre 4 y 6 años y les ofreció una golosina (normalmente una nube de azúcar). Si aguantaban 15 minutos sin comérsela, se les retribuía doblando la dosis. La mayoría de sujetos eran capaces de esperar para poder recibir dos marshmallows, aunque les costaba controlarse. Esto demuestra que los humanos, desde muy pronto, entendemos que una recompensa inmediata no es siempre la mejor opción y podemos optar por ignorarla, algo que va en contra de los instintos animales más básicos.
Más interesantes aún fueron estudios posteriores, hechos por el mismo Mischel y otros científicos en los 90, en los que relacionaban la capacidad de aguantar un tiempo determinado sin comerse la golosina con el éxito social que tendría la persona. Los niños que podían esperar más tiempo el premio gordo se convertían en adolescentes con menos problemas de comportamiento y más capacidad de conseguir sus objetivos. Esto tiene una implicación interesante: sería una manera indirecta de medir el impacto de las capacidades intelectuales infantiles con la posición adulta en la escala socioeconómica. Teniendo en cuenta la dificultad de cuantificar estos factores (una crítica habitual es que los tests de inteligencia solo miden lo bueno que eres resolviendo tests de inteligencia, no cómo te irá en la vida), la prueba del marshmallow sería una herramienta bastante única. Pero un artículo publicado hace unas semanas por científicos de la Univerdidad de Nueva York ha rebajado estas correlaciones, tras intentar ampliar los estudios de Mischel y ver que la relación entre la fuerza de voluntad de los niños y su futuro no era tan fuerte como se pensaba. Otros elementos relacionados con la inteligencia, aparte del autocontrol, también jugarían un papel clave en el triunfo.
Una manera diferente de estudiarlo podría ser mirar la organización neuronal de los críos. Un estudio reciente dice que las personas más inteligentes tienen unos circuitos cerebrales mejor organizados, lo que les permite procesar la información de una manera más eficiente y usando menos recursos. Es decir, las imágenes muestran que sus cerebros tienen menos densidad de conexiones entre neuronas y trabajan menos, al contrario de lo que podría parecer lógico. Si se confirma, podríamos usar técnicas para medir la arborización dendrítica a la sustancia gris, que sería una aproximación más precisa y objetiva al elusivo cociente intelectual. Con estos datos, y una vez controlado el impacto del entorno, quizá podríamos comprobar si una mayor capacidad mental de los niños tiene un vínculo directo con el éxito futuro, como sugerían las conclusiones de Mischel.
Los estudios del impacto de la inteligencia son apasionantes pero complejos, y habrá que tener mucho cuidado para asegurarnos de que son correctos y evitar que se malinterpreten. Ya ha pasado otras veces. Sin ir más lejos, hace poco vi en Twitter que alguien citaba un fragmento de unas declaraciones mías para justificar que "los negros eran menos listos". Lo que había dicho, que naturalmente no tenía nada que ver, es que hay poca investigación en el campo de las diferencias intelectuales y las razas, pero no por el intento de ocultar ningún dato políticamente incorrecto, sino por la dificultad para definir ambos conceptos. Si ya cuesta medir la inteligencia aislada de factores socioeconómicos, todavía es más complicado hablar de razas, un término anticuado que se basa principalmente en el color de la piel, y que tiene poco sentido ahora que sabemos que los grupos étnicos, definidos por similitudes genéticas más que de apariencia, son numerosos y de márgenes muy difuminados.
Es por eso que trabajos como los de Mischel son polémicos y muchos científicos prefieren no profundizar: hay demasiados parámetros que pueden distorsionar las conclusiones y demasiada gente esperando cualquier brizna de información que les permita aferrarse a algún ideal retrógrado. Pero aun así, sería importante averiguar, a ámbito global, ¿qué porcentaje de nuestro destino está determinado por las cartas que nos dan los genes y cuál por el entorno. Sobre los primeros tenemos poco que decir, pero podemos incidir mucho sobre las condiciones que permiten nutrir intelectualmente a un niño para asegurarle un futuro mejor.
[Publicado en El Periódico, 16/06/18]