La semana pasada el mundo fue testigo, con cierta perplejidad, de la llegada al poder de Donald Trump, el 45º presidente de EEUU. Digo perplejidad porque poca gente creía que un ególatra machista, racista, arrogante, ignorante, mentiroso, grosero, maleducado y sin ningún tipo de preparación política (todo esto son hechos contrastables, no opiniones mías) consiguiera el apoyo necesario para liderar el país más poderoso del planeta. Pero la democracia, por diseño, no tiene ninguna protección contra este tipo de giros inesperados del guion. Como lo que se vota es sobre todo la fachada del candidato, no su currículum, en momentos especiales como los que estamos viviendo ahora no es de extrañar que los despachos se llenen de personajes curiosos con la intención de sacudir el sistema desde dentro.
Esto es lo que esperan que hagan quienes los han elegido, por supuesto, pero también algunos de los que más se oponen. Por ejemplo, ciertos pensadores progresistas opinaban estos días que tener a Trump mandando puede ser un revulsivo para, gracias al efecto rebote, sacar lo mejor de cada persona. De momento lo que ha conseguido es llenar las calles estadounidenses de pancartas que proclaman: «Este no es mi presidente». Si nos paramos a pensar, es un eslogan muy antidemocrático, ya que no cuestiona la validez de la persona sino del procedimiento para elegirla. Si esto es una muestra de lo que con Trump puede aflorar, no hay muchos motivos para ser optimista.
Algo parecido ocurre con el cambio climático, que ya no se discute si es real o no, sino solo cuál es su origen. Aunque en este caso el debate aún está vivo, la gran mayoría de expertos coincide en señalar la actividad humana como responsable, lo que significa que podemos hacer algo para evitar que empeore. Pero Trump prefiere hacer pasar los intereses económicos por delante del razonamiento científico y desmontar todo lo que hemos logrado últimamente. El problema es que se necesitarán décadas para revertir el desastre que pueden causar estas directrices durante los próximos cuatro años.
Dan miedo especialmente todas las políticas de Trump que tienen que ver con la ciencia
La ciencia es una de esas áreas, como la sanidad, la educación y la cultura, que debería funcionar al margen de la política. Las decisiones no las debería tomar un partido, sino una comisión independiente donde unos expertos representaran todos los puntos de vista de manera argumentada y abierta a los cambios. Es lo que los americanos llaman ser bipartisan, una palabra que resume muy bien el acuerdo entre dos facciones opuestas. Las decisiones en estos temas deberían ser consensuadas y de larga duración, para evitar hacer y deshacer estrategias tan vitales en cada cambio de ciclo político. Es la mejor manera de avanzar en línea recta y no en zigzag.
Un ejemplo de ello es el fracaso del 'Obamacare', una reforma sanitaria más bien intencionada que implementada. Su desmantelamiento no será culpa de Trump, sino de que no se desarrolló con la colaboración de los republicanos. No se pueden hacer políticas tan integrales de espaldas a la mitad del país. Por desgracia parece que el plan es seguir con esta tónica, pero ahora hacia el otro lado. Y mientras, las víctimas colaterales de estas decisiones alimentadas por el partidismo irán aumentando.
La frase que resume mejor la estupidez de los tiempos que corren la pronunció este verano Michael Gove, que entonces era ministro de Justicia británico, cuando en plena campaña por el 'brexit' afirmó que la gente estaba harta de los expertos. Es una línea de razonamiento peligrosamente parecido al «¡Muera la inteligencia!», el famoso exabrupto que Millán-Astray dedicó a Unamuno en octubre de 1936. Y ya sabemos cómo acabó todo aquello. Tal como están yendo las cosas, cuesta pensar que los humanos seamos organismos capaces de aprender de nuestros errores. Este año, Europa tendrá varias oportunidades de demostrarlo en las urnas y derrotar al gobierno de la ignorancia. Esperamos que no nos falle el pulso.
[Publicado en El Periódico, 28 de enero de 2017. Versió en català.]