Desde fuera, la ciencia puede parecer un bloque homogéneo que aglutina todo el saber que vamos adquiriendo sobre nosotros y nuestro entorno. Tal fue así en los inicios pero, hoy en día, si nos acercamos un poco, veremos que está hecha de un montón de pequeños compartimentos terriblemente especializados. La cantidad de datos que hay que dominar para poder contribuir de una manera significativa a uno de estos campos es ingente y, además, no para de aumentar. Este es el motivo principal por el que los científicos hemos acabado haciéndonos expertos solo en una pequeña parcela, y demasiado a menudo no sabemos muy bien qué pasa en las otras, ni siquiera en las que tenemos más cerca.
Somos conscientes de que esto es un problema que dificulta el progreso. La prueba es que los descubrimientos importantes actualmente los suelen hacer equipos multidisciplinares capaces de integrar habilidades que provienen de campos diversos. Pero no siempre es fácil encontrar la forma de derribar los muros que nosotros mismos hemos tenido que construir para poder procesar mejor el conocimiento que estamos acumulando.
La semana pasada me invitaron al simposio que el Instituto de Bioingeniería de Catalunya, el IBEC, organizaba para celebrar su décimo aniversario. El IBEC es un centro de investigación que, a pesar de su corta vida, ha conseguido aglutinar una masa crítica de talento, mucho de él tan joven y visionario como la misma institución, que genera de forma consistente una producción competitiva a nivel internacional, en áreas tan innovadoras como la nanomedicina. Es un ejemplo a seguir y se debe felicitar a los directores que ha tenido, primero Josep Anton Planell y ahora Josep Samitier, por la buena labor que han hecho.
Una de las conferencias del simposio la dio Thomas Skalak, director de la fundación que Paul Allen montó para promover la investigación. Los estadounidenses nos llevan ventaja en varios temas, no nos debe dar vergüenza admitirlo. Uno de ellos es la ciencia, que está mucho más integrada en el tejido social que en el sur de Europa. La prueba es que las grandes fortunas de Estados Unidos, como el mismo Paul Allen o su compañero en Microsoft, Bill Gates, entienden que la manera más productiva de crear un impacto duradero es invertir una buena cantidad de capital en apoyar la investigación. Algo parecido ocurre en el Reino Unido, donde hay una serie de 'charities' (oenegés) que prácticamente duplican presupuesto estatal.
En cambio, en España, que puede estar orgullosa de ser el país natal del hombre más rico del mundo (actualmente ocupa 'solo' el segundo lugar de la lista), el apoyo privado al sector científico es más bien escaso. Hay algo en la cultura anglosajona que les permite entender la importancia social y económica de la ciencia, mientras que gran parte del Mediterráneo todavía está cómodamente instalado en el "que inventen ellos". Quizá a fuerza de insistir acabaremos rompiendo el círculo vicioso y concienciando un poco las nuevas generaciones.
Otra cosa que hacen bien los americanos es mirar dónde están las fronteras y buscar la mejor manera de cruzarlas. Skalak explicaba que una de las prioridades de su fundación es incentivar el 'blue sky research'. La traducción literal sería la "búsqueda de los cielos azules", y significa apoyar ideas que pueden parecer locas porque se salen de las líneas de pensamiento ortodoxas y aceptadas. También llaman 'thinking outside the box', pensar fuera de la caja. Aunque este enfoque muchas veces no acaba dando ningún fruto útil, un buen número de los grandes avances de la historia se han hecho de esta manera. Es encomiable, pues, que haya personas que quieran jugarsela con inversiones de alto riesgo para cubrir el espacio donde el dinero público no suele llegar.
Pasarme dos días escuchando a los físicos, químicos e ingenieros del IBEC hablando de las nuevas herramientas que están construyendo para la biomedicina me supuso un montón de ideas frescas en la cabeza y me obligó a salir un rato de mi caja para entender cómo trabajan otras disciplinas científicas que persiguen los mismos objetivos.
Es un ejercicio que todos deberíamos hacer de vez en cuando, sea cual sea nuestro trabajo. Fijarse en el cielo azul puede que no te lleve a ninguna parte, pero a veces te puede ayudar a descubrir un universo nuevo. Hasta que no lo pruebes, no lo sabrás. Al fin y al cabo, la humanidad ha llegado hasta donde estamos ahora precisamente porque no nos ha dado miedo lanzarnos de cabeza a lo desconocido. Necesitamos más gente que quiera seguir esta tradición y, sobre todo, que unos cuantos privilegiados tengan la inteligencia de financiar la aventura.
[Publicado en El Periódico, 17/6/17. Versiò en català]
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