Uno de los momentos clave de la historia fue descubrir que todos los seres vivos están hechos de células, que no somos una sola entidad sin fronteras internas sino un complejo rompecabezas de piezas muy diversas. Lo es claramente desde el punto de vista médico, porque ha permitido entender que un organismo deja de funcionar correctamente porque lo hacen algunas de sus partes microscópicas. Enfermamos porque nuestras células enferman. Esto ha resuelto muchos enigmas abriendo la puerta a la era de la biomedicina, una manera de entender la salud que nos ha llevado a las terapias dirigidas, los tratamientos moleculares o la medicina personalizada. Son formas de admitir que para curar a un individuo tenemos que solucionar los problemas de las unidades que lo forman.
Reconocer que somos como un cúmulo de células también es un punto de inflexión desde el punto de vista filosófico. Darnos cuenta de que el cuerpo se puede fragmentar en millones de pequeños módulos independientes, que tienen un sentido vital por sí solos, nos ha permitido encarar nuestra existencia de forma más humilde. Grandes disquisiciones sobre el pensamiento y la conciencia, que habían ocupado largas horas a los sabios, cambiaron radicalmente cuando supimos que lo que nos hace humanos está definido por unas neuronas perfectamente sincronizadas e interconectadas, regidas por las mismas normas que cualquier otro fragmento de materia.Ya no necesitamos buscar explicaciones sobrenaturales a lo que la bioquímica y la genética pueden justificar por sí solas. El estudio del saber siempre ha sido un ejercicio de antropocentrismo, para el que los humanos ocupamos el vértice de la pirámide intelectual de este planeta, pero la biología tiene esta habilidad de ponernos en el lugar que nos corresponde: nos permite describir de una manera física todas estas habilidades que siempre nos han hecho sentir como unos escogidos.
Más de una vez he discutido con un buen amigo científico si hemos de considerar al ser humano como la máxima meta de la evolución. Todo depende de qué definiciones usamos, claro. Sin duda, el hecho de ser los únicos seres vivos conscientes de nuestra existencia y de nuestra mortalidad nos da una ventaja en muchas de las clasificaciones posibles. Y también se puede argumentar que un ser vivo capaz de crear belleza tan solo por el placer de contemplarla, leerla o escucharla juega a una liga evolutiva diferente. Pero si dejamos de lado nuestro espectacular cerebro y los beneficios que nos reporta, el resto es bastante comparable a tantos otros prodigios que el tiempo y el azar han ido construyendo.
En este sentido, no somos nada especial. Hay muchos organismos multicelulares que son preciosos ejemplos de adaptación a su entorno. Y aún es más espectacular un elemento como un virus, que ni siquiera nos hemos puesto de acuerdo en considerar si está vivo o no, tan simple y tan exquisitamente hábil a la hora de perpetuar su ADN en todas partes. En comparación, nuestra carcasa es demasiado débil para subsistir en la mayoría de entornos sin ayudas artificiales que complementen las carencias. Los virus no tienen estos problemas: ya estaban aquí antes de que apareciéramos y seguirán cuando nos extingamos.
Además, la aparente complejidad de la naturaleza es a veces más simple de lo que parece, y nosotros podríamos servir de modelo para esta paradoja. Nuestro genoma, el libro de instrucciones que nos hace tan poderosos, no es ni mucho menos el más largo conocido. Tiene 3.200 millones de letras, por los 150.000 de la flor 'Paris japonica' o los 22.180 del pino. Son organismos teóricamente más simples, pero con mucha más información en las células. Y aún es más sorprendente que una ameba, hecha de una sola célula, los supere con 670.000. También encontramos el ejemplo contrario: unos hongos pluricelulares funcionan con un genoma del tamaño del de una levadura, mucho más pequeño de lo que les correspondería. La evolución había eliminado lo superfluo.
Esto hace que nos preguntemos cuál es el mínimo necesario de datos para generar un microbio, una planta o un humano. ¿Hasta dónde se puede reducir la información que realmente se necesita para definir nuestra complejidad? Seguramente mucho más de lo que le gustaría a nuestro ego. Nos creemos que somos especiales porque hemos alcanzado un nivel superior de pensamiento, pero al fin y al cabo, construir un humano no requiere nada del otro mundo.
[Publicado en El Periódico, 15/07/17. Versió en català.]