La lucha contra el peligroso atractivo de las seudociencias a veces puede parecer fútil. Por mucho que avance el conocimiento humano y por muy culta que sea una sociedad, parece que nunca dejaremos de ser vulnerables al canto de sirena del pensamiento mágico, sobre todo en momentos críticos. Ya nos podemos afanar apelando al sentido común, que las promesas de quienes pueden hacer, sin tener que demostrar resultados, siempre ganarán la partida a la rigidez necesaria del razonamiento científico. Es normal que cuando alguien busca urgentemente resultados, se sienta tentado por la posible solución inmediata, por muy inverosímil que le parezca, en lugar de esperar un veredicto (a menudo negativo) que es fruto de horas de investigaciones. Resulta tan normal como absurdo, y debemos tratar de evitarlo.
El objetivo de este artículo no es denunciar, otra vez, cómo nos engañan, cómo los medios de comunicación colaboran en la estafa dando voz a los farsantes o cómo profesionales con un título en principio respetable se saltan sin miramientos la barrera del ética. Esto, por suerte, lo hacen regularmente divulgadores como Daniel Closa, Jesús Purroy o J. M. Mulet, entre muchos otros en Catalunya. Busque sus nombres en internet la próxima vez que les quieran vender agua con azúcar para curar todos los males y encontrará suficientes argumentos para tomar una decisión inteligente. Lo que quería comentar es aquel fenómeno del «a mi vecino le funcionó», una máxima que se supone que debe otorgar fiabilidad a cualquier producto y que se usa demasiado a menudo para justificar la eficacia de un tratamiento alternativo. El caso reciente de un amigo ilustra por qué no debemos caer en la trampa de creérnoslo.
Un día, este amigo empezó a tener unos dolores de cabeza severos que no se le iban con nada. Preocupado, pidió hora al médico. Después de probar sin éxito varios fármacos durante semanas, lo envió a un especialista para descartar que no hubiera nada grave. Por suerte, no era el caso. El diagnóstico final fue de dolor de cabeza diario de origen desconocido que resistía todas las intervenciones. Mi amigo estaba contento de no tener un tumor, pero también desesperado porque la cosa no mejoraba con nada. El médico le dijo que lo único que podía hacer era esperar que pasara y le dio una serie de recomendaciones para minimizar el impacto del dolor.
Una persona, sin duda bien intencionada, sugirió entonces a mi amigo que probara un curandero que conocía que equilibraba los chakras, o algo similar, que no perdía nada por probarlo. Él me preguntó qué me parecía la propuesta. Yo le pregunté si creía en esas cosas. Cuando me dijo que no, le recomendée que se ahorrara el tiempo y el dinero. Las terapias de este tipo solo funcionan a través del efecto placebo, una importante (y muy real) reacción psicológica que, a pesar de que no hay que despreciar nunca, tiene unas limitaciones evidentes. En casos de dolor crónico, puede tener un impacto positivo en el estado general, pero a menos que deposites una fe ciega es poco probable que veas ninguna mejora. Así pues, declinó la oferta y se armó de paciencia. En cuestión de poco tiempo el dolor de cabeza comenzó a remitir y ahora está mucho mejor. Como en muchas otras enfermedades, posiblemente nunca sabremos qué la desencadenó ni cómo se solucionó.
Pero, ¿qué hubiera pasado si mi amigo hubiera ido al curandero? Es probable que tanto él como la persona que lo había recomendado hubieran creído que la historia de los chakras había funcionado, aunque no tuviera ninguna explicación lógica, cuando obviamente no hubiera tenido nada que ver con la curación.
Una experiencia positiva, personal o cercana, hace que la gente saque conclusiones precipitadas, y esto es un error. Una relación causa-efecto es muy fácil de inferir pero muy difícil de comprobar. Los científicos tardamos años en poder demostrar si existe o no, y este es un paso que no nos podemos saltar si no queremos caer en trampas como los del ejemplo.
Cuando alguien recomienda un tratamiento apoyándose en anécdotas puntuales, el instinto nos debería empujar a valorarlo con escepticismo, en lugar de dejarnos deslumbrar por el genio que ha de convertir nuestros deseos en realidad. Con la cantidad de información que tenemos al alcance hoy en día, no hay excusa para no investigar si una afirmación está avalada por estudios serios. En ausencia de datos obtenidos con métodos rigurosamente diseñados y controlados, la única manera que conocemos de desentrañar las cosas, la mejor respuesta será siempre «no, gracias». Si tenemos esto presente, tendremos desactivado una de las armas más habituales de los vendedores de humo y estaremos preparados para entender que la ciencia es tan poderosa precisamente porque sabe mantener los pies en el suelo.
[Artículo publicado en El Periódico, 12/7/14. En català]
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