Hace unos meses, en el debate posterior a una mesa redonda en la que participaba, discutimos sobre el impacto de la ciencia en la sociedad. En respuesta a una intervención del público, dije que la ciencia es la nueva filosofía. Esto no cayó muy bien a unos filósofos que había en la audiencia, que enseguida fruncieron el ceño. Pero, más allá de los ánimos de provocar, realmente pensaba, y aún pienso, que la afirmación es cada vez más cierta. Para empezar, la definición etimológica de filosofía, el amor al saber, se puede aplicar literalmente a cualquier ciencia moderna. Todo los que hacemos los científicos tiene como objetivo ensanchar la base del conocimiento humano, si bien muchas veces se nos pide que, aparte del puro placer de saber, intentemos encontrar también algún uso práctico a nuestros descubrimientos. Pero más allá de juegos semánticos, la filosofía, desde sus inicios, siempre ha estudiado una serie de problemas fundamentales relacionados con nuestra singularidad, desde los dudas existenciales a los misterios de cómo funciona la mente, y muchos de ellos los hemos heredado los científicos.
Los filósofos clásicos intentaban contestar estos preguntas con teorías que, en muchos casos, estaban apoyadas solo en intuiciones. Eran hipótesis imposibles de validar, por eso tenían tanta relevancia como cualquier aseveración religiosa. Precisamente los escolásticos estuvieron más de seis siglos rigiendo el pensamiento occidental queriendo usar la religión para descodificar el universo. La irrupción del método científico, popularizado por Aristóteles pero solo implementado seriamente a partir del siglo XIX (o tal vez a partir de Popper), deslegitimó las disquisiciones sin fundamentos sólidos, emitidas desde disciplinas variadas, y estableció las normas para hacer avanzar el conocimiento que hemos seguido desde entonces. Y es así como intentamos resolver los mismos problemas que ya atormentaban a los sabios griegos hace más de 2.500 años, pero ahora, por primera vez, tenemos la oportunidad de llegar hasta el final.
Una prueba que apoya la teoría de que la ciencia ha fagocitado parte de la filosofía es la investigación sobre la conciencia. Los filósofos fallaron a la hora de explicar por qué los humanos somos los únicos seres vivos que sabemos que existimos, y ahora la neurobiología ha tomado el relevo. Lo primero que ha hecho es intentar localizar la conciencia para que, una vez hemos conseguido disipar la niebla que el misticismo y la religión han aportado a la historia del pensamiento humano, hemos entendido que todo lo relacionado con el hombre tiene una base biológica. Trabajos como los de Christof Koch y Francis Crick (que, después de resolver la estructura del ADN buscó un reto científico aún más fenomenal) nos han permitido comenzar a construir un mapa neuronal de la conciencia. Así, sabemos que las experiencias conscientes se originan en el córtex posterior del cerebro y las áreas parietal occipital y temporal son probablemente el núcleo central. Pero, a pesar de todo, aún nos quedan muchas dudas, que tardaremos años en resolver.
Si conseguimos algún día describir la arquitectura neuronal que nos hace conscientes, y esto no parece del todo imposible, el siguiente paso sería reproducirla. Pero puede que esto lo consigamos incluso antes de entenderla. Hace décadas que los laboratorios mantenemos vivas células humanas en platos de plástico, fácil de hacer mientras tengan los nutrientes y las condiciones ambientales adecuadas. Más recientemente se ha intentado hacer crecer tejidos enteros, conjuntos de células de diferentes tipos actuando coordinadamente, que es más cercano a lo que vemos en los seres vivos. Son modelos de trabajos muy útiles para estudiar enfermedades y tratamientos. El paso siguiente es construir órganos tridimensionales en el laboratorio.
Como esto será difícil, especialmente en el caso de los más grandes como el hígado, el riñón o el cerebro, de momento se ha optado por los llamados 'orgánulos', que vendrían a ser una versión en miniatura. Aunque no son tan complejas, los pequeños orgánulos son capaces de realizar algunas de las funciones del órgano que intentan imitar. Y sí, ya se ha intentado crear minicerebros en el laboratorio, sobre todo para estudiar cómo se conectan las neuronas entre ellas.
¿Cuánto queda para que, un buen día, un grupo de neuronas en un plato se den cuenta de que están vivas? Quizá mucho todavía, pero seguro que pasará antes en orgánulos que no en ordenadores, aunque en la ficción siempre son estos los que se acaban rebelando. ¿Estaremos alguna vez preparados como sociedad para crear entidades conscientes? Puede que empezamos a hablar antes de que sea demasiado tarde.
[Publicado en El Periódico, 14/7/18]