Como todos los seres vivos, los humanos estamos sujetos a las normas de la evolución, enunciadas por Charles Darwin pronto hará 160 años. Lo que nos diferencia de los otros habitantes del planeta es que hemos encontrado la manera de engañar a la selección natural. Ya no nos tenemos que someter a la tiranía de la supervivencia de los más fuertes y hemos aprendido a vencer las enfermedades, para prolongar así la esperanza de vida hasta conseguir que la vejez sea un hecho habitual y no una excepción. Tampoco tenemos que temer a los depredadores que tendrían que mantener nuestra población dentro de unos límites tolerables para el ecosistema.
Pero, además, hemos desarrollado las herramientas para pasar a un nivel superior: somos capaces de perfeccionar la humanidad, individuo a individuo, sin tener que esperar los millones de años que tarda la evolución en hacer su trabajo. Tenemos en las manos la posibilidad de mejorarnos utilizando los adelantos científicos, de introducir cambios físicos e intelectuales que nos den poderes que la naturaleza no había previsto.
Mientras que a algunos les asusta esta perspectiva, otros creen que estamos obligados a hacer lo que haga falta para extender al máximo la cantidad y la calidad de vida de los humanos. Esto es lo que propone el transhumanismo, una corriente intelectual que empezó a principios del siglo XX, cuando todo esto todavía era ciencia ficción, y que tomó cuerpo hacia los años 50. Pero no ha sido hasta la llegada de los últimos descubrimientos biomédicos cuando el movimiento realmente ha estallado, y la posibilidad de crear poshumanos, individuos perfeccionados artificialmente que podrían llegar a considerarse una especie diferenciada del Homosapiens, ha empezado a ser valorada como una opción real.
La oficina barcelonesa del Club de Roma, dirigida por Jaume Lanaspa, está organizando desde hace unos meses unas mesas redondas, coordinadas por el filósofo Francesc Torralba, para discutir precisamente el impacto del transhumanismo en la sociedad. Tuve la suerte de poder participar en una de ellas hace unas semanas, junto a Luis Serrano, director del Centre de Regulació Genòmica, y con la contribución de expertos en ámbitos muy diversos. Hay que felicitar los responsables del ciclo por poner este tema al alcance de todos. La ciencia avanza muy rápido y, si no nos espabilamos, la sociedad no tendrá tiempo de asimilar todos los cambios fenomenales que están a punto de irrumpir en nuestras vidas.
La participación en este debate de un público muy informado es esencial, porque si una cosa quedó clara en aquella sesión es que será difícil ponernos de acuerdo. Decidir cómo será el hombre del siglo XXII, porque al fin y al cabo esto es lo que estamos discutiendo, es una tarea que apela a nuestras raíces culturales más profundas, cosa que hace prever que no podremos establecer nunca una normativa universal. Así, puede ser que aquí prohibamos ciertas manipulaciones peligrosas (por ejemplo, cambiar los genes de alguien antes de nacer, una línea roja que mucha gente comparte) pero que se pueda coger un avión y llevarlas a cabo en algún lugar donde su ética les permita leyes más relajadas.
Esto no quiere decir que tengamos que cerrar la puerta a las innovaciones por miedo a que se pueda hacer un mal uso, al contrario. Ya he defendido otras veces que toda medicina es, en el fondo, una forma de transhumanismo. Así hemos creado la primera versión de los poshumanos, los que habitamos el planeta actualmente, que, gracias a la ciencia, tenemos muy poco a ver con nuestros antepasados cavernícolas, tanto a nivel físico como intelectual. Ahora falta considerar con calma hasta dónde queremos que llegue el posthumano 2.0. Algunas corrientes del transhumanismo presentan alternativas radicales que quizás se tendrían que modular.
El immortalismo, por ejemplo, propone perseguir la vida eterna, una cosa que, hoy por hoy, es imposible, pero que si alguna vez lo deja de ser podría desestabilizar definitivamente el planeta. Sin ir tan lejos, un transhumanismo libertario, que deje en manos del usuario todas las decisiones, tiene el riesgo evidente de crear una humanidad de “dos velocidades”, donde las posibilidades económicas puedan determinar a qué especie perteneces.
Habrá que discutir bien todas las opciones. Iniciativas como la del Club de Roma tendrían que ser cada vez más frecuentes, hasta que llegue el momento en que todo el mundo esté bastante informado sobre el tema como para participar en la inevitable toma de decisiones que se acerca. Y es necesario que surjan más desde la sociedad civil que desde el mundo científico, porque a pesar de que nosotros proporcionamos las herramientas, acordar cómo las usamos es responsabilidad de todos.