Los hijos heredan de los padres cosas buenas y malas, como por ejemplo el color de los ojos, la piel y el cabello, una nariz más o menos grande, la predisposición a engordar, algunas habilidades atléticas o la capacidad intelectual. ¿O no? Aunque la mayoría de la gente estaría de acuerdo con esta afirmación, algunos científicos matizarían el último punto. Así como es obvio que la práctica totalidad de nuestros rasgos físicos vienen muy determinados por la mezcla del ADN que recibimos de los progenitores, cuando hablamos de inteligencia, el origen no es tan claro. Es cierto que existe una correlación entre los cocientes intelectuales de generaciones consecutivas de una familia, muchas veces obvia sin que sea necesario hacer medidas muy complicadas, pero, ¿qué parte depende realmente de los genes y qué del entorno?
Esta es una pregunta con muchas implicaciones prácticas, más allá de la simple curiosidad científica. Si el límite de la inteligencia que podemos alcanzar estuviera marcado solo por la agilidad neuronal de nuestros ascendientes, sería inútil esforzarse en mejorar más allá de un punto determinado. En cambio, si todo el mundo puede llegar a ser un premio Nobel, estaríamos desaprovechando el potencial de un montón de personas que no tienen acceso a la estimulación necesaria para llegar tan lejos como podrían. Evidentemente, lo más posible es que haya un punto medio entre el determinismo genético de la primera opción y el conductismo exagerado de la segunda, y esto es precisamente lo que se está intentando definir desde que las mejoras técnicas nos han permitido leer genomas enteros invirtiendo cantidades cada vez más asequibles de tiempo y dinero. La clave es encontrar qué genes pueden hacernos más o menos inteligentes para poder valorar así en qué porcentaje determinan nuestra capacidad cerebral.
Errores metodológicos
Pero de momento, los resultados que se han obtenido resultan poco claros, hasta el punto de que una buena parte de los trabajos que han identificado regiones del ADN posiblemente implicadas en la inteligencia han sido criticados severamente y, en algunos casos, hasta se ha visto que contenían errores metodológicos importantes. Eso sí: los de estudios realizados en gemelos idénticos en los últimos años confirman que el cociente intelectual debe tener un fuerte componente genético.
Además, se sabe que la inteligencia puede variar a lo largo del tiempo, y el hecho de que las capacidades mentales de los niños se correlacionen con las que tienen cuando son adultos se convierte en una prueba más de que debe haber una base genética importante. Y sin embargo, a principios de esta década se vio que las diferencias en el ADN de un grupo de individuos no eran suficientes para explicar las variaciones de la inteligencia que había entre ellos, lo que se ha llamado el «problema de la herencia desaparecida». Si es tan obvio que ciertos genes determinan la inteligencia, ¿por qué no los encontramos?
Amplio estudio de variantes genéticas
El último estudio en este campo, publicado hace unas semanas en la revista 'PNAS' por el doctor Daniel Benjamin y sus colaboradores, ha sido considerado por los expertos uno de los más rigurosos y amplios y, sin embargo, ha vuelto a topar con el problema de dónde se esconden los «genes de la inteligencia». Los investigadores estudiaron las variantes genéticas de más de 106.000 personas y encontraron 69 que están relacionadas con qué nivel de educación habían alcanzado. Un buen principio. Encima, tres de estas variantes se veían también más a menudo en los individuos con cocientes intelectuales más altos. ¿Son estos, pues, los genes 'invisibles' que buscábamos? Lo que pasa es que, a la hora de la verdad, sus efectos resultan muy pequeños: haber heredado dos copias (del padre y de la madre) de una de estas variantes solo haría subir 0,3 puntos el cociente. Es decir, ninguno de los genes identificados determina significativamente por sí solo qué inteligencia tenemos. Si un estudio tan exhaustivo como este no ha encontrado los genes responsables del intelecto, ha llegado la hora de replantearnos las hipótesis.
La explicación más lógica para esta sorprendente falta de datos genéticos que corroboren que la inteligencia se hereda podría ser que hay muchos genes (cientos o quizá miles) que participan. Si fuera así, cada uno de estos genes aportaría únicamente una parte muy pequeña en la suma total, como sugiere el estudio que hemos comentado. Por lo tanto, sería casi imposible descubrir todo el conjunto entero a menos que se estudiaran muchas más personas. El doctor Benjamin calcula que esta cifra debería llegar a ser de al menos un millón de individuos. Quizá algún día llegaremos, quién sabe, pero de momento parece seguir sin saberse en qué rincón del genoma está la información que especifica hasta dónde puede llegar el cerebro.
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