En el mundo occidental solemos creer que la democracia es el ideal al que todo el mundo debería aspirar, un equilibrio político hacia el que se tiende a medida que nos vamos civilizando y que permite que el máximo número de personas disfrute del máximo de beneficios. Hemos luchado tanto para alcanzar este estatus que nos cuesta imaginar una situación más adecuada para el progreso de nuestra especie. La realidad es que nos queda mucho camino por recorrer: una cincuentena de países del mundo todavía no han adoptado este sistema de gobierno, entre ellos algunos de los más poblados, como China y Rusia. Tal vez la razón es que, a pesar de sus obvias ventajas, la democracia no es un estado tan natural para el hombre como nos gustaría creer.
La democratización de las sociedades es un invento relativamente moderno, enunciado aún no hace tres milenios y popularizado sobre todo a partir del siglo XVII. Antes de esta idea genial que tuvieron los griegos, las poblaciones humanas siempre se habían organizado siguiendo por defecto un sistema de castas. Muchas de estas estructuras aún perduran hoy en día, aunque sea en vestigios más o menos fosilizados como los que sufren las monarquías constitucionales. Esto sugiere que el absolutismo es un concepto del que nos cuesta deshacernos, posiblemente porque desde el punto de vista biológico es lo que nos parece más normal, al igual que a las abejas les parece normal optar por el colectivismo severamente estratificado de la colmena. Una prueba sería que, con diferentes variaciones, las castas han estado presentes en todas las localizaciones y épocas de la historia de la humanidad, y solo últimamente hemos empezado a diluirlas (con más buena voluntad que éxito, todo hay que decirlo).
Los determinantes genéticos que favorecen esta selección de organización social jerarquizada que hemos seguido los humanos desde los principios de los tiempos no están nada claros. Es evidente que deberían incorporarse a nuestro genoma cuando aún no nos habíamos separado evolutivamente de nuestros parientes más cercanos, porque la mayoría de primates también optan por los modelos sociales autoritarios.
En estas comunidades es habitual que sea un macho alfa -el equivalente a nuestros reyes o emperadores- el que tome las decisiones y se quede con el corte más grande del pastel. Por eso ha sorprendido un artículo publicado el mes pasado en la revista Science, donde se describe el comportamiento de unos babuinos de Kenia a la hora de decidir hacia dónde deben desplazarse. Normalmente, unos monos exploradores proponen la dirección que el grupo tiene que seguir, pero no se sabía cómo se tomaba la decisión de hacerles caso. Gracias a unos collares con GPS, los científicos se dieron cuenta de que los babuinos cambiaban de localización basándose en los principios democráticos: iban detrás del babuino que obtenía más apoyo. Si un subgrupo inicialmente no estaba de acuerdo con la elección, en lugar de pelearse con los demás, hacía lo que decidía la mayoría.Considerando cuán totalitaristas son los babuinos, es alentador ver que también pueden llegar a la conclusión de que a veces la mejor opción para la comunidad no es obedecer al individuo socialmente más fuerte.
No se puede negar que la democracia es el sistema político más justo que se ha probado, o al menos el que funciona mejor cuando se lleva a la práctica. Del mismo modo, está claro que los países que salen mejor adelante y en los que hay más igualdad social son aquellos que tienen un gobierno democrático en alguna de sus múltiples variantes. Pero esto no quiere decir que todo el mundo esté a punto para formar uno. Algunos esfuerzos recientes de instaurar democracias en lugares donde tradicionalmente no ha habido han sido desastres que han acabado creando una inestabilidad contraproducente, un caldo de cultivo de extremismos y de un sentimiento de desconfianza hacia las potencias extranjeras que, con intenciones que nunca son puramente altruistas, se han metido donde no les llamaban.
Quizá esto se deba a que, para aceptar la democracia, tenemos que luchar contra este instinto que nos empuja hacia la estructura de castas, lo que parece que tenga que ser el estado natural de las comunidades formadas por primates, aunque, como hemos visto, en ocasiones concretas se opte por escuchar a la mayoría. Para poder aceptar este tipo de cambios radicales hay una cierta predisposición, pero también se debe haber alcanzado una madurez suficiente para poder elegir lo que no nos sale de forma espontánea. Por desgracia, en un mundo globalizado no hay tiempo para dejar que las culturas maduren a su ritmo, y a veces se quiere hacer el trabajo de siglos en unos pocos años. Si recordásemos las peculiaridades biológicas de nuestra especie cuando tomamos decisiones sobre política global, quién sabe si los resultados serían menos catastróficos.