Vivimos tiempos extraños. Nunca antes el hombre ha sabido tanto sobre sí mismo y el mundo que le rodea. Nunca antes la información ha sido tan asequible ni se ha transmitido tan rápidamente. Y, en cambio, estamos a punto de perder lo que hemos ganado y retroceder hasta una nueva época de dominio del oscurantismo más absurdo. La gravedad de la situación se resume en el comentario que un lector escéptico hizo días atrás a una noticia aparecida en la web de un diario: «Yo no creo en Dios, pero tampoco estoy seguro de creer en la ciencia», dijo. La frase es trágica, porque demuestra que la ciencia se empieza a considerar una especie de religión que requiere un acto de fe. Pero lo que enuncia, encaje o no con nuestros deseos, son simplemente conclusiones deducidas a partir de hechos demostrables. Evidentemente que los científicos se equivocan. Ocurre cuando las explicaciones están aún en fase de hipótesis y la interpretación de los resultados debe llenar los huecos que existen. Ahora bien, la validez de los resultados confirmados no depende de nuestra buena voluntad para aceptarlos. Y esto parece que se olvida.
La ciencia jugó un papel básico a la hora de escapar del agujero negro en el que habíamos caído durante la edad media. La generalización del conocimiento permitió reconducir un poder que estaba monopolizado por quienes decían tener la verdad absoluta. La ignorancia es un arma poderosa para oprimir, y la democratización del saber contribuyó de manera esencial a desestabilizar las estructuras absolutistas. El problema es que la creciente complejidad de la ciencia lo está convirtiendo en inasequible. Cuanto más sabemos, más nos alejamos los científicos de la sociedad y más recordamos a los alquimistas medievales que traficaban con magia y ocultismo, personas con un poder incomprensible y, por tanto, peligroso. Se nos ha acabado otorgando el papel de los místicos que reclaman una creencia ciega.
Y así nos encontramos con que el péndulo se acerca hacia el otro extremo. La ciencia ya no nos permite ir contra el sistema: es parte del sistema. A menudo es percibida, qué ironía, como una herramienta de manipulación al servicio de las élites políticas y económicas. Por ejemplo, desconfiamos de los productos que nos venden las farmacéuticas porque les permiten ganar dinero a espuertas. Esto es suficiente para desestimar todo el trabajo que hay detrás y entregar nuestra confianza al primero que nos ofrece una alternativa que va contra el statu quo, del que ahora los científicos parece que son parte connivente. Así es como se han montado industrias billonarias en torno a productos que solo están avalados por la superstición.
Es curioso que esto no nos parezca tan mal. Que alguien se enriquezca embotellando el efecto placebo y vendiéndolo a precio de oro es tolerable siempre y cuando nos proporcione una explicación fácil de entender. No es necesario que esté apoyada por ningún tipo de lógica ni de datos sólidos: es más fácil suplir hechos por fantasía si esto hace que no sea tan críptica. Lo vemos como una manera de desafiar al poder establecido, y por lo tanto debe ser bueno. Pongan en cualquier debate un personaje que cuestione la versión oficial y verán como automáticamente atrae las simpatías de la audiencia, por muy absurdas y demagógicas que sean sus posiciones. Tendemos a fijarnos más en el aura que proyecta el individuo que en la calidad de sus argumentos. Dudar de lo que las autoridades nos presentan como cierto es una característica positiva de los seres humanos, pero hay que practicarla con sabiduría, vigilando que eso no haga que nos lancemos ciegamente en manos del primer iluminado que, honestamente o no, nos quiera hacer comulgar con ruedas de molino.
¿Cómo acabará todo? Mal, si no encontramos una solución. Ya hemos visto un aumento del número de muertes y sufrimientos innecesarios debido a la ignorancia y a escuchar a las personas equivocadas. Hace unos años fue la epidemia de sida en Sudáfrica, amplificada por un ministro de Salud que no creía en el VIH. Ahora los talibanes asesinan a trabajadores sanitarios para evitar que vacunen a los niños contra la polio en Pakistán. Tenemos ejemplos más cercanos, como el sorprendente rebrote de enfermedades infantiles en las zonas industrializadas por culpa de unos padres que rechazan las vacunas. Etcétera.
Hay que encontrar soluciones. Los científicos debemos bajar de los pedestales en los que creíamos que éramos permanentemente reverenciados y recuperar la confianza del público. Lo haremos mejorando la manera de comunicarnos. Pero la gente también debe tratar de no dejarse convencer por la propuesta que suene mejor y entender que la verdad no siempre tiene el aspecto más atractivo. Si nos esforzamos todos un poco, conseguiremos que nuestra especie mantenga la trayectoria ascendente que inició hace unos cuantos miles de años.
El Periódico, Opinión, 23/03/13. Versió en català.
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