Uno de los inventos más fascinantes de la humanidad es el concepto de igualdad, entendido como la culminación de una ideología teorizada ya en tiempo de los griegos antiguos, filtrada por los cambios iniciados en la Revolución francesa y desarrollada a fondo por el socialismo. Es un desafío descarado a la naturaleza: pervierte el sistema piramidal propio de los primates, con sus machos alfa acaparando poder y el resto repartiéndose las migajas, proponiendo una equiparación de derechos y oportunidades que va en contra de las leyes biológicas de nuestra rama de la evolución.
Porque aunque nos guste pensar lo contrario, las desigualdades no aparecieron cuando las sociedades se agrandaron y modernizaron, sino que nos venían dadas como parte del legado biológico de nuestros ancestros y, en todo caso, las hemos ido suavizando a medida que nos civilizábamos. Incluso antes de haber inventado la escritura ya se nos había ocurrido el tema de las castas, porque se han encontrado rastros de esta jerarquización en los inicios de la edad de bronce.
En un artículo reciente de la revista 'Science', un análisis genético de los restos de unos humanos que vivieron hace 4.000 años en el sur de Baviera demuestra que, dentro de un mismo hogar, vivían individuos de diferentes estatus. Mientras que los presuntos amos de la masía y sus descendientes eran enterrados con ornamentos lujosos y joyas, como correspondía en las clases altas de la época, a su lado han encontrado los que posiblemente eran sus esclavos o sirvientes, con quienes no tenían ningún vínculo biológico. Además, algunas mujeres ricas provenían de otras zonas, como indican ciertos marcadores genéticos, lo que sugiere que cuando se casaban tenían que dejar su entorno y pasaban a depender del marido.
Estos estudios sugieren que la estratificación de los humanos ya se hacía por motivos sanguíneos (y en detrimento de las mujeres) cuando vivíamos todavía en pequeños grupos, mucho antes de que aparecieran las estructuras sociales complejas propias de los entornos urbanos. La costumbre de considerar que unos son mejores que otros por el simple hecho de haber yacido en esta o aquella cuna todavía se mantiene en todo el mundo, aunque más diluida y no tan evidente. A pesar de que podemos encontrar vestigios arcaizantes de las variantes más extremas de estos hábitos, en forma de las tradiciones nobiliarias y monárquicas, las clases sociales son ahora más permeables. La causa es la implantación de los principios socialistas en el mundo civilizado, que fue haciendo que los privilegios de las élites se fueran moderando en favor de unos derechos humanos mínimos y universales.
Los efectos de esta revolución se han mantenido gracias a la fuerza del derecho a voto. Pero seguramente los promotores de la democracia no se pensaron nunca que los esfuerzos por empoderar al pueblo darían resultados como los que estamos viendo últimamente. La clave del sufragio universal es que desequilibra la balanza hacia los estratos desfavorecidos, porque siempre serán más numerosos. En un sistema donde la mayoría impone su hoja de ruta, la oligarquía tendría que tener los días contados. Y, en cambio, esto no pasa. Por motivos difíciles de entender, parece que a una parte del pueblo no le importa dejarse llevar por el campo magnético de la historia y gravitar felizmente hacia los organigramas injustos de toda la vida. ¿Con qué lógica se explica, por ejemplo, que buena parte de la clase baja americana votara con fe ciega a un representante prototípico de las élites extractivas como es Donald Trump?
Los efectos de esta revolución se han mantenido gracias a la fuerza del derecho a voto
Una cosa similar ha pasado en Brasil y está pasando en Europa. No hace falta mirar mucho más lejos que las últimas elecciones generales españolas. Hemos visto que se votaba a nobles encabezando listas de territorios que ni siquiera conocen o a políticos que pregonan un retorno a unos valores más propios de tiempos feudales, con la pérdida de una serie de las libertades que nos tendrían que parecer innegociables. Es sorprendente que el electorado caiga en unas trampas tan groseras. Especial mención merecerían todos los que regalan su voto a los partidos que los consideran ciudadanos de una categoría inferior, que no son ni mucho menos un número anecdótico. Parte del problema es también que políticos que, en principio, tendrían que actuar buscando el máximo beneficio por los trabajadores, acaben pasándose tranquilamente al otro lado llegando al punto de que se plantean la posibilidad de que una puerta giratoria les proporcione una jubilación anticipada y holgada.
Los humanos creamos la democracia para que fuera la gran equilibradora, no para dar alas a los que quieren volver a la edad de bronce. A ver si aprendemos a usarla bien de una vez.
[Publicado en El Periódico, 18/11/19. Versió en català.]