Me supo mal que en Irlanda fuera necesario votar el mes pasado si se debía permitir que las parejas homosexuales se casaran. Me parece arrogante que en el siglo XXI todavía nos creamos con el derecho a decidir si podemos discriminar o no a otra persona por el simple hecho de pertenecer a una minoria. La democracia no debería tener nada que ver a la hora de garantizar la igualdad de derechos de todos los humanos: esto no se debe dirimir en las urnas, sino en los tribunales internacionales.Claro que todavía es más triste que en unos ochenta países las relaciones entre personas del mismo sexo estén directamente prohibidas o penadas. O que en la parte teóricamente civilizada del planeta, haya energúmenos que insistan en que la homosexualidad -una característica tan biológica como el color de la piel- no se puede considerar «normal» o «natural».
No creo que ninguno de estos iluminados que ponen el grito en el cielo cuando creen que se está pervirtiendo las leyes de la Naturaleza se haya parado a considerar que lo más antinatural que existe es, de hecho, el ser humano. Si hay algo que vaya en contra del orden establecido es nuestro esfuerzo constante para vivir más y en mejores condiciones. La evolución no había previsto que la mayoría de nuestros hijos sobrevivirían más allá de los primeros cinco años, ni tampoco que sería muy frecuente que llegáramos a edades avanzadas. Esto sí que no es normal. La prueba son todas estas enfermedades terribles para las que la selección natural no nos ha proporcionado defensas efectivas más allá de las primeras tres o cuatro décadas de vida, y que ahora vemos tan frecuentemente por el solo hecho de haber incrementado artificialmente nuestra supervivencia. Por ejemplo el cáncer, que habría de ser una anécdota, como lo es en la inmensa mayoría de los animales salvajes, y no una de las principales causas de muerte en los países desarrollados. Aún es más claro el caso del alzheimer: somos los únicos organismos del planeta en los que se ha descrito esta degradación irreversible.
Esto es culpa directa de habernos convertido en una anomalía biológica. Un trabajo publicado el mes pasado proponía que el alzheimer podría ser la consecuencia de vivir más tiempo de la cuenta con una inteligencia tan elevada como la nuestra. Se ha descubierto que hace entre 50.000 y 200.000 años nuestro genoma fue adquiriendo una serie de cambios en seis genes concretos, todos ellos relacionados con el desarrollo del cerebro. Se cree que esto multiplicó exponencialmente la capacidad de las neuronas de conectarse entre ellas, lo que favoreció que la mente de nuestros antecesores hiciera el salto cuántico que nos ha llevado hasta el hombre moderno. Pero el estudio, dirigido por el doctor Kun Tang, un genetista de Shanghái, dice que estos cambios genéticos serían precisamente los que han dado paso al alzheimer: las nuevas capacidades cerebrales habrían llevado a que la demanda metabólica del tejido se incrementara tanto que con el paso de los años esto haría que las neuronas se fueran dañando progresivamente.
Dicho de otro modo: si continuáramos teniendo la esperanza de vida media prevista para nuestra especie, que ha sido cercana a los 35 años hasta entrado el siglo XX, solo un pequeño porcentaje de afortunados viviría lo suficiente para llegar a superar el límite de resistencia física de un cerebro que siempre trabaja hiperrevolucionado.
Y sin tener que ir a estos extremos, también son muy anormales cosas tan cotidianas como la menstruación y la menopausia, dos conceptos que serían prácticamente residuales si siguiéramos el plan trazado originalmente: la mayoría de mujeres encadenaría embarazos y moriría antes de terminar su época fértil. Por suerte no hay mucha gente que defienda que haya que volver a la prehistoria para no salir de lo que es natural. La gran mayoría aceptamos gustosamente las plagas bíblicas que nos han caído encima por no seguir los mandamientos biológicos, desde los inconvenientes asociados a los ciclos hormonales hasta los elevados riesgos de sufrir alguna degeneración celular.
La historia de nuestra especie es la de la lucha por salir del nicho que la Naturaleza nos había asignado. Hace mucho tiempo que, por suerte, hemos dejado de ser normales y escribimos nuestras propias leyes para no tener que seguir el dictado de la biología. Los avances sanitarios nos han traído vacunas, antibióticos y poblaciones llenas de jubilados. Aunque físicamente un sexo está mejor preparado para cuidar de las crías y el otro para salir a buscar comida, aspiramos a conseguirla igualdad de género en los ámbitos familiar y laboral. Somos los primeros animales que hemos conseguido separar sexo y reproducción. ¿Qué más necesitamos para concluir que la normalidad no es necesariamente un objetivo que valga la pena perseguir?
[Artículo publicado en El Periódico, 14/6/15 (en català).]
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