En la mayoría de las historias de ciencia ficción en las que aparecen extraterrestres, ya sean escritas o en algún medio audiovisual, los alienígenas tienden a ser diseñados siguiendo criterios antropomórficos (parecen humanos disfrazados, para entendernos) o, como mucho, mezclan elementos de varios animales conocidos para construir bestias frankensteinianas que parecen salidas de una alocada sesión de patchwork biológico. Pero es muy posible que cuando encontramos los primeros organismos de fuera de este planeta no tengan nada que ver con todo esto, sino que sean simples microbios.
Al fin y al cabo, los microorganismos de la Tierra son mucho más abundantes que todos los demás seres vivos juntos, y es lógico pensar que si hay vida en otros rincones del universo habrá comenzado también en formato unicelular, que es el más simple, igual que aquí. Qué caminos habrá seguido después ya es más difícil de imaginar, porque las opciones son infinitas, pero al menos podemos presuponer que el punto de partida se parecerá al nuestro. En lugar de hombrecillos verdes, pues, deberíamos estar especulando sobre bacterias y virus que cruzan el espacio sideral a lomos de un cometa, que sería un escenario más realista.
Pero no necesitamos salir de la atmósfera para toparnos con formas de vida que no hemos visto nunca antes. Sabemos que solo hemos descubierto una pequeña fracción de los microbios con los que compartimos la Tierra: cerca de nosotros se esconden millones de seres que aún no hemos conseguido describir y que es muy posible que nunca llegamos a catalogar por completo. Este es un hecho conocido desde hace tiempo, pero lo que no esperábamos era que, a parte de los microbios que habitan la superficie del planeta con nosotros, bajo nuestros pies había todo un universo microscópico escondido que esperaba a ser descubierto.
Este ha sido uno de los regalos de esta Navidad para los biólogos: hace unas semanas se anunciaron en un congreso los resultados de los últimos diez años de investigación de un equipo de 1.200 científicos de 52 países, llamado Deep Carbon Observatory, que, entre otras cosas, han estado buscando formas de vida invisibles. El truco ha sido mirar dentro de la Tierra, no encima. Los científicos han utilizado sondas para perforar hasta cinco kilómetros de profundidad y allí han encontrado un ecosistema vasto y riquísimo que sobrevive en condiciones que nosotros consideraríamos extremas: sin luz, con muy pocos nutrientes y con altas temperaturas y presiones. A partir de estas observaciones han estimado que bajo el suelo hay hasta 23.000 millones de toneladas de microorganismos, que juntos pesarían cientos de veces más que todos los humanos. Algunos de las bacterias que se han encontrado parece que han sobrevivido miles de años, usando un metabolismo de mínimos, un hecho insólito.
Una peculiaridad de este complejo reino biológico acabado de detectar es que no la ha pisado ningún humano. Lleva, pues, milenios evolucionando al margen de nuestra actividad. A pesar de que hemos alterado sustancialmente la corteza del planeta, no parece que hayamos tenido gran influencia en los millones de organismos que viven dentro y que, hasta ahora, nos habían pasado desapercibidos. Esto hace pensar que si algún día nos extinguiéramos todos los animales, e incluso las plantas, el planeta seguiría vertiendo vida en millones de formas diferentes, confortablemente protegida bajo kilómetros de tierra y rocas, sin ni siquiera necesitar la energía del sol. Aunque, evolutivamente hablando, los humanos somos muy complejos, no somos ni mucho menos los organismos más abundantes ni los más resistentes. Si desapareciéramos, el planeta no nos echaría mucho de menos.
Los trabajos no se publicarán hasta dentro de unos meses y entonces sabremos todos los detalles de las nuevas investigaciones, que solo recogen una pequeña muestra de todo lo que se esconde en el interior de la Tierra. En todo caso, podemos decir que es fascinante que, a pesar de todos los siglos que llevamos escudriñando los cinco continentes, aún haya zonas vírgenes cargadas de tesoros inimaginables.
La exploración del espacio es un sueño antiguo de la humanidad, pero plantea una serie de retos difíciles de resolver a corto plazo. El principal es la enormidad de la escala de distancias que se utiliza a nivel interplanetario, muchos órdenes de magnitud superior a lo que nos es conveniente. Mientras tanto, caminamos sobre un mar de vida inexplorada que esconde mil sorpresas más. Todo esto demuestra que no conocemos todavía bastante bien la casa que hemos poblado. Para los biólogos, posiblemente sea más productivo mirar menos hacia las estrellas y más hacia el suelo que pisamos.
[Publicado en El Periódico, 05/01/19. Versió en català.]