La humanidad ha inventado pocos conceptos tan estúpidos como el de la pureza de la raza. Sin embargo, tiene lógica que la idea se implantara en las sociedades primitivas, porque es una manera de reforzar la idea de pertenecer a una comunidad. Cuando la supervivencia dependía de la fuerza del grupo con el que convivimos, cualquier truco que ayudara a estrechar los lazos que te motivaban a defenderte de otras tribus incrementaba la esperanza de vida. Una consecuencia fue prohibir los emparejamientos fuera del clan, y de ahí nació la idea absurda que unas combinaciones genéticas son mejores que otros.
A medida que nos fuimos civilizando, esta compartimentalización dejó de ser necesaria, pero la sensación de identidad ya no nos ha abandonado nunca. Por ello, el hecho de sentirnos parte de una familia, un pueblo, un país, un continente o incluso de un equipo de fútbol aún determina las alianzas que formamos y cómo nos relacionamos con los vecinos. Y, por desgracia, en algunos casos justifica comportamientos violentos. Llevarlo al extremo y no querer mezclarse con otros grupos étnicos sabemos ahora que es un error grave, biológicamente hablando, porque si los genes de una población no se airean (mezclándose con los de individuos que no sean parientes), empiezan a aflorar un montón de enfermedades normalmente escondidas en el genoma. El ejemplo más claro es el de la realeza europea que, como hasta hace poco aún insistían en casarse entre ellos, consiguieron que todo tipo de trastornos hereditarios se les instalaran al árbol genealógico.
La pureza biológica, pues, no es deseable desde el punto de vista evolutivo. Por eso los humanos siempre hemos tendido instintivamente a ir en dirección contraria. Somos mestizos por definición. Los análisis de ADN nos han permitido deducir que nuestros antepasados se habían reproducido con neandertales, una especie diferente de homínido que terminó extinguiéndose. Del mismo modo, se sabe que una tercera rama de homínidos primitivos igualmente desaparecida, los de Deníssova también han dejado huella en nuestro genoma. La teoría actual dice que decenas de miles de años atrás, los humanos, los neandertales y los deníssovans cruzaron varias veces entre ellos. Hace poco se dio a conocer el análisis genético de una adolescente muerta hace 90.000 años que tenía una madre neandertal y un padre de Deníssova, la hija de unos Romeo y Julieta que no deberían ser ni mucho menos los únicos a saltarse las convenciones sociales de la época.
El hombre moderno es todo menos genéticamente puro y hoy en día solo quedan algunos iluminados que crean que es buena idea aislar genomas. El problema que sacude todo Occidente es más grave, porque tiene que ver con la pureza cultural y esta es más difícil de desmontar. A pesar de que un continente envejecido como el nuestro necesita importar individuos jóvenes, muchos ven la llegada de inmigrantes y refugiados con recelo. El miedo no es tanto la contaminación de una línea genética como la dilución de una identidad cultural. El hecho de que los recién llegados provengan de tradiciones estructuralmente muy diferentes, algunas socialmente atrasadas varias décadas, dificulta las mezclas. Y si los movimientos migratorios se hacen a trompicones y no de una forma escalonada, facilitan la creación de guetos que impermeabilizan aún más los grupos. La solución no es sencilla, pero hay que encontrar urgentemente.
Mi generación ha crecido pensando que la humanidad siempre iría adelante. Un repaso a la historia sugería que cada vez sabemos más, vivimos mejor y somos más justos. La ciencia nos ha permitido ganar la batalla a la ignorancia y hemos dejado de confiar en la magia para guiar nuestros pasos. Pero ahora da la sensación de que estamos sobre un péndulo y que, tras alcanzar un máximo, hemos empezado un retorno que no sabemos hasta dónde nos llevará. Pensábamos que habíamos dejado atrás el populismo y el fascismo, que eran cosas que solo pasaban en países que todavía no habían hecho la última revolución intelectual. Ahora vemos que los que nos creíamos civilizados no estábamos libres de estos virus. Los últimos resultados electorales en Austria y ahora en Suecia son un toque de atención, pero ha habido otros. El uso interesado que se ha hecho de la xenofobia para promover una tendencia de voto concreta, por ejemplo en el referéndum del 'brexit' o las elecciones presidenciales americanas (con un eslogan, 'America first', sacado directamente del tiempo de las cavernas que describíamos antes ), demuestran que no nos podemos dormir, o nos encontraremos que nos comportamos más como cangrejos que como una especie inteligente.
[Publicado en El Periódico, 15/09/18]