Últimamente ha habido un revuelo mediático en torno a las terapias alternativas, a raíz de la cancelación, hace unos meses, del máster de homeopatía de la Universitat de Barcelona y, poco después, de su homólogo en la Universidad de València. Que la noticia sea esa y no que una universidad haya sido capaz de mantener un curso seudocientífico durante 13 años (o que el Col·legi Oficial de Metges de Barcelona tenga una sección de homeopatía desde hace 25) es una muestra de la gravedad del problema.
Podríamos calificar de bienintencionados los esfuerzos que diferentes medios y organizaciones han hecho estos días para presentar un debate entre las dos partes implicadas en la polémica, pero en realidad es un desacierto de consecuencias nefastas. La principal es que perpetúa la idea nociva de que en este tema existe la posibilidad de una discusión entre iguales que genere diversidad de opiniones.
Si alguien dijera que la Tierra es plana, ¿le haríamos salir en la televisión a discutir a un astrofísico la forma que tiene nuestro planeta? Si eso nos parece absurdo, ¿por qué seguimos proporcionando altavoces a la homeopatía, que no ha podido demostrar nada de lo que defiende? Que los medios no sepan distinguir entre realidad y fantasías solo contribuye a desinformar y a hacer la bola más grande.
El invento más grande de la humanidad, después del lenguaje, es el método científico. No hay nada que nos haya permitido avanzar tanto como el simple esquema de observar, proponer hipótesis, testarlas y refinarlas hasta poder construir una teoría. Es una receta simple que ya usaban egipcios, griegos y árabes con más o menos acierto, pero que no llegó a estallar del todo hasta la Revolución Científica, que culminó con las grandes obras de Galileo y Newton.
El método científico es el único sistema que hemos descubierto, de momento, que nos permite acercarnos a la verdad. Nuestro conocimiento tiene lagunas, sin duda, pero gracias a la ciencia sabemos con certeza muchas cosas que nos permiten entender el universo en el que vivimos. No es una cuestión de fe, sino de hechos.
Este tipo de afirmaciones a menudo provocan que los que no están de acuerdo te califiquen de dogmático o arrogante, no por la forma de argumentarlo, que puede ser más o menos afortunada, sino por pretender tener acceso a la verdad absoluta. Pero nos guste o no, la realidad es solo una y no está sujeta a opiniones. Lo que es variable es la forma de entenderla, por eso es tan importante ser estrictos a la hora de descartar las alternativas que no tienen sentido. Si las fresas son rojas, y puedes demostrar experimentalmente que lo son, cualquier grupo de personas que te diga que son amarillas estará equivocado, lisa y llanamente, aunque lleven más de 200 años creyéndoselo y se hayan inventado una excusa muy trabajada para justificarlo.
Por lo tanto, poner en la misma mesa a un científico y a alguien que defiende la memoria del agua no es un debate, es un insulto a la inteligencia colectiva de nuestra especie, construida meticulosamente a lo largo de milenios. No importa que sea un premio Nobel como Luc Montagnier, presente en un congreso homeopático en San Sebastián hace unos días, quien apoye estas ideas. No es el único ejemplo de un sabio que ha metido la pata cuando se ha alejado del método científico para poder seguir mejor sus creencias.
¿Funciona la homeopatía? Claro que sí. Se ha comprobado que no es más que una forma de disparar el efecto placebo, que tiene un impacto biológico real e importante. Esto no se debe despreciar nunca y es el auténtico secreto de su éxito: los homeópatas han sabido ocupar un espacio vital antes reservado al médico, el de ser quien escucha al enfermo y le da apoyo moral y esperanza. La progresiva deshumanización de la medicina, que se impone en los sistemas públicos eternamente sobrecargados, abre la puerta a proveedores alternativos, que entonces aprovechan para vendernos sus cuentos chinos. Una de las maneras de cerrar el paso a las seudociencias sería que las ciencias hicieran bien su trabajo.
El gran riesgo de despreciar a los científicos es caer en la trampa de la ignorancia. Un ejemplo es la reciente decisión del Gobierno de Brasil de aprobar, en respuesta a la presión popular, el uso de la fosfoetanolamina sintética para tratar el cáncer, a pesar de que en los últimos 20 años no se haya conseguido probar científicamente que funcione. Hay decisiones que se deben dejar a los expertos si no queremos hacernos daño, porque parece que si suficiente gente se deja engañar podríamos conseguir que incluso se declare oficialmente nulo el Teorema de Pitágoras. Quizá la ciencia tiene un problema de imagen y de comunicación, pero la verdadera arrogancia es pretender que podemos prescindir de ella.
[Publicado en El Periódico, 15/05/16. Versió en català.]