Una vez más, las predicciones se cumplen: empezamos el año enfilados en una tercera ola pandémica de dimensiones considerables. La han alimentado sobre todo la reticencia de los políticos a imponer restricciones durante las fiestas, a pesar de la insistencia de los científicos, y la incapacidad de cierta gente de actuar con suficiente sensatez. Es justo repartir las culpas equitativamente.
La situación actual asusta. En el Reino Unido acumulamos récords de contagios y cifras de muertes diarias por encima las de la primera ola. Las razones del descontrol no son claras. Boris Johnson lo atribuye a la nueva variante del virus, que se ha convertido en prevalente con rapidez y parece ser más infecciosa, pero hay un componente de mala gestión que no se puede obviar. Todavía no sabemos cuál de las dos cosas, mutación o incompetencia, ha tenido más peso en el desastre.
Las olas anteriores nos han enseñado que no podemos quedarnos mirando a los vecinos sin hacer nada, porque Europa es demasiado pequeña y el virus demasiado rápido. Ya estamos viendo que la tendencia al alza se está extendiendo por el continente. Los científicos normalmente pedimos prepararnos para la peor de las posibilidades (en este caso, un tsunami como el británico) pero los dirigentes prefieren esperarse por si acaso hay suerte y se pueden ahorrar medidas que tienen un alto coste político. Lo que pasa es que esta estrategia reactiva (proponer soluciones cuando hay un problema) tiene un precio más elevado en vidas que la vía proactiva (anticipar el problema y poner medidas para minimizarlo).
Por desgracia no podemos esperar que las vacunas nos salven de este pico, porque sus efectos tardarán meses en verse. El inicio de la campaña de vacunación ha sido más lento de lo que se esperaba, incluso en los países que se han organizado bien. Cogeremos velocidad a medida que limemos las imperfecciones del plan y se añadan más vacunas a las que ya han sido aprobadas pero, a pesar de todo, los anuncios triunfales de tener la mayor parte de la población protegida en verano ahora se ven demasiado optimistas.
Parece, pues, que 2021 será otro año difícil, cuando menos la primera mitad. Es cierto que hemos aprendido mucho en estos meses. Sabemos cómo tratar a los enfermos graves, cómo rastrear el virus y como predecir la evolución con más exactitud. Pero la situación se complica porque todos sufrimos lo que denominamos fatiga pandémica. Los ciudadanos estamos hartos de hacer sacrificios que no sirven de nada, porque cuando nos relajamos volvemos al punto de partida. Los sanitarios están física y mentalmente exhaustos de estar permanentemente de guardia. Los políticos están hartos de estar en el ojo del huracán, teniendo que tomar decisiones imposibles y recibiendo palos por todas bandas cuando no consiguen nadar y guardar la ropa. Y los científicos nos estamos cansando de anticipar los problemas y que nos ignoren o se rían de nosotros.
Cuando, a principios de diciembre, unos cuantos empezamos a sugerir que repensáramos la Navidad para evitar una situación como la que tenemos ahora, nos tildaron de exagerados y nos echaron la caballería por encima en redes y tertulias. Ha vuelto a pasar ahora con la propuesta de retrasar unos días la vuelta a la escuela para parar el golpe de los posibles contagios por las fiestas. Las tradiciones y los niños son temas que provocan reacciones viscerales, es comprensible. No lo es tanto el escarnio público y las descalificaciones personales de profesionales de la salud o la comunicación que parece que no entiendan como funciona la ciencia: debatir de una forma ponderada ideas que se han erigido sobre datos sólidos es necesario para poder avanzar cuando hay dudas, normalmente encontrando soluciones de consenso. Pero todavía desgasta más ver como quienes gobiernan ni tan siquiera quieren plantearse alternativas a la vía oficial. Alguien se ha quejado de la confusión que crea que los debates científicos se hagan en las redes o en los medios, pero es la única alternativa que queda cuando no se pueden hacer en los despachos de los ministerios.
La incertidumbre es el motor de la ciencia y el progreso. Cuando tenemos suficientes datos para entender una realidad, el camino a seguir está claro. Si no, lo que hace falta es escuchar todas las voces que proponen teorías razonables y, juntos, encontrar la salida más plausible para poder avanzar. Así tenemos menos posibilidades de equivocarnos que ahogando las voces que no encajan con las expectativas que nos hemos hecho. Los científicos lo tenemos claro, pero si no conseguimos que todo el mundo lo entienda, nos esperan unos meses complicados: para salir de la pandemia hemos de trabajar juntos y no dejar que el interés político y los personalismos nos distraigan.
[Publicado en El Periódico, 18/1/21. Versió en català.]