A finales de los años 90, cuando estaba en la recta final de la tesis, me propusieron dar una serie de conferencias en asociaciones de la tercera edad repartidas por toda Catalunya. Fue la primera vez que tuve la oportunidad de hacer divulgación. La experiencia resultó tan satisfactoria que, desde entonces, siempre procuro encontrar alguna manera de hablar de novedades científicas con todo el mundo que me quiera escuchar.
Lo recordaba esta semana porque el pasado martes se cumplió el 20º aniversario del nacimiento de la famosa Dolly, la oveja clonada a partir de una célula adulta. Dolly era una de las estrellas de mis charlas para jubilados porque entonces hacía muy poco que Ian Wilmut y otros científicos del Roslin Institute de Edimburgo la habían presentada al mundo. La gente quería saber quién era exactamente esta bestia con nombre de cantante de country (la habían bautizada así por Dolly Parton) y qué significaba este avance sorprendente que salía en todos los periódicos. Y, sobre todo, me preguntaban si esto implicaba que pronto podríamos 'fotocopiar' humanos. A pesar de que parecía una cuestión fácil de contestar, incluso hoy no hemos sabido encontrar una respuesta.
Dolly no fue el primer animal clonado. Este honor lo tiene una rana creada en 1958 por sir John Gurdon, pionero de las células madre y premio Nobel en el 2012. Tuvieron que pasar casi 40 años para que aquellas técnicas pioneras se pudieran aplicar a los mamíferos. Esta es la razón por la cual Dolly creó un revuelo extraordinario: acercaba peligrosamente a nuestro entorno más cercano la posibilidad de hacer duplicados genéticos. Pocos años después el hito se repetiría con otros mamíferos: ratones, vacas, cabras... Parecía que no tardaríamos mucho en añadir nuestro nombre en la lista.
Pero los experimentos con embriones humanos todavía se resistían, por motivos que no estaban del todo claros. En el año 2004, el coreano Hwang Woo-suk proclamó que había creado células madre clonadas a partir de un donante, el primer paso del proceso, pero al final se descubrió que todo había sido un engaño. No fue hasta nueve años después cuando, al parecer, por fin se había conseguido de verdad. Más allá de la posibilidad de copiarnos (crear un ejército de clones como el de 'Star Wars' no ha sido nunca una prioridad científica), esto podría servir para personalizar células madre que se podrían utilizar para reparar o sustituir órganos que no funcionan, sin que crearan un rechazo al cuerpo porque tendrían nuestro mismo ADN. Ha sido necesario que transcurran dos décadas, pero finalmente lo que avanzaba en mis conferencias sobre qué podía pasar gracias a las puertas que se habían abierto con Dolly comienza a tomar forma.
Gracias a aquel ciclo de charlas conocí a un montón de personas interesantes, personas mayores que no querían que este mundo se les escapara de las manos y que, a pesar de que les parecía que habían caído en un cuento de ciencia ficción y no podrían salir, luchaban por no quedar fuera de juego. Gente de todo tipo (universitarios, agricultores, empresarios, amas de casa...) que tenían una cosa en común: ganas de saber, uno de los impulsos más básicos y antiguos del ser humano.
Solo necesitaba un proyector de diapositivas y una pantalla para enseñarles la cara de Dolly y podía hacerles soñar con un universo fantástico que seguramente no llegarían a conocer nunca. Pero tenían suficiente sabiendo que sus hijos y sus nietos quizá sí que lo podrían disfrutar.
Aquel futuro que nos prometía Dolly ha resultado bastante diferente de cómo nos lo imaginábamos. Ni siquiera ahora nos es posible adivinar qué efecto tendrán estos descubrimientos en la sociedad. Esto siempre será así. Por muchas previsiones que hagamos, y los científicos nos lo piden cada vez que tenemos un micrófono delante, nunca llegaremos a acertar cuándo se harán realidad las maravillas que pronosticamos. Algunas cosas que ahora nos parecen fáciles de conseguir resultarán imposibles y otras que ni se nos habían ocurrido se convertirán en revelaciones imprescindibles. Y, si todo va bien, iremos avanzando poco a poco hacia un lugar mejor gracias a la ciencia.
Veinte años después de Dolly continúo tratando de explicar qué hacemos los investigadores en el laboratorio y cómo intentamos cambiar el mundo. Dedico tiempo porque me gusta, porque creo que es uno de los deberes de los científicos y porque estoy convencido de que la sociedad necesita estar bien informada para poder elegir su destino. Únicamente espero que, dentro de 20 años más, cuando sea yo quien pase las tardes en un club de jubilados, un jovencito me explique ilusionado todas las cosas fabulosas que pronto deberían ser posibles, y que yo lo sepa escuchar con el mismo entusiasmo que demostraba mi primer público.
[Publicado en El Periódico, 11/06/16. Versió en català.]