El 14 de febrero los catalanes tenemos una cita con las urnas. Son unas elecciones importantes: un Govern en funciones, descabezado por la inhabilitación de su ‘president’ y debilitado por desavenencias entre los socios, no tendrá nunca suficiente fuerza para hacer bien su trabajo. Pero esta necesidad política choca con la realidad epidemiológica. Aunque Catalunya está en fase de descenso de la tercera ola de la pandemia, aún falta para que los indicadores vuelvan a un nivel razonable. La Rt no baja de 0,9 desde finales de noviembre, el riesgo de rebrote continúa por encima de los 400 (más de 100 se considera alto) y la incidencia acumulada a 14 días todavía supera los 500. En estas condiciones, ¿se debería votar?
Hay tres maneras de responder a la pregunta. Desde el punto de vista político, hay una urgencia que hay que solucionar, pero también una serie de cálculos interesados que hacen que unos partidos prefieran acelerar y otros chutar el balón adelante, hacia un futuro indeterminado que nadie puede garantizar que será mejor. Desde el punto de vista científico, sería prudente esperar, pero solo un poco. Al ritmo actual, dentro de aproximadamente un mes el número de casos se habrá reducido de manera sustancial, y el riesgo de contagio debido al movimiento masivo de personas será bastante menor. Es entonces, antes de que empiece una cuarta ola que predicen muchos modelos, que sería el mejor momento para votar. Pero ya hemos visto que la discusión entre estas dos facciones es estéril, porque hay una tercera vía que se acabará imponiendo: la jurídica.
Desde el principio de la crisis, ha habido un desfase entre lo que hay que implementar para preservar la salud de la población y lo que la ley permite hacer. En los países democráticos, los derechos fundamentales son un bien que hay que proteger. Pero en situaciones de emergencia como esta, la salud no puede quedarse en segundo plano, por lo que es necesario adaptar la normativa con rapidez a la realidad del momento. Sabemos que hay mecanismos para hacerlo, por lo tanto lo que ha fallado es la visión, la voluntad y la coordinación de quienes tienen el poder para hacer estos cambios. Lo que pasa entonces es que el tribunal que tiene la última palabra sobre cómo se hacen unas elecciones debe tomar decisiones según unas leyes que ya no encajan con lo que es mejor para los ciudadanos. El aparato jurídico-legal debe ser un eslabón más en los esfuerzos para evitar en lo posible los contagios, no puede ir en contra de lo que debería ser el objetivo primordial en una pandemia: salvar vidas.
Por desgracia, el sistema obliga a que las elecciones se hagan el 14-F, aunque epidemiológicamente hablando no tenga mucha lógica. Esto se debería haber previsto, y haber dirigido desde el principio las energías al plan B: conseguir que la jornada electoral sea lo más segura posible. Se ha perdido un tiempo precioso con el tema de la fecha, y las posibilidades de realizar acciones complejas se han ido reduciendo. Además, los gestores tienen un trabajo muy complicado, atrapados entre lo que les piden los científicos y lo que les permiten las leyes. Por todo ello, algunas de las opciones más obvias desde la óptica sanitaria (un confinamiento previo de un par de semanas para acelerar la descarga, urnas móviles, más de un día de votación, incentivar y facilitar más el voto por correo, turnos más cortos en las mesas, tandas de votaciones, aún más colegios electorales y en espacios más amplios y ventilados ...) no son factibles.
Entonces, ¿es prudente ir a votar el 14-F? Partiendo de que el riesgo cero solo existe si te quedas en casa, parece que se está haciendo todo lo posible para limitar los problemas el día de las elecciones. Pero hay dos agujeros negros que no se han resuelto todavía. Uno es asegurar que en las mesas no hay personas vulnerables (o que conviven con una). Serán los que estarán más expuestos, por eso deberían ser jóvenes y sanos, para minimizar complicaciones. Pero el reto clave es el de los positivos. Alguien que tiene el covid-19 y, por tanto, puede contagiar, no debe salir a la calle bajo ningún concepto. El peligro que esto representa para la salud de todos los ciudadanos no es aceptable, porque no hay ningún conjunto de medidas suficientemente efectivas para garantizar que no propagarán la enfermedad.
Es esencial respetar el derecho a voto de todos, pero no al precio de jugar con la vida de los demás. Las prioridades deben estar claras. Por eso es importante no caer en el derrotismo o el conformismo y buscar alternativas. Si no, el peligro es que la gente tenga miedo de salir a hacer oír su voz, y eso sí sería una perversión intolerable del proceso democrático.
[Publicado en El Periódico, 9/2/21. Versió en català.]